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Mi adicción a la coca: esa espiral mortal

Aquí el testimonio de un drogadicto que gustó de la cocaína, benzodiacepinas, codeína y afines. En su crisol alucinógeno muchas sustancias dieron vueltas. Por poco no la cuenta. Escarbar en su memoria los tormentos de la adicción le ha permitido —sin resacas ni dolores de cabeza, sin terapias intensivas— embarcarse en otro viaje: el de la conciencia y sobriedad

Texto: José Antonio Parra | Composición fotográfica: Andrea Tosta
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Cuando se es adicto no hay forma de parar cuando se está en consumo activo. La voracidad no puede ser detenida a pesar de saber el riesgo, aun sabiendo que en el próximo minuto el corazón podría explotar o simplemente detenerse. El riesgo y las consecuencias del próximo “pase” —sí, el pellizquito de coca— o del siguiente “pincho”, la inyección al viaje, o de la próxima “pepa” son secundarios. Siempre hay lugar para elevar la apuesta. Siempre hay lugar para un poco más. Nunca es suficiente.

Así eran mis noches ilimitadas del año 2013, justo antes de aceptar que había colapsado y de que se me cerraran todas las opciones. Pronto me quedaría sin dinero y reducido a un cuchitril. Esos tiempos eran una continuidad alucinada cuya rutina se basaba en amanecer a cualquier hora del día y limpiar lo que quedaba de mis fosas nasales, sangrantes y supurantes. Tomar un poco de agua de chorro. Conseguir algo de dinero prestado e ir a “controlar”: la transacción que, aunque odiosa, resuelve la ansiedad. Mi menú era básicamente cocaína, marihuana transgénica, benzodiacepinas y cigarrillos.

La ciudad era una sucesión de flashes. Compraba drogas. Iba corriendo al baño de un centro comercial próximo y entonces venían los primeros “pases”. El sabor se volvía químico y el tiempo transcurría agreste. En las noches consumía solitario en mi habitación y me daba por llamar a gente desde mi celular. Me había quedado virtualmente solo. Llamaba y llamaba a cualquiera que tuviera en mi libreta porque necesitaba hablar. No había nadie, solo un cuarto destartalado en un vecindario destartalado en una nación destartalada. Ya para ese momento había convulsionado en la calle. Los días pasaban y la dinámica era indetenible. Repetible.

Me acuerdo en la oficina de un famoso editor. Preguntaba sobresaltado qué me pasaba, dado que casi no podía hablar por haberme ido “empastillado” a la reunión de pauta. También un día de julio de 2013 mi ex me comentó que los vecinos le habían dicho que salí desnudo a la calle. No recuerdo nada. En ese punto ella me dijo que había que ir a un psiquiátrico. Acepté. Al menos en un psiquiátrico me tendrían “empastillado”.

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II

El adicto nace. Ese es un hecho dado que el mal de la adicción tiene un componente genético. Según cifras de la Organización de Naciones Unidas (ONU), esta enfermedad la adolece alrededor del 3,5% de la población mundial. En mi caso, mis primeros intentos por conseguir la droga se remontan a la infancia. Entonces, me identificaba con los referentes estéticos del consumo. Palabras como mándrax y marihuana resonaban en mi infantil mente. Muy pronto inhalé gasolina, quizá a la edad de 11 y 12 años. Luego en mi juventud me encompinché con una vecina que tenía exactamente las mismas inquietudes que yo: las drogas. Comenzamos a reunirnos una y otra tarde durante los ochenta. Ella tenía un libro cuyo título invitaba: Cómo drogarse con recetas caseras. De ese modo iniciamos todas las experimentaciones del texto: fumamos conchas de cambur y hasta telarañas. Nada nos hizo efecto. Luego yo le dije que estaba seguro de que la pega de zapatero no fallaría. Así iniciamos el camino de los inhalantes en pareja y fuimos descubriendo la técnica por ensayo y error. Por ejemplo: dar rítmicamente vuelta a la lata mientras el vapor atravesaba los conductos respiratorios y el mundo real se disolvía en un universo psicodélico y desquiciante.

Por esos días supe que algo no andaba bien conmigo puesto que luego de una “nota de pega” no podía regresar al mundo real. En otra oportunidad, esa atmósfera psicodélica tuvo connotaciones idílicas cuando mi amiga y yo íbamos en el auto y quedamos atrapados en un congestionamiento de la ciudad de Caracas. No tuvimos mejor idea que pasar las aburridas horas del embotellamiento que idos. Sí, fuimos a una ferretería y compramos un par de latas para oler. En efecto así hicimos y la cola fue pasando mientras los vidrios se empañaban al ritmo de Pink Floyd —a quienes veíamos con nosotros dentro del auto.

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Durante los años noventa se produjo mi escalada. Subí de peldaños: de la pega y marihuana a la cocaína y la codeína —amén de consumos que yo no consideraba dañinos puesto que eran aceptados: las benzodiacepinas. El adicto no está consciente ni de que tiene un problema ni de que consume drogas. Ese era mi caso, al igual que el de una profesional de la salud a la que conocí años después y que no consideraba que tenía un problema porque ella consumía algo legal y que estaba en su trabajo: el propofol. Los rostros y los roles cambian, pero la enfermedad es la misma. No solo es el joven escritor psicodélico, sino también el ama de casa que toma la poción naturista que la enciende hasta besar la piel del cielo. Es también el hombre acaudalado que queda en coma luego de una ingesta masiva de alcohol o el dealer de clase media que fallece en un automóvil mientras se “pincha”. Es también el deportista extremo que se lanza en paracaídas bajo los efectos de la heroína. Es también el letrero que permanecía hasta hace algún tiempo en un árbol de un psiquiátrico caraqueño con el nombre de “Susy”, una hermosa joven de 19 años que un buen día huyó de un rehab y, mientras celebraba estar de nuevo en la calle, falleció en un automóvil por un “pincho” que no pudo resistir.

