Sin embargo, en otros importantes colegios privados, la migración también juega al escondite y ha erosionado salones alguna vez repletos y hasta con listas de espera. En el colegio Institutos Educaciones Asociados —conocido como El Peñón—, la nómina habitual de kínder, primaria y secundaria rebosaba los 1.500 alumnos; pero en julio pasado se situó en 1.300, según una fuente interna. Los 150 estudiantes que se fueron —los otros 50 forman parte de la oscilación habitual— no lo hicieron porque no podían costear la matrícula u otra causa sino porque sus familias emigraron del país. Además, hay una gran rotación de docentes —el porcentaje de maestros que se marchan cada año aumentó a 20%, cuando generalmente no pasaba de 15%.
Como norma general, las autoridades de los colegios privados no ventilan públicamente estos datos: es lógico que no estén abiertas a admitir que su número de alumnos ha bajado. Directores y otros empleados de prestigiosas instituciones, como San Ignacio de Loyola, Los Arcos, Instituto Andes, Agustiniano Cristo Rey (Santa Mónica) o Academia Merici, rechazaron o no contestaron invitaciones a conversar sobre el tema para este reportaje. María Teresa Curiel, presidenta de la Cámara Venezolana de la Educación Privada, tampoco contestó a una solicitud que se le hizo para que comentara sobre la deserción por razones migratorias. Aquí y allá, sin embargo, gotean los datos y testimonios de una realidad inocultable: aulas que se vacían, familias que buscan mejores destinos para sus hijos. “El tema ha adquirido una magnitud importante en la cotidianidad del colegio, sin ninguna duda. Se reciben cartas de despedida y agradecimiento de representantes que aclaran que no retiran a sus hijos del colegio por alguna queja o inconformidad, sino porque se marchan del país. Se ha vuelto impresionante el número de próximos bachilleres que, a la hora de elaborar sus perfiles vocacionales, expresan que quieren estudiar fuera. Antes los muchachos estaban como locos por quedar en las universidades venezolanas tradicionales, pero eso ya no ocurre. El país está perdiendo a sus futuros profesionales”, señala una docente del colegio Santiago de León de Caracas —La Floresta— que prefiere mantener su nombre en reserva. Del colegio Champagnat, en Caurimare, se habrían retirado más de 100 muchachos. En el Agustiniano Cristo Rey de Santa Mónica se eliminó una de las secciones del cuarto año de bachillerato. En el Cristo Rey de Altamira, la deserción habría sido equivalente a la de un salón de clases completo. En el San Ignacio de Loyola, al parecer, la cifra de familias que abandonaron la comunidad asciende a más de 40. Entre ellas hubo el caso de una madre que recibió asilo político en Estados Unidos, lo que le impedía regresar a Venezuela. Su hijo no pudo acudir a su graduación como bachiller, mucho menos dejar que sus compañeros le firmaran con marcador grueso la chemise de color beige.
Adaptación o sufrimiento
Mientras en este comienzo de año hay niños que extrañan las caras de sus amiguitos, o adolescentes despechados por un primer amor a un océano de distancia, el fenómeno migratorio tiene un envés: pequeños venezolanos que se adaptan a realidades educativas totalmente diferentes en otros rincones del mundo.
Algunos lo consiguen más rápido. Valeria, una caraqueña de 7 años, pudo ingresar a un colegio público de categoría “A” en la zona de Doral (Miami), donde estudia junto a otros niños de origen venezolano, además de colombianos, brasileños o argentinos. “No ha llorado ni un solo día desde que llegamos, aunque también ayudó que nunca fue una niña demasiado compinchera en Venezuela. En el colegio se preocupan con especial énfasis en que la adaptación de migrantes sea lo menos traumática posible, y una norma que se cumple de manera casi sagrada es que una sección jamás excede los 20 o 22 niños. Nunca ocurre el hacinamiento que sufrimos en Caracas. Si tu chama llega de manera puntual todos los días, es aplicada en las clases y se porta bien, todos los viernes puede sacar un regalo de un ‘cofre del tesoro’ ubicado en el salón. El uniforme existe, pero permite que el niño exprese su personalidad: Valeria puede ir con los zapatos que quiera o las uñas pintadas. Lo único complicado ha sido seguir hablando el español y aprender inglés al mismo tiempo, y confundir los sonidos de las vocales en ambos idiomas”, explica desde Estados Unidos su mamá.
