Elisa frente a sus alumnos, unos chamitos de chemises blancas, manchadas de tiza y creyón, que evidencian la batalla con Palmer y Baldor, no habla de la prodigalidad creativa de Mozart, tampoco de las tribulaciones románticas de Shumann y menos de las penas por el “pecado nefando” de Tchaikovky en tiempos de tortura y represión. Sin embargo, entiende y transmite el sentido histórico de Beethoven —su compositor de culto y prosternación— y, por supuesto, la trascendencia de la música. De su lenguaje inefable, de su problema de semanticidad y de su arrobamiento capaz de esclavizar o amansar las pasiones más torrenciales. Los conceptos, como inasibles las notas, poco le importan. Desde que marcara sus pinitos —en su timorata infancia, haciendo gorjear con la boca, con el aliento de su pecho, al viril clarinete— hasta hoy, con la batuta que le escamoteó a algún varón, ha puesto en práctica lo que alguna vez señalara el filósofo y musicólogo francés Vladimir Jankelevitch: “es que la música no existe en sí, sino únicamente mientras se ejecuta o se la hace sonar”. Acaso por eso, graciosa, con sus ojos azul mediterráneo, se para dándole la espalda a las miradas que la escrutan, pero dando la cara sin altivez ni hosquedad a cornos, trombones, violines, violas y chelos. Y, en ese vaivén que desafía, que se aparea con otros alientos, teje meneos y gestos tan seductores como autoritarios para que sus músicos, ora de la Orquesta Municipal de Chacao, ora de la infantil, le saquen en el alma a los instrumentos. Elisa Vegas es, con tan sólo 27 años, henchida de ganas, el director de orquesta mujer, que no directora, más joven de la escena sonora de Venezuela.
Luego de casi una década en la dirección orquestal, hoy ve con antipatía y un poco de recato ese primer video que registró su florecimiento. Sus ropas, en exceso formales y púdicas —una falda larga por encima del tobillo y una camisa negra de encaje, siempre de mangas, porque las mangas la aseguran— arropaban su noviciado. Llegó a la labor gracias al azar. “Después de graduarme en conservatorio de clarinetista, participaba en unas clases de dirección de Rodolfo Saglimbeni como oyente. No obstante, hacía los trabajos y exámenes. En el ínterin, se abrió un curso con el maestro coreano Sung Kwak. Rodolfo mandó a sus pupilos a tomarlo. Y aunque yo no era uno de ellos, fui: sola. Tomé un autobús y me hospedé en un hotelito súper sencillo en el centro de la ciudad de Puerto La Cruz. Tenía 17 años”, pasa la hoja de la partitura y continúa: “Después de diversas pruebas, me seleccionó entre 70 y dirigí el concierto final”. Desde entonces, una chispa o un fogonazo se encendió. “Y me pregunté: ‘¿será que sirvo para esto?’”.