Según cifras de la ONU, en el año 2013, murieron de 187 mil personas en el mundo producto de la ingesta de narcóticos ilegales —en cuanto a las sustancias legales la cosa no es más alentadora. De acuerdo a la Organización Mundial para la Salud (OMS), el cigarrillo mata a seis millones de personas al año y el alcohol a 3,3 millones.

Tal era mi morbo que incluso llegué a tener una enciclopedia de la psicodelia. Heterodoxa, en varias ocasiones me llevó a la psicosis por experimentar con moléculas insólitas. La irrupción de los jarabes para la tos en los noventa me permitió agravar el cuadro. Ingería simultáneamente cocaína —inhalada y fumada— y codeína en forma de jarabe. Nada importaba. El dinero se escabullía y todo se complicaba puesto que mi familia —en estado de negación de mi patología— me permitía vivir en mi habitación. Muchas veces es requerimiento en el camino de la solución que la familia ponga al adicto en la calle de modo que éste toque fondo y pida la ayuda, si no, seguirá el consumo ilimitado hasta el desenlace trágico. Yo mismo, cuando llegaba al punto en que no me hacían tanto efecto la cocaína y la codeína por causa de la tolerancia, recurría a la pega; la droga más potente y que es literalmente una lija para el cerebro. Los noventas eran tardes ilimitadas al ritmo de la banda Cocteau Twins, mientras fumaba cigarrillos y tomaba jarabes.

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Tras una y otra caída, empecé mi recorrido por las ofertas de tratamientos engañosos. Cada vez que iba a un nuevo doctor tenía una solapada emoción por la expectativa de ser medicado con nuevos fármacos. En este sentido me volví un ávido “investigador y experimentador” de toda la farmacopea. Me medicaba. Así llegué eventualmente al dextrometorfano, es un fármaco antitusígeno muy común en los remedios para el resfriado. Sin embargo, en dosis altas “está clasificado como un alucinógeno, tiene efectos similares a agentes alucinógenos disociativos como la ketamina y la fenciclidina”. Con él alcancé el estado de locura total. Viví la experiencia estereoscópica o superposición de planos temporales y espaciales en uno.

III

Hay también otra faceta que es potencialmente mortal en la adicción: la compra de la droga en los barrios marginales. Esa es una rutina que puede ocurrir incluso a altas horas de la noche, sin importar ningún peligro. Una vez me sujetaron varios hombres a las dos de la mañana en un peligroso barrio y salí ileso, hasta con mis pertenencias intactas. Un milagro irrepetible.

Los adictos se junten en parejas para consumir. Tuve varias novias con las que en lugar de ir al cine, íbamos a “controlar”. Quizá el caso más dramático fue el que viví con una glamorosa chica con la que anduve y con quien emprendí un tour por Venezuela sin ningún tipo de plan preciso, solo bajo la impronta del consumo. Yo terminé al borde de la locura y ella hospitalizada en un psiquiátrico… ella veía cientos y cientos de helicópteros que la perseguían.

Por primera vez tuve un atisbo de duda, la idea de que tenía un problema inmenso. Me cayó la locha en 2005, cuando me desperté en una sala de terapia intensiva luego de una potente sobredosis. Hacía intentos de mantenerme limpio por mí mismo, pero es muy difícil sin el andamiaje de un tratamiento real. Pasaba una y otra vez por los “monos” o síndrome de abstinencia de codeína, que implican varias semanas de insomnio, nauseas, vómitos, alucinaciones y un horrendo malestar. La vida se me había convertido en un intento tras otro por tratar enrumbarme, pero siempre con aparatosas caídas.

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Esa máquina intensa de la adicción me subió y me bajó y me lanzó contra las paredes y los techos hasta julio del 2013. Acorralado, no hubo sino la opción de ir a un psiquiátrico a hacer el detox y luego de ahí tuve que ir directo a rehab, en Fundación Proyecto Harmonía. Estoy seguro de que si me hubieran dejado unos días de margen entre el detox y el rehab hubiera recaído de nuevo —a pesar de mis débiles promesas de no volverlo a hacer. En el rehab estuve nueve meses y medio. Hoy ya voy para los tres años de sobriedad. Igual la enfermedad embiste y su tendencia natural es hacia la recaída.

Los expertos sostienen que solo un estimado del 10% de los que ingresan a centros tipo Comunidad Terapéutica se recupera. Sin embargo, la perspectiva mejora al culminar la internación en el sentido de que de los egresados, un aproximado de 30%, se mantienen sobrios de por vida y otro 30% tiene una recaída puntual y después se retoma.

En Venezuela hay instituciones que ofrecen diversas modalidades de tratamiento. En los centros privados, varían los esquemas y el índice de costos. Los principales y de mayor seriedad son Fundación Proyecto Harmonía, Hogares Claret, el Centro Terapéutico Horizonte Azul, Hogares Crea y Fundación Humana. El Estado, en modalidad gratuita, ofrece a través Fundaribas varias opciones. Adicionalmente, hay grupos de Narcóticos Anónimos y de Alcohólicos Anónimos.

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