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Farewell Diana, a 20 años del fin del primer reality show

Diana de Gales era parte de cualquier familia. Su impacto global la confirmó como la princesa del pueblo, luego de los amargos años portando una corona que se le hizo pesada. Su rostro, sus acciones, su desfachatez cambió para siempre la historia británica, y la relación del mundo entero con la realeza, los famosos. Fue la primera influencer, la primera estrella de un reality show, sin saberlo

Fotografías: AP
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Todavía recuerdo llegar a mi casa aquella noche del 31 de agosto de 1997 y correr hacia la terraza para encontrarme con mi mamá. “Prende la televisión. Parece que Diana estuvo en un accidente en París”, le dije. Ella acató la orden. No tuvo ni que preguntar quién era el personaje. Diana de Gales había sido de mi casa desde que en 1981 se convirtió en la máxima protagonista del primer reality show de la historia al aceptar casarse con Carlos de Inglaterra. Yo era muy chamo para recordar ese momento, pero siempre se habló de Diana en mi familia como si fuera una prima lejana así que  asumí que ella era uno de nosotros. Que Gales quede lejos jamás le importó a una familia latina.
Desde que tengo uso de razón y hasta que se volvió una renta comprarla por el cambio a Bolívares, siempre hubo una revista ¡Hola! en mi casa. Crecimos con ella. Se pasaba de mano en mano y se disecaba en la mesa, luego de discutir los acontecimientos políticos del día que leíamos en los periódicos, algo que mis papás siempre insistieron hiciéramos. La llegada del tema de la ¡Hola! constituía el momento farándula del día. Y Diana ocupó más portadas que nadie, por lo cual hablar de ella era inevitable.
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Y aun así, me impresiona darme cuenta de que en realidad, y por mucho tiempo, Diana fue una persona bidimensional. Era un mundo sin YouTube, donde la fotografía era el único medio para hacernos una descripción de Diana Spencer, el personaje de esta historia. La conocimos a principios de los años ochenta como la Diana inocente, aquella muchacha recién prometida al heredero del trono de Inglaterra, que accedió a tomarse una foto mientras cargaba a dos niños que tenía su cuidado, sin saber que su larga falda a contraluz revelaba el contorno de sus piernas. La dejamos a finales de los noventa como la Diana madura, sentada con un traje de baño aguamarina que mostraba su cuerpo bronceado y tonificado al borde del trampolín de un yate junto a su nuevo novio, Dodi Al-Fayed. En la primera, una tímida noble y en la otra una princesa liberada. 
En el ínterin, una plétora de imágenes nos dio una somera idea de quien era ella y con deleite la seguimos en la montaña rusa que fue su vida. Diana aprendió a vivir bajo el escrutinio y los flashes de cámaras ávidas de capturar momentos icónicos y el planeta entero se enganchó con ella.
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Desde que salió vestida como el merengue de un pie de limón para casarse con Carlos y accedió a darse el primer beso público de una pareja real británica en el balcón del Palacio de Buckingham, el mundo se dio cuenta de que no se estaba ante la presencia de una princesa ordinaria. Las princesas embarazadas no se quedan dormidas en eventos públicos; ni tampoco dan vueltas en la pista de baile de la Casa Blanca con John Travolta. Las princesas no visten de jean ni se quitan los guantes para tenderle la mano a un paciente de VIH/Sida.
Y sin embargo, Diana hizo todo eso. Su matrimonio, sus hijos, sus obras de caridad y su inmersión juvenil en la cultura pop la convirtieron en la mujer más fotografiada del mundo, hasta que llegó a entender que con la fotografía podía hacer eco de cualquier mensaje que quisiera transmitir. Incluso su descontento con un matrimonio que la confinó a una monarquía hedionda a té, tweed y naftalina. 
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Los rumores de conflicto entre la pareja habían circulado por años y un viaje de Diana a la India, sentada sola frente al Taj Mahal –monumento mundial al amor de pareja- evocaba señales de alarma. Sin embargo, fue una foto de una Diana aburrida sentada al lado de un apático Carlos en un viaje a Corea del Sur en 1992, lo que terminaría de confirmar que esto no era un matrimonio en problemas. Esto era el entierro de un cuento de hadas fallido. Fueron las fotografías de ese viaje las que contribuyeron a que la Reina Isabel II apodase al año 1992 como el «Annus Horribilis”. Pronto después, le solicitaría a la pareja que se separaran por el bien de sus hijos y del futuro de la monarquía.
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A partir de ahí surgió la Diana Súper Estrella. CNN reportaba sobre ella con la misma intensidad que cubría la guerra en Bosnia y gracias a la biografía publicada por Andrew Morton y secretamente autorizada por la princesa en su momento, así como la entrevista a la BBC donde Diana admitía su bulimia, sus infidelidades y su fiel creencia de que jamás sería reina, el mundo terminó de consolidarla como una heroína moderna. Diana la Princesa del Pueblo, la reina de corazones, había dejado ver que al final hasta una princesa solo quiere ser comprendida. 

Diana iba encaminada a grandes cosas tras su divorcio con Carlos en 1996. La venta de sus vestidos en Christie’s para caridad le dio más exposición a su labor con la Cruz Roja y su lucha por la erradicación de las minas antipersonales no fue asunto de tabloides como The Sun sino de portadas en The New York Times. 1997 era su año y ella lo sabía. Diana había pasado de ser una persona bidimensional a ser una persona de carne y hueso. Y el mundo la amó más por ello. 
Por eso corrí a avisarle a mi mamá que Diana había estado en un accidente de tránsito en París aquella noche del 31 de agosto. Pusimos CNN y vimos que el cintillo decía: “Princess Diana injured” y no dejamos de ver la noticia hasta que cambiaron las letras para decir lo que todos nos temíamos: “Princess Diana dead”. El primer reality show que había conocido el mundo, sin saber que luego existiría tal término, se llevaba a su real protagonista para siempre en el final de temporada. Diana de Gales tenía 36 años.

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