Se hace París al andar

Nunca lo supo, pero cuando en 1833 publicó su insólito tratado sobre el arte de caminar, Honoré de Balzac sentó las bases de una figura clave de la mítica parisiense, el flâneur, o el peatón ocioso que hace ciudad al andar y cuya sombra, casi dos siglos después, aún asfalta las calles de París

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Rescatado estos días por la editorial francesa «Mille et Une Nuits», el texto inauguró un género particular dedicado a la capital y sus paseantes, una fascinación que, desde Baudelaire al último Nobel, Patrick Modiano, sacude regularmente la literatura gala. Honoré de  Balzac sólo fue el primero.
De talla robusta y cierta torpeza, al padre de la «Comedia humana», que se sabía más bien feo y se soñaba apuesto, le dolía la escasa elegancia que trajo consigo la burguesía tras la Revolución de 1789. Fue ese motivo y no otro el que, según sus biógrafos, le enemistó con la democracia.
Aquel malestar se condensó en una serie de artículos, «Théorie de la démarche» (Tratado del caminar), donde el novelista fundaba la «ciencia del caminar», defendía la lentitud y -en un claro guiño a si mismo- reivindicaba «la gracia de las formas redondeadas». Para Balzac, que escribía en camisón, la vulgaridad residía en la prisa.
«A veces pienso que se reía de nosotros», admite a Efe el editor del libro y profesor de la Sorbona, Paolo Tortonese, fascinado por «un texto «enigmático» que oscila entre la «farsa y la erudición» para acabar destapando a un insospechado gurú de tendencias.Cada paso hay que darlo imitando «al Pizarro que plantó su pie en América», avisa solemne el tratado.
A imagen de su obra, Balzac fue un tipo arrollador, un comensal que masticaba como escribía, siempre en exceso, y que, pese a todo, loaba los paseos desde la terraza de un café. Vivió sentado.
«Le gustaba considerar al escritor como alguien capaz de descifrar los signos de la vida urbana», confirma Tortonese. «Era un genio de la observación».
Balzac redactó su manual del peatón mientras -ironías de la vida- se recuperaba de una lesión de rodilla en su buhardilla de la Rue Cassini, en la desembocadura del bulevar Saint-Michel y a unos minutos del distrito literario de Saint-Germain-des-Près.
Desde sus calles, treinta años después, y quién sabe si tras la pista de Balzac, Charles Baudelaire reivindicó al «flâneur» como un «observador apasionado» sin rumbo en el paisaje urbano.
Al pensador y ensayista berlinés Walter Benjamin, que se refugió del nazismo en París para entre otras cosas traducir a Baudelaire, le fascinó la idea y atribuyó al paseante un carácter político. «Caminar -afirmaba- es un modo de vencer al capitalismo».
Reacio a que los comercios dictasen al peatón su itinerario, y siete décadas antes de Google Maps, Benjamin apostaba por restaurar los misterios de una ciudad sin mapas. Perderse en París era la mejor manera de llegar a los sitios.
Caminar se convirtió así en un acto de resistencia y resistir, avisó por aquellos años el olvidado poeta Léon-Paul Fargue, era escribir.
Fargue, que se consideraba a sí mismo un «explorador urbano», reivindicó en sus crónicas de «El peatón de París» los distritos subterráneos, la noche de los bulevares y los desiertos muelles del Sena.
Su revolución, sencillísima, consistió en negar la utilidad de las cosas. Fargue paseaba por pasear, para mirar.
La suya fue la geografía que, más tarde, heredó el hoy Nobel Patrick Modiano, cuyas novelas a menudo se construyen a partir de un narrador confuso que regresa a los lugares que conoció una vez. A pie, naturalmente.
Era aquel un París de merodeadores, detectives y nostálgicos, una ciudad real y transitable que, por momentos, se convertía en un recuerdo.
Siempre banal, el paseante componía un perfecto personaje secundario. Seguramente por ello, Balzac fue el primero en mirar a los que caminan.
Esa es, concluye Tortonese, su grandeza particular: «Quiso comprender el mundo a través de lo ordinario, lo trivial». Y para ello había que detenerse, tomar aire y reemprender la marcha.
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