Es probable que Mijaíl Gorbachov haya celebrado su Premio Nobel de la Paz con un buen palo de ron. Seguramente su asistente le alcanzó, apenas recibieron el fax con la buena nueva, el mejor vodka de toda Rusia para celebrar y él le reprochó, preguntándole que si acaso no se daba cuenta de lo especial de la ocasión. En seguida le pidió que le pasara aquella botella, la del líquido ámbar. La que decía Santa Teresa.
Porque el ex presidente ruso es uno de los tantos amantes que tiene el ron venezolano, uno de sus muchos fans enamorados. Y como él, miles más. Los extranjeros que entran al país no han salido de Maiquetía y ya tienen un “cuba libre” entre pecho y espalda. En bares de más de 40 países se consiguen varias marcas venezolanas del destilado. Los premios internacionales ganados por la bebida superan los que se han anotado las reinas de belleza locales, y quien visite a familiares o amigos musiús y no llegue con una botella de añejo, raramente es bienvenido.
Mientras atraviesa la Hacienda Santa Teresa camino hacia las bodegas, el maestro ronero Néstor Ortega explica por qué la bebida hecha en casa es tan cortejada. Se limpia el sudor de la frente, pone la mano como visera para protegerse del solazo aragüeño y dice que ese clima “tropicaliente” es uno de los factores en la suma. “Es una de las cosas que hace que se diferencie de los de otras regiones. Porque se da una mayor oxidación y el ron envejece mucho más rápido”.
Pero antes de ese añejamiento viene la primera parte del proceso, la que se lleva a cabo del otro lado de la hacienda, donde se ven unos tubos y unos cilindros altísimos de metal. El maestro está a punto de ahondar en esa infancia del destilado cuando aparece en frente algo que lo detiene. Es la Bodega Privada, una de sus consentidas.
Allí reposan las barricas privadas y dentro de ellas está uno de los rones más exclusivos del país. Tanto así que para comprar una equivalente a 300 botellas hay que pagar, aproximadamente, ochenta mil bolívares. Cada barril tiene clavada una plaquita dorada que identifica al propietario. Por ahí rondan los nombres de: Rubén y Roberto Blades, los hermanos salseros; Óscar Arias, ex presidente costarricense y también Premio Nobel de la Paz; Banco del Caribe; Banco Mercantil y Los Amigos Invisibles. Y, cómo no, el de Mijaíl Gorbachov.
Por olvido o por discreción, el maestro Ortega deja de mencionar los demás nombres y pasa directo a su materia de experticia. “Ese es un licor especial que proviene de un blend almacenado desde 1989 y es exclusivo para quienes han comprado su barrica. Lo hacemos a base de una mezcla de rones añejados entre 6 y 35 años, y por eso es una bebida tan suave y distinguida”.
Imparable, el diletante sigue lanzándole flores al ron hecho en Venezuela, que reúne tales y tales características únicas, y que las composiciones son pensadas y calibradas perfectamente según el añejamiento de cada licor. Pero primero lo primero. Antes de tanto blending y tanto envejecimiento, viene la materia prima y el proceso que la acompaña.
En su libro La historia de la caña, el historiador José Ángel Rodríguez persigue los orígenes de la planta y describe el camino que tuvo que recorrer para llegar a poblar tierras venezolanas. Aclara que por muy criolla que parezca tan sabrosona, tan caribeña, tan salsa y ron, la caña nació en la asiática costa de Bengala.
Ya para el siglo VIII había llegado a China montada en el lomo del comercio y el contrabando, en el X ocupaba tierras egipcias y en el XV estaba cómodamente instalada en Marruecos, Madeira, las Islas Canarias y el golfo de Guinea.Y de Canarias al Nuevo Mundo fue un brinco. En 1493 llegó de la mano de Cristóbal Colón a la isla La Española y en 1520 arribó a su destino final por las costas de Coro. Tan bien se aclimató la caña de azúcar a su nueva casa que ya en el siglo XVIII era el segundo cultivo más importante de Venezuela.
Sólo era cuestión de tiempo para que los cañicultores descubrieran todo el potencial que encerraba la mata dulce. Rodríguez relata que en el siglo XVI aparecieron los primeros aguardientes, y que en el XVIII los cañaverales americanos y sus licores ya representaban una seria amenaza para los productores españoles de vid y azúcar. Pero a pesar de la prohibición que dictó la corona española en 1714 para proteger su producto nacional, los cultivadores de caña y los destiladores picaron y se extendieron por todo el país.
