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Los presos políticos del 11 abril: el horror no termina

Las historias de Silvio Mérida, Otto Gebauer, Ivan Simonovis y Erasmo Bolívar son apenas una muestra del horror que vivió Venezuela en los luctuosos hechos del 11 de abril de 2002. Cada uno fue imputado y juzgado por crímenes que juran no haber cometido. Y, sin embargo, pagan sus penas mientras se asen de la esperanza de la justicia y el cambio

Infografías: Mercedes Rojas Páez-Pumar
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Silvio Mérida, el ministro del dolor

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Cuando Silvio cobró el conocimiento pensó que aún no había amanecido. La capucha que velaba sus ojos ponía en negro sus miedos y cavilaciones. Sus brazos, estirados por encima de la cabeza, no solo lo ataban a una nube de metal, a una nube sin ángel, sino que también lo suspendían en la incorporeidad de un manto frío y espeso que acariciaba sus desnudas piernas de pelotero. Mientras el ardor de sus muñecas y tobillos incendiaban su sino, las horas, minutos y segundos se difuminaban en los crepúsculo de su fe. Ese día descubrió la cara de la muerte. De pronto, un carraspeo retumbó en su pecho. Con voz gutural, el desconocido soltó: “¿Por qué pusiste la bomba en Plaza Altamira? ¿Quién te mandó?”. Los garrotazos, asestados por unas manos fuertes y vigorosas, ahogaban en dolor con cada una de sus negativas. “Que no, que no lo hice”, sollozaba.

“Cuando el grupo de generales disidentes se resguardaba en la Plaza Francia, la bomba explotó. Yo estuve pero no la detoné”, jura en sus trece Silvo Mérida quien, desde el 3 de diciembre de 2003, purgó un castigo en el retén del SEBIN. A medianoche, del 22 de octubre de ese mismo año, un estallido seco quebró el sueño del Obelisco. Y aunque no hubo muertos que velar ni rosario que rezar, los daños en las embajadas de Colombia y España eclipsaron la confianza y tranquilidad de los vecinos. “Una semana después me buscó a mi casa un grupo armado de hombres. No me opuse. Me vendaron y me llevaron”.

En un desconocido vergel, en el que cloqueaban las gallinas y un río zigzagueaba su cauce a orillas de la pesadilla, se rodó su personalísimo thriller. “Me torturaron durante un mes. Me amarraron bolsas plásticas luego de fumigarme la cara con insecticida, me quemaron el pecho y la espalda y, para colmo…”, enmudece su tirita de vergüenza. Un sacudón escala en sus venas y le hace recordar el alto voltaje que descargaron los verdugos en sus genitales. “Por eso se me gangrenó el testículo derecho. Por último, me amenazaron con matar a mis hijos sino inculpaba al General Felipe Rodríguez como autor del atentado”. Y lo culpó. En la primera audiencia preliminar, sin embargo, se desmintió y explicó que el ramalazo de terror y su instinto paternal lo empujaron a acusar al general de marras.

“Ya he pasado 7 de los 9 años que convino el juzgado de Marjorie Calderón. Pero mi estancia se torna insoportable. Mi cuerpo ya no aguanta”, exhala un suspiro y se lamenta porque ha perdido la lozanía y los bríos de cuando, en su mocedad, anotaba carreras y proyectaba hits. A consecuencia de los martirios infligidos se le agudizaron sus problemas de epilepsia. De vez en vez, los barrotes de su cuarto vibraban por el estrépito de cuando caía en el mal de terremoto. “Me he perdonado y he perdonado a quienes me perjudicaron. Mi sufrimiento tiene que servir para algo. No podemos tener miedo”, se envalentona. Perdió su testículo, pero no su hombría. “Hay que hablar. No me mataron porque la prensa internacional clavó su mirada en Venezuela. Quiero recorrer el mundo. El mundo que me protegió. Explorar países, descubrir paisajes y disfrutar a mis chamos”. Sí, jugará béisbol con Daniel, su hijo, en algún campo, no sabe en dónde, para batear el home run de su vida.

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Otto Gebauer, nunca lo olvidará

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Al franquear la puerta de su claustro una foto de Rómulo Betancourt da la bienvenida. Sus lentes de pasta, su sonrisa serena, su pelo barnizado y ese semblante tan pícaro como irónico, sedujeron la ignorancia de un cadete. “¿Quién es? ¿Su papá?, preguntó con curiosidad. “No. Ese señor derrocaba dictadores”, respondió risueño el capitán Otto Gebauer que, a pesar de su presidio en el Centro Nacional de Procesados Militares, en Los Teques, no se amilana y recibe la visita para contar su versión de los hechos. Sus ojos azules y sus mejillas rubicundas rezuman su sosiego. “Porque nunca infringí la ley en ningún momento”, aduce con ese tono categórico que prescinde de la mentira. Para la Corte Marcial, no obstante, su espuria conducta, que adversa al honor militar, lo hizo merecedor de 12 años, 6 meses, 22 días y 12 horas de encierro por insubordinación y complicidad en la privación ilegítima de libertad del ciudadano Hugo Chávez Frías durante el 11, 12 y 13 de abril de 2002.