“El que se va es el que sufre más, no el que se queda”, deja claro la psicóloga infantil María del Carmen Míguez. “Por muy mal que esté todo en Venezuela, para el que permanece en su país no hay mayor cambio, siempre que su círculo fundamental se mantenga estable. Los amigos de la escuela, de manera natural, varían: se aleja uno, se acercan a otros, te integras a un grupo diferente. Pero sucede mucho en nuestro país, y no solo entre los niños, que el que se queda tiende a idealizar al que se va. Se marcha a un lugar maravilloso, donde todo es felicidad y belleza. El que se queda, se queda en lo malo. Y eso no siempre es así. Al que emigra le toca adaptarse a nueva escuela, nuevos compañeros, nueva ciudad, nueva realidad. Está en desventaja desde el punto de vista emocional porque debe reconstruir su mundo”, sostiene la especialista. “Tuve un caso importante en el año escolar pasado de una niña cuya familia se marchaba a Alemania, lo que implicaba un cambio fuerte, además del idioma”, relata otra psicóloga infantil, Gladys García. “Le generó mucho estrés, sobre todo en el tercer lapso, cuando ya la salida de Venezuela era inminente: pesadillas, mucho llanto, insomnio y bajo rendimiento escolar. Hubo que trabajar en un proceso de anticipación de lo que la muchachita iba a vivir allá. Incluso le dejé mi contacto a la mamá para hacer seguimiento del proceso después del viaje. Mientras la cultura receptora sea más diferente a la de Venezuela, por ejemplo en el idioma, en general la incertidumbre del niño es mayor. Por supuesto, este estrés no se presenta en todos los casos: otros pequeños lo asumen positivamente como una novedad”.
La misma realidad adulta
García relata otro caso surgido a partir de la planificación del horario escolar. “Me colocó ‘tres horas’ en un apartado denominado ‘comprar’. Cuando la interrogué acerca de qué era lo que le tomaba tanto tiempo comprar, me explicó que eso era lo que le tomaba a sus padres buscar diariamente los productos básicos que no se consiguen”. La familia en cuestión no tenía la posibilidad de apartar a la niña del peregrinar de cola en cola. Pero, además la psicóloga indica que han aumentado los casos remitidos por el tema migratorio y la situación del país en general.
“Los padres tienen los mismos temores y preocupaciones que sus hijos ante el futuro. Algunos se marchan del país con mucha anticipación y planificación, y otros prácticamente de un día para otro. Hubo un padre que me dijo: ‘la niña tiene la oportunidad de irse a Inglaterra, si sale, nos vamos de inmediato’”, recuerda Gladys García. Según Míguez, los casos de adolescentes son problemas de adaptación en otros países son más usuales, pero “a esa edad, que te vaya mal no es grave. Tienes tiempo para probar. Pero los padres lo viven como una cosa muy grande, más que los mismos muchachos. Sienten una necesidad enorme de que sus hijos se vayan y sean exitosos afuera”. La sicóloga García recomienda, como norma general, “que el niño sepa lo más posible qué es lo encontrará en su nuevo destino: mientras más información, menos ansiedad. Para el que se queda y pierde a un amiguito importante, hay que trabajar dando un cierre: compartir de nuevo todo aquello bueno que se pudo vivir durante unos años, revivir esos recuerdos significativos. Un cambio siempre genera cierta resistencia, pero a la larga puede ser positivo. Al fin y al cabo la vida se trata de eso: cambios, crisis y transiciones”. Ambas especialistas recomiendan, en cualquier caso, no hacer como Guido Orefice en La vida es bella. Aconsejan ir introduciendo poco a poco a los niños que se quedan en los problemas políticos y económicos de Venezuela. “Son naturalmente inteligentes. Hay que ayudarles a desarrollar un pensamiento abstracto y complejo, sin caer en respuestas emocionales al estilo: ‘Nosotros somos los buenos, ellos los malos’, o ‘el Presidente es un perro que quiere que nos muramos de hambre’”, dice Míguez. “Es importante no subestimar a los niños. Están empapados de lo que ocurre. Hay que hablar en familia de las colas o el desabastecimiento, darles espacio para que desahoguen sus inquietudes y escuchar lo que opinan”, sugiere García. Algo para tomar en cuenta cuando algún hijo pregunte por qué ahora conversar con sus mejores amigos debe ser por Skype.