Fue entonces, en 1796, que se fundó la Hacienda Santa Teresa, la cual se ve desde la autopista Regional del Centro. Los folletos, los guías y las páginas Web que llevan el logo de la casa ronera proclaman, de manera unánime, que allí fue donde se produjeron los primeros rones de la historia venezolana. Como prueba ofrecen los chaguaramos centenarios y los trapiches, canecas y alambiques viejísimos y rustiquísimos que están regados por la hacienda.
Pero Jesús Pereira no está para hablar de antigüedades. El ingeniero químico está dándole a ruedas y palancas para ajustar los niveles de la destiladora, que acaba de comenzar un nuevo ciclo. Mientras jurunga el tablero de controles, el cual tiene más de seis metros de largo, cuenta cómo exactamente se pasa de tener un bambú dulce a tener un vaso lleno del buen «ronaldo».
La cosa es complicada y está llena de palabras raras que suenan mucho a laboratorio de química, pero no es imposible traducirlo al cristiano. De la caña aquella que trajo Colón a bordo de sus carabelas sale el azúcar y del proceso para obtener ese azúcar queda la melaza. La melaza, que para las plantas refinadoras es un desecho pegajoso, es la piedra fundacional del ron. Se esteriliza para quitarle las impurezas que vienen de la tierra y se mezcla con levadura para que los azúcares restantes se conviertan en alcohol. De esa fermentación nace el mosto fermentado y eso es lo que entra a las enormes torres destiladoras que llevan el seudónimo de alambiques. Dependiendo de la manera en que se destile, lo que queda del proceso es ron ligero, ron pesado o ron artesanal. Y ahí entra la batuta del maestro ronero.
Néstor Ortega emerge del dugout y toma su turno al bate para decidir el destino de esos alcoholes. Una vez que salen de la destilería, todavía les falta recorrer un largo camino llamado añejamiento. Para ello están los barriles de roble blanco que por ley utiliza toda la industria ronera venezolana. Son los encargados de darle su color dorado al producto final, por no hablar de todo el sabor. De acuerdo a lo que necesite para sus mezclas, el maestro dicta cuánto tiempo se añejará cada licor en los barriles de la Hacienda Santa Teresa. Vuelve a precisar que ningún alcohol se utiliza inmediatamente después de salir de los alambiques, ya que las leyes venezolanas exigen un envejecimiento mínimo de dos años para que éste pueda ser considerado como ron.
Con orgullo patriótico, Ortega proclama que Venezuela es el único país de la región tan estricto a la hora de añejar sus aguardientes. Los del Caribe holandés llaman ron a cualquier cosa que sea destilada, y los boricuas y dominicanos, aunque menos sinvergüenzas, tampoco llegan a los estándares criollos.
Aclarado eso, el maestro insiste en que el clima tropical de Venezuela acelera el proceso de envejecimiento: “El calor hace que el alcohol se dilate y empuje el oxígeno hacia fuera a través de los poros de la madera durante el día. Luego el fresco de la noche contrae el líquido y obliga a la barrica a aspirar el mismo oxígeno. Exhalar de día, inhalar de noche. Es la respiración del ron la que se acelera por los sofocones y hace que las bodegas huelan a alcohol durante todas sus vidas”, comenta Ortega.
Con Denominación de Origen
La cata que preparó Ortega es casi un alarde de tanta sabiduría ronera. Entre sorbo y sorbo va explicando que de las barricas saca los cuatro ingredientes principales para sus mezclas finales: un ron ligero de dos años de edad, uno ligero de cinco, uno pesado también de cinco y uno artesanal.
De la fusión de uno con otro nacen los productos acabados que Santa Teresa pone en los anaqueles: Gran Reserva —standard—, Selecto —premium—, Santa Teresa 1796 —ultrapremium— y Bicentenario el superpremium. De ese último sólo se producen 1.800 botellas anuales y se venden en aproximadamente 1.600 bolívares cada una.
“Es tan especial porque entre su mezcla tiene rones de cien años de edad”, dice Ortega. Y guarda silencio. Sabe de sobra el shock que produce en cualquiera escuchar que una espera puede durar un siglo.