“Yo solo acaté los mandatos que me ordenaron. Mi superior, el teniente coronel para esa fecha y primer comandante del Batallón Caracas, Luis Medina Acosta, me pidió que fuera a Fuerte Tiuna para cumplir la misión de custodiar y resguardar la integridad física de un preso. Jamás deduje que se trataba de Hugo. El coronel del Ejército Luis Vaamonde Rojas, que fue quien aprehendió al entonces presidente y teniente coronel, tal como signó en la plantilla de la Policía Militar, le comunicó que sería trasladado. Sumiso Chávez manifestó: ‘soy un soldado que obedece órdenes’. Lo transportamos a Turiana, Aragua, al Batallón de Operaciones Especiales de la Marina Generalísimo Francisco de Miranda. Y el 13 me regresé a Caracas”, desmigaja susrecuerdos. Entre uno u otro intersticio, antes de que Carmona Estanga se auto ungiera presidente provisional aboliendo ilegítimamente los poderes que el soberano escogió por votos, Venezuela entera lo vio todo en cadena nacional.

Como escenario, las banderas izaban sus rendibúes detrás de los micrófonos de los canales de televisión que, a las 8 de la noche del 11 de abril, aguardaban quietecitos el inicio de espectáculo de variedades. El General Lucas Rincón, ataviado con su uniforme de campaña, entró en escena y canturreó su parlamento. “Se le solicitó al señor Presidente de la República la renuncia de su cargo la cual… aceptó”. Al frente de las pantallas unos abrazaban su júbilo con el soplido de esperanza que barría sus corazones, y otros se sumían en un mutismo y lloriqueaban por la pérdida de quien alguna vez creyeron su salvador. Pero alguien, bien lejos de la fanfarria, gimoteaba con más vehemencia. Sus lágrimas se apareaban con olas que lamían las arenas de la isla de la Orchila. Es que Chávez, el hijo de Sabaneta, cuando quería llorar sí lloraba. Y lloró. “Por su ambición de poder truncada, porque pasaría a la historia como el presidente que conflagró dos asonadas militar y recibió una cucharada de su propia medicina y porque le aterraba la prisión”, asevera Gebauer. En su ensimismamiento, Hugo barboteó: “Otra vez preso”, cuenta Otto.

“En el piso 5 del Ministerio de Defensa se estaban repartiendo la cochina, los puestos, y se arma la comisión para enviar a Chávez a la Orchila. A mí me mandan a acompañar al Cardenal Ignacio Velásquez, junto a Carlos Bondel y el general Godoy Peña, entre otros. El propósito era que el padre trajera la renuncia bajo su sotana. El viernes en la noche aseguró que la firmaría con la condición de que lo llevaran en Cuba. Pero en esas horas se decidió el destino del país. Fueron cruciales. Se desmontó el tinglado de Carmona y Velásquez Velazco lo destituyó. Chávez volvió”.

Como alegrías de tísico, murieron los sueños de un resurgimiento político. Se abortó la espera de que el país renaciera de entre las cenizas del interregno. Y Chávez, emponzoñado de resentimiento, infló su odio y se desembarazó de la cobardía y sumisión para emprenderla en contra de todos aquellos que no comulgaran con su verbo y no se arrodillaran a sus botas. “Botas que se quitó y me las regaló antes de ir a la isla. Todavía las conservo. Creo que las voy a subastar”, se ríe Otto y vuelve: “en el 2003, antes de mi detención y de asilarme en Perú, el capitán del Ejército José Luis Araque, que trabajaba para Rodríguez Torres, entonces director de la DISIP, me instó a que elogiara al Ejecutivo y denunciara a los generales González González y Medina Gómez, entre otros. A cambio me darían de 500 mil dólares y refugio con mi familia en el lugar que quisiera. Rechacé, obvio, estoy acá. Porque si reniego de mis ideales y creencias soy un soldado sin alma. Este tormento va a terminar, lo sé, no con armas ni golpes de estado, sino con la Constitución y con el voto. La gente está entendiendo que no necesita un mesías, sino un gerente”. Con o sin él, lo cierto es que Otto jamás olvidará que lo vio llorar.

