Investigación

Comer las sobras que dejan los colectivos en Catia

No compra primero quien haya llegado primero a la fila. Catia está a merced de los colectivos. No necesitan mediar palabra. Su indumentaria basta para advertir a los consumidores de su presencia, de que deben callar y echarse para atrás cada vez que algún amigo de un grupo armado o bachaquero llegue a reclamar un lugar

Composición fotográfica: Ainhoa Salas
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Visten de negro: chaquetas y gorras negras, bolso terciado negro. Rara vez andan a pie. Llegan en motos de diversa cilindrada, algunas lujosas; otras no tanto; y no les falta un walkie talkie colgado al cinturón, utilizan camisas con ojos de Chávez o alusivas al Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). Solo eso necesitan para imponer su ley: dejarse reconocer.

Los colectivos en Catia y el 23 de Enero se tomaron para sí la responsabilidad en la distribución de los alimentos, para pena de los habitantes de esos sectores que presencian en silencio el desmadre. “Aquí el que hace la cola legal no compra. Hay que venir con las tetas operadas y el culo puesto para gustarle al del colectivo, o pasarles platica por debajo de cuerda, a ellos o a la policía para que te dejen entrar”, afirma Flor Gómez, en las adyacencias del Central Madeirense ubicado en La Laguna de Catia.

Gómez se aferra a un murito. Por más sol que haya, quienes hacen cola en ese establecimiento se quedan pegados a la pared. Es la norma implícita. La única garantía de conservar el puesto. Allí con una mano se toca el muro y con la otra se agarra un pedazo de cartón para abanicar el calor. “Esos no van ahí. ¡Para afuera!”, grita una mujer, mientras la rodea un corrillo de muchas otras mujeres. Embarazadas, ancianas o con alguna discapacidad asisten al espectáculo propiciado por quienes se supone están impartiendo el orden. “Los colectivos apoyan la sinvergüenzura. Ellos pasan a su gente, a sus bachaqueros. Son malandros vestidos de colectivos, y mientras tanto uno se cala el solazo”, agrega Gómez, cansada, tras más de cinco horas de cola y todavía lejos del papel tualé y la pasta que vendían ese día en el supermercado.

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En Propatria, Andreina Rico hace otra cola. Esta vez por el pan; pero todavía le queda la marca en el antebrazo de la fila que hizo la madrugada anterior: 252. La empezó a hacer a las 2:00 am y doce horas después tuvo que irse con las manos vacías. “Supuestamente repartieron 400 combos, yo no entiendo por qué si yo tenía ese número no compré nada”, se pierde en la incógnita. Luego de la queja describe el nuevo modus operandi del colectivo de su sector. Unos hombres con las siglas FMS grabadas en sus gorras. “De la esquina del centro comercial, hasta la estación del Metro de Propatria esto pertenece a los colectivos, que ahora lo que hacen es tomarte fotos mientras estás en la cola. Si por alguna razón no estabas en tu sitio cuando ellos pasaron, pierdes el puesto, o si en la foto sale un carro detrás de ti y cuando ellos vuelven a pasar no ven el carro, te mandan a quitarte porque entonces ese no era tu lugar. ¿Es justo eso? No lo es”, ella misma se responde. Nadie se les enfrenta, no porque no quieran, sino porque no pueden: “Están armados. Te amedrentan. Si a uno le caes mal o les respondes cualquier cosa no te dejan entrar a comprar. Nada más porque a ellos les dio la gana”.

La cola no es homogénea, dentro de ella conviven muchos micromundos: bachaqueros, colectivos, malandros, y quienes simplemente buscan lo que sea para alimentar a su familia, así no lo necesiten. La psicólogo social Yorelis Acosta subraya que hay grupos que buscan sacar una tajada de la crisis y con ello refuerzan las distorsiones porque lo que hay no es suficiente para paliar las necesidades de todas esos sectores: “La exposición al peligro es mayor, porque los grupos violentos han afinado sus formas de organización, apelan a la anarquía y se imponen por la fuerza. El oportunismo se ha reforzado”.