Esa paciencia y perseverancia son, justamente, de las cosas que más sorprendieron a la periodista Rosanna Di Turi mientras escribía el libro Ron de Venezuela. “Creo que en todas las destilerías se consiguen historias de personas que han dedicado toda su vida al ron”, dice Di Turi. “Hay un apego y un respaldo a una tradición que tiene 200 años en el país. Hay pasión por lo que hacen y ahí se ve que está la tenacidad de los convencidos. El ron es una demostración de eso: de paciencia, de espera, de perseverancia. Detrás de todas las marcas hay una gran tradición de persistencia”.
Para ella, esa es la gran diferencia que existe entre el destilado venezolano y los de otras latitudes. Claro, dice que todo lo que envuelve al ron criollo le da una distinción especial. El envejecimiento obligatorio de dos años, por ejemplo. La caña de azúcar que crece en Aragua, Carúpano y Lara que es única. El clima y la geografía privilegiada. Por supuesto que todo eso influye. Pero el principal diferenciador es la experticia de los maestros roneros que tienen décadas en las destilerías y que son los garantes de las mezclas de cada marca. La paciencia que han sabido tener para lograr el envejecimiento necesario de sus licores y la perseverancia que han mostrado a pesar de los altos y bajos que ha tenido la industria.
En ese momento surge un tema que nadie deja pasar por alto al hablar del ron made in Venezuela. Los que saben francés mencionan primero el terroir. En Europa, el terroir ha sido importante para darle un impulso a los vinos y quesos franceses. Porque es como un certificado que dice que un producto agrícola viene de una zona determinada, que fue hecho únicamente con ingredientes locales, que tiene tales y cuales características y que por eso está garantizada su máxima calidad.
La única diferencia es que aquí se llama Denominación de Origen y se gestiona ante el Servicio Autónomo de Propiedad Intelectual. Así lo hicieron siete empresas roneras que, a pesar de ser competidoras en el mercado, se unieron en 2002 para solicitarle al Estado que le diera ese sello al destilado venezolano. El que rememora y cuenta es Francisco Magallanes, presidente del Fondo de Promoción del Ron de Venezuela: “El objetivo principal de obtener la Denominación fue lograr con la bebida de producción nacional algo parecido a lo que los colombianos lograron con el café o los mexicanos con el tequila: reconocimiento internacional, garantía de calidad, aumento de exportaciones y mayor confianza de parte de los consumidores locales”.
Las empresas fueron Bebidas El Muco, Ron Santa Teresa, Complejo Industrial Licorero del Centro, Corporación Alcoholes del Caribe, Ron Carúpano, Destilerías Unidas y Diageo de Venezuela; y las marcas que metieron debajo de ese paraguas fueron Cacique, Carúpano, Diplomático, El Muco, Ocumare, Estelar, Pampero, Ron Cañaveral y Santa Teresa.
“Lo innovador fue que las siete compañías se hayan puesto de acuerdo para que el ron venezolano en su totalidad se distinguiera de todos los demás del mundo”, cuenta Magallanes jubiloso. Y lograr la Denominación en 2003 no sólo ha permitido ponerle el sellito a las botellas de las nueve marcas o darles más confianza a los españoles e italianos que tenían sus dudas sobre el ron criollo.
Hace cinco años las empresas que ostentan la medalla crearon el Fondo de Promoción del Ron de Venezuela con dos objetivos concretísimos: afianzar la imagen de esta bebida tanto nacional como internacionalmente y asegurar los insumos para que, ante cualquier crecimiento de exportación o de consumo interno, se tenga la suficiente cantidad de materia prima nacional para satisfacer la demanda.
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Es la más bella, sí. La que mejor baila y la más fotogénica. Hay un certificado que lo dice y todo. Pero igual el venezolano le es infiel de manera descarada. Más o menos esa es la analogía que dibuja Henrique Vollmer, el entonces Director de Ventas Corporativo de Santa Teresa para ese momento. No importa que el ron criollo se haya colocado en el mercado mundial como uno de los más prestigiosos y de mayor calidad o que haya ganado medallas de oro y concursos en Estados Unidos y Europa. Tampoco importa que sea la única bebida alcohólica masiva que se produzca íntegramente dentro de las fronteras. Históricamente, el venezolano le ha sacado el cuerpo a su ron y lo ha traicionado hasta más no poder.
Por eso la gente pide con orgullo un whisky doce años pero esconde el ron cuando lo toma en público. Por eso los mesoneros están entrenados para llevar la botella de escocés a la mesa y servirlo allí, mientras que la de ron no sale de la cocina. Por eso en cualquier matrimonio o evento social el destilado británico es abiertamente bebido, mientras que el criollo siempre está de incógnito. Por eso en el pasado siempre que subía el precio del barril de petróleo, bajaba el consumo de ron: mientras más dinero fluía en la sociedad venezolana, más infidelidad había hacia la bebida nacional.