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Iván Simonovis: perseguido por el régimen

“¿Es la primera vez que viene…señora?”, expelió el interrogante, como quien escupe un chicle sin sabor, un funcionario del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional, cuyos ojos ígneos, como llamas, y risita burlona, reverberan en la pantalla de la computadora en la que registra la entrada de María del Pilar Pertiñez. Bonny, como atiende en los tribunales donde libra lides penales, desgranó su mejor sonrisa para responder a la ironía. “No, vengo todas las semanas ¿No me ha visto? ¡Qué raro! Mi esposo es Iván Simonovis. Tiene años preso”, dice sin afectación mientras, desde lo alto de una escalera, antes de penetrar su infierno, ve la cola de quienes este jueves se endomingaron tempranito para visitar al familiar recluido.

Es víspera de año nuevo y, pese a que el Niño Jesús no le trajo su anhelado regalo, pese a que no tiene nada que celebrar, en el Helicoide el holgorio está prendido. Patio adentro, los tufillos a guiso cosquillean la excitación de las madres y esposas que improvisan una triste cena de Noche Vieja y los niños, escarchados por su inocencia, en virtud de que no podrán besar a sus padres a media noche, corretean las entrañas de ese edificio que no deja filtrar ni tan siquiera por un huequito vientos frescos. Bonny, aunque asfixiada por el sofoco, no se entristece, no. Por el contrario, se precipita contenta sobre Iván. “Yo era la mujer más feliz del mundo. Antes del 11 de abril lo tenía todo”, deshoja su congoja entre los brazos del ex secretario general de seguridad del Distrito Metropolitano, en tiempos de Alfredo Peña. Ese que, el 3 de abril de 2009, luego de 232 audiencias en el tribunal cuarto mixto del circuito judicial penal del Estado Aragua, regido por la juez y esclava a la doctrina revolucionaria Marjorie Calderón Guerrero, recibió borracho por la embriaguez de la pena su palo de agua: 30 años de cárcel.

Iván, antes de estremecerse por la iniquidad que apoderó en la sala, había barruntado o presentido su destino. Al borde del abismo que se le abría, en el mismo banquillo donde sentó a tantos delincuentes mientras era comisario del Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas, no imaginó, sin embargo, que le engarzarían los grilletes de la pena máxima. “Yo sabía que me iban a condenar. Este gobierno es de malandros. Violan las leyes y la Constitución ¿Pero 30 años?”, rememora el día que cubrió de infamia su nombre la imputación de homicidio intencional y calificado por las muertes de Erasmo Sánchez, Rudy Urbano y Josefina Rengifo —amén de la invectiva por lesiones personales y gravísimas en perjuicio de una veintena de personas que marchó, junto a dos millones más, el funesto 11 de abril de 2002.

Aun cuando ya han transcurrido 13 años de la tragedia, los silbidos de las balas todavía refunfuñan su violencia en los oídos de Iván, lo mismo que se columpian en su memoria las cruentas imágenes de llanto, luto y desolación de quienes, entre consignas, pitos y banderas tricolores, tomaban el legítimo derecho de protestar en contra del clavo de demagogia y despotismo que atornillaba en Miraflores al entonces presidente Chávez. Desmenuza, asimismo, una a una las palabras que dijo ante las cámaras de Luisiana Ríos, periodista del extinto RCTV, en denuesto de la locura que deambulaba libremente por la ciudad. “Exhorté a la gente a no ir al centro de Caracas. Más de una vez llamé al Ministerio de Interior de Justicia para prevenir lo que sin frenos se acercaba, luego que a las 2:30 pm viera el primer muerto por televisión. Pero no conseguí a nadie. Estaba acéfalo el país. También intenté comunicarme con el comandante general de la Guardia Nacional y fue infructuoso. El resto ya lo conocemos: 12 muertos y más de 100 heridos”, discurre quedito.

Poco tiempo después se sucedían sus personalísimas tribulaciones: su aprehensión, la espada de Damocles y una pelea jurídica en la que, durante cuatro largos años, desde 2006 hasta el 2010, pulularon un sinnúmero de disparates judiciales. Por ejemplo: la declaración del comisario Domingo Chávez, que para la sazón se encargaba de investigar los sucesos, fue desestimada —a despecho de que señala no existir prueba alguna que incrimine a Simonovis de haber ordenado la masacre en contra del tsunami de gente que se abalanzaba sobre Miraflores. Entre otras arbitrariedades y como remate de la ceguera e impunidad, las 196 declaraciones a favor del imputado se extraviaron en la vorágine de rencor e imparcialidad del poder judicial —que, dicho sea de paso, también se negó a que le concedieran el sobreseimiento de su causa a través de la amnistía que Chávez promulgó el 31 de diciembre de 2007. “Claro, porque soy un preso de Chávez, un perseguido y preso político. Por lo tanto, la solución era confinarme de por vida, porque esto es como una cadena perpetua, pero no voy a silenciar mis denuncias. Seguiré escribiendo, dando entrevistas y declarando ante los medios y ante el mundo. La única manera de que me calle es con la muerte”, se insufla de valor y continúa: “¿sabes qué es lo peor? Que los setenta pistoleros, incluidos los de puente Llaguno, que sí tirotearon mansalva, que sí mataron sin piedad, están afuera gracias a la amnistía”.