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Hasta la pistola

En Catia ya saben lo que los colectivos son capaces de hacer. El 27 de abril, su intento por saquear un camión cargado con harina terminó en un enfrentamiento con la Policía Nacional Bolivariana (PNB). Hubo disparos, bombas lacrimógenas y los comerciantes bajaron sus santamarías. Después de eso, el Bulevar de Catia quedó tomado por la Guardia Nacional y la PNB asumió un rol más activo en la vigilancia de las colas, que se diluyó al mismo ritmo que el poder adquisitivo del venezolano.

José Quintero, de la asociación civil Procatia, denuncia que hasta en los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) estos grupos armados meten la cuchara. “El consejo comunal hace el registro, pero cuando llega la comida son los colectivos quienes las entregan. Llegan supuestamente a organizar las colas, pero cuando hay algún producto regulado meten a los de ellos. En las colas les ves hasta la pistola, así sea en un abasto de los chinos”.

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En El Amparo tampoco se consigue nada. Pueden comprar en Mercal cada 21 días, pero lo que llega apenas les rinde para unas pocas horas. Ana Becerra, vecina de la zona, asegura que allí cerró un abasto por la presión del colectivo. “Un día me paré a hacer la cola y de repente llegaron como 20 motorizados ‘Aquí nadie compra si no tienen el terminal de cédula que corresponde’, dijeron. Se bajaron todos, fueron los primeros en comprar y se fueron”. El último guarismo de la cédula también sirve para intimidar. Para poder comprar, Becerra reconoce que ha tenido que ceder ante otro de los negocios conexos a la escasez: compró un puesto en una fila por 1.000 bolívares. “Eso pasa en todas partes”, se escuda.

“El CLAP es una figura que promueve el apartheid alimentario, es inconstitucional y discriminatoria por su composición. Peor cuando se le atribuyen funciones de orden público que, de acuerdo con la Constitución, son exclusivas de la policía civil”, asevera Inti Rodríguez, coordinador de investigación de Provea. Fueron los colectivos quienes haciendo uso de esta atribución disolvieron la protesta por escasez de alimentos realizada en la avenida Fuerzas Armadas el pasado 2 de junio. Con armas a la vista de la PNB y la GNB. “Son un factor que detona más violencia, y empujan un escenario mayor de conflictividad. Estamos viendo un estallido social por cuenta gotas”, advierte Rodríguez.

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Sin bachaqueros en el 23

En Catia a mucha gente todavía no le llega su bolsa de comida. “No recibimos ni las sobras. Aquí se sigue viviendo del bachaqueo o de lo que uno puede conseguir”, afirma Héctor Vizcaya de la Asamblea de Ciudadanos de Nueva Caracas que, aun cuando es una organización del poder popular, no tiene ninguna participación en los CLAP.

Una cola después de las 8:00 am ya no vale la pena hacerla. “Te jodiste a menos que compres el puesto”, dice Quintero. Cada uno de los que pasa la noche marcando un puesto en la fila se multiplica por diez, en la medida chiquita. Una mujer que prefiere el anonimato dice que en su urbanización, Francisco de Miranda, en Propatria, ni siquiera se han organizado. “Somos la clase media. Media pendeja. Estamos pasando hambre. He perdido un poco ‘e kilos”, reclama.

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Pero el bachaqueo no llega hasta el 23 de Enero. Ahí ya se resignaron con los CLAP y lo poco o mucho que traiga la bolsa que reparten cada 15 días. En los comercios de esa parroquia no compra nadie que no tenga una carta de residencia firmada por el comité o por un consejo comunal. Carmen García lo resume frente a la entrada de La Piedrita: “Aquí quienes mandan son los tupamierda. Los bachaqueros saben que no pueden meterse acá porque los sacan a plomo. Los de los colectivos compran adelante no importa que tan temprano hayas llegado y a nosotros si acaso nos queda el sobra’o y si no compraste a llorar pa’l valle”.

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