El historiador y gastrónomo José Rafael Lovera aclara, en primer lugar, que hasta donde él sabe no se ha hecho todavía una investigación cuantitativa al respecto. Dice que pueden ser varios factores los que explican tal montadera de cachos. “El efecto rentístico de nuestra economía de hidrocarburos; el prestigio de lo foráneo, reforzado por fuertes campañas publicitarias; el precio y la graduación alcohólica baja, muy competitivos, de la cerveza y el hecho de que sólo en tiempos recientes se ha instrumentado una producción y difusión de rones premium y también saborizados”.
Vollmer, por su lado, también achacaba esa deslealtad a la percepción que ha tenido el venezolano del ron como un producto de segundo nivel, algo de menor calidad. Los mismos tiros que dispara Rosanna Di Turi. “En general ha existido mucho desconocimiento en el país acerca de cómo se hace el ron, de lo que implica ese proceso e incluso de que tiene una Denominación de Origen. Y la impresión generalizada ha sido que esa es una bebida que se toma con Coca-Cola cuando uno es joven y después, cuando empieza a tener más dinero, se pasa al whisky”.
Pero las cosas, al parecer, han venido cambiando. Vollmer se afinca en el simbolismo de llevar la botella a la mesa y dice que hay muchos locales y restaurantes que ahora sí sirven el ron en presencia del cliente. Compartió también que el mensaje que han intentado llevar por el país es que su producto tiene la misma excelencia que otras bebidas importadas, pues pasa por procesos similares y tiene los mismos estándares de calidad. Para eso han utilizado su propia “Santa Cruzada”: las catas. “Apenas prueban el 1796 y el Bicentenario abren los ojos a una realidad que ni imaginaban”, cuenta Vollmer. Y dice que, afortunadamente, ellos no son los únicos produciendo rones premium y ultrapremium y que tampoco están solos en sus labores de concientización.
Di Turi también celebra que el viejo prejuicio que tachaba a la bebida nacional de “chimba” ya esté desapareciendo. “Eso está cambiando porque la gente comienza a entender que allí hay un producto de calidad. Creo que no sólo ocurre con el ron. También está sucediendo con muchas de las cosas que tenemos en el país”.
Tanto ha mejorado la cosa, dicen algunos, que el consumo interno de whisky y ron en el país está parejo: alrededor de dos millones de cajas anuales. Pero Néstor Ortega, el maestro ronero, deja esos pragmatismos a un lado y dice que no se trata de sustituir al escocés ni de competir por su mercado. Se trata, sentencia lapidario, de crear cultura de ron.
Que trascienda el vaso
Sergio Arango es un aficionado más del ron venezolano. Declara su amor por él y dice que cuando está en la cocina nunca falta. Pero el chef larense no se lo bebe: prefiere servirlo en el plato que en el vaso.
En eso anda con su esposa Norah Muñoz, quien también es chef, desde que la gente de Destilerías Unidas los que manejan Ron Diplomático le propuso crear un menú completo utilizando los rones de la empresa en todos sus platos.
Ha reinventado varias recetas criollas para adaptarlas al destilado proveniente de la caña de azúcar. “El paladar del venezolano está muy acostumbrado a mezclar lo dulce y lo salado en un mismo plato; y cuando tú cocinas con ron siempre vas a tener de fondo ese recuerdo del melado y el papelón. Eso está en todos nosotros, en todos los venezolanos. Es una pedrada al piso, como quien dice”, asegura la cocinera.
Tan fácil que cualquiera lo puede hacer. “Si tú ves que hay un licor en la receta, ese se puede reemplazar por ron sin ningún riesgo de dañar la preparación. Eso sí, hay que probar todos los rones para conocer el sabor que tienen y saber cuál se debe añadir, porque tenemos una riqueza enorme”.
Con esa filosofía, el chef ha inventado decenas de platos. Entre ellos: corbullón de mero con ron de coco; vuelve a la vida con Diplomático blanco; lechal en una salsa hecha a base de ron Diplomático y guiso criollo; chorizos de chivo marinados en Diplomático Reserva Exclusiva; asado negro con Diplomático añejo o crema de auyama con mandarina confitada en ron.
El último consejo del chef: “¡Que no se caiga ni una gota al suelo!”.
AFP PHOTO/FEDERICO PARRA]]>