Iván, a sabiendas de que su ímpetu y sed de justicia se diluyen en el cacareo de la visita, se indigna porque los poderes, las cortes y la Defensoría del Pueblo, entre otros, caían de hinojos ante el dictamen de Chávez —ahora prolongado por su delfín Nicolás Maduro. “Ya hice todo. Ya apelamos ante todas las instancias, hasta un recurso de casación introdujimos pero fue rechazado. Sólo me queda esperar a que el pueblo venezolano termine de despertar de este maligno hechizo. Y despertará”, se esperanza. Mientras llega el juicio final, sortea los embastes del confinamiento, que son menos fuertes ahora que el Tribunal de Ejecución dictara, el sábado 20 de septiembre de 2014, en horas de la madrugada, la medida casa por cárcel en tanto recupera su delicada salud. “Escribo, leo, pero sobre todo, pienso y pienso. Oro por mis hijos, mi mujer y mi vida”, se le astilla el caparazón de su entereza. También dibuja en su mente noches lluviosas y tardes soleadas —sólo recibía cuatro horas de luz natural al mes. Sueña con amaneceres y con el canto de los gallos. “¿Sabes cuál es la música que me despertaba hasta no hace mucho en cada mañana? El tintineo de las cadenas que encierran mi celda”.

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Erasmo Bolívar, justo por pecadores

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Los lánguidos destellos de los canutillos danzan en las grandes y atezadas manos de Erasmo. Con sus pinzas, entrevera, en hilos de plata y en argollas de paciencia, perendengues, zarcillos y pulseras. La delicadeza de las perlas contrasta con la robustez de su complexión: mide casi dos metros y pesa más de 200 kilos. “Aprendí acá en la cárcel. A veces durante toda una jornada, combino colores y estudio tejidos. Luego le entrego las prendas a mi tía para que me ayude a venderlas”, desliza Bolívar quien, desde el 21 de abril de 2003, consagra sus pulsos a la labor del orfebre para sobrellevar sus largas horas de hastío. “También pinto delfines. ¿Ves? Los tengo en todas partes. Nunca los he visto en persona. Pero no pierdo la esperanza de tocarlos”, aletea, como un pez globo, en su exigua pecera del Centro Nacional de Procesados Militares.

En la mañana del 1 de abril de 2002 se le pegaron las sábanas. La noche anterior, el cielo de La Guaira había prorrumpido en llanto hasta anegar su humilde morada. “Estaba cansado de recoger agua. Todos los que vivimos en el litoral temblamos con cada gota luego de la vaguada de 1999. Mi hijo me pidió que no saliera de la casa. Lo desoí”. Del mismo modo que desatendió las súplicas de su vástago, ignoró porfiado, uno a uno los hados que presagiaban su tragedia. “No tenía un año en el servicio de la Policía Metropolitana, por eso no quería dejar de trabajar. Cuando llegué a la parada de Catia la Mar mi autobús me dejó. Tuve que esperar una hora para que llegara otro. Ya en Caracas tampoco conseguí transporte. Empecinado, caminé hasta la Baralt. Al fin llegué. En la comandancia solo estaba el sargento Pedro Carreño y me advirtió: ‘quédate quieto que la cosa se puso fea’”.

A medio día, los marchantes redoblaron sus impulsiones. La saña, la acechanza y perfidia se arremolinaban en las inmediaciones de Miraflores para alzar su barricada. Las inoportunas balas, que nadie invitó a la fiesta democrática, salieron de sus tórridas trincheras. Uno a uno, como naipes fueron cayendo los inocentes en una tremolina sangrienta. “Escuché por la radio que necesitaban una ambulancia. Y fui a socorrer. Llevaba heridos de la Baralt a la Clínica La Arbolada. La única prueba en mi contra fue una foto en la que salgo sosteniendo un arma larga. Para nadie es un secreto que a las unidades policiales le asignan una. Mi único pecado fue haber asistido a hombres y mujeres enchumbados en sangre. Pero no me arrepiento. Salvé a mucha gente. Y lo volvería hacer”. Por buen samaritano el tribunal cuarto mixto del circuito judicial penal del Estado Aragua juzgó 30 años de reclusión. “Entré a los 26 años y ya tengo 35. Me perdí el nacimiento de mi hija, al igual que no pude enjugar sus primeras fiebres. Pero yo voy a salir y ese día… ¡ay papá! Me comeré al mundo”, exclama glotón. Mientras no llegue seguirá hilvanando las lágrimas de cristal que adornan su soledad. Teje y teje, como Aracné, sus anhelos de libertad.

Erasmo

Esta entrevista la hizo el editor de Revista Clímax, Manuel Gerardo Sánchez, en enero de 2011.

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