Se lo tomó en serio. “Porque soy una galla. Me he dedicado a los libros desde siempre. Mi oficio obliga a la disciplina y al estudio. Puedes tener talento, pero si no se cultiva, se pierde”, departe la dueña de este empecinamiento que la condujo no sólo a dirigir las orquestas Simón Bolívar, Municipal, la Gran Mariscal de Ayacucho y La Filarmónica Nacional, entre otras, sino que también la impelió a quemarse las pestañas en la escuela de Artes en la Universidad Central de Venezuela donde se graduó con un promedio de 18 puntos. A pesar de las teorías y explicaciones de eruditos que lee, para su labor y carrera, no abjura a la máxima de Aaron Copland: “para entender la música hay que escucharla”. Y en esa apreciación de corcheas, negras y redondas, de rapsodias, sinfonías y zarzuelas, por nombrar sólo algunos, supo que no era necesario devanarse la sesera, en cambio, sí, disfrutarla y, por qué no, perder en breves momenticos la chaveta. “Dejarse llevar. El milagro se da sólo cuando el espectador viaja a lugares indescriptibles. Dedicarse a esto concentra amor, conocimiento e ímprobo trabajo sobre lo que se va a tocar. El esfuerzo es lo que le da un sentido. Para que la magia sobrevuele es necesaria la audiencia —que debe estar cautiva”, pastorea sus ideas. Pero ¿Cómo lograr esa conexión con fanáticos y heterodoxos? “En los primeros minutos el director tiene que crear un lazo fraterno con la orquesta. De esa manera la gente lo sentirá. Y si trabajas con una todos los días, la responsabilidad es mayor, porque en teoría conoces a todos los integrantes. El director debe imprimirle una identidad, unidad y color a su equipo para que el espíritu se vincule con los ritmos y los instrumentos”, rumia los anhelos que ponen en evidencia su estilo, inscrito, según ella, en la escuela de Toscanini. “Cada movimiento que hago, más allá de que sea bonito o feo, masculino o femenino, debe tener un significado, debe influenciar el sonido. Puede ser sutil o fuerte, eso depende de lo que quiera”.
“…la música, como la existencia, sucede en el tiempo, es movimiento puro, fluir permanente. Nos seduce y se va sin que podamos retenerla”, Valentina Marulanda. El silencio de la música
Un germen salvador
El embelesamiento musical fecunda portentos. La flauta mágica de Mozart o la polémica 9na Sinfonía de Shostakóvich abren puertas de mundos fantásticos. Por momentos, las melodías navegan las aguas del Aqueronte y por otros traspasan las puertas de San Pedro. Donde hay una blanca o una semifusa, existe la posibilidad de lo sobrenatural, del cambio. Prueba irrefutable de eso es el Sistema Nacional de Orquesta, timoneado por Abreu. “Esa maravilla ocurre dentro nuestras fronteras y no se puede ignorar. Lo que no ha hecho Europa. Estamos en la punta del iceberg. El sistema descubrió una fórmula de refrescar la música clásica, de que tenga una naturaleza joven. ¿Cómo? Integrando a niños y adolescentes. Cada uno de ellos es una semillita —que se enraíza y va contagiando con un buen germen a quienes están a su alrededor. La música transforma a la sociedad. Sólo espero que cuando Abreu no esté, todos, quienes formamos parte de esto, hayamos entendido su legado. Que sepamos en dónde tenemos que estar, sin ventajas para que siga funcionando”, redacta su zalema, convencida de que la belleza en momentos de crisis prospera. “Creo que ante la adversidad, la gente se refugia en las artes. Porque libera y enriquece al alma. Es alimento y sustento. El teatro venezolano, por citar uno, en este momento, está gozando de auge. Al igual que la escritura. Hay una necesidad de decir cosas. Por eso el revuelo de novelistas, poetas y ensayistas. En ese sentido la crisis nos beneficia. Obliga a la reflexión y a la creación. Las mentes inquietas están produciendo”.
Luego del nacimiento del bel documento viene, sin embargo, la tarea más difícil: agrupar, como un pastor a las cabras, audiencias. Propalar el mensaje en el territorio fértil de la conciencia. Hacer bis del ejemplo. De allí el peso que cae sobre las espaldas de un director: enamorar a su público. “La manera que tiene la música académica de integrarse y, por consiguiente, de sobrevivir en este mundo pop, de vértigo y 2.0 es hacerla un género entre jóvenes. Ellos la convierten cercana y nueva. Dudamel, en su caso, hizo de su estilo una herramienta de seducción que atrae a inexpertos e interesados”, devela el secreto, la estrategia que le arrancará, pentagramas mediante, adeptos al prosaísmo violeto de Daddy Yanquee o al tongoneo impúdico de Miley Cyrus. Y remata: “ese es, sin dudas, el fin último de un director: crear seguidores de los conciertos. El propósito es que nos escuchen con encanto, que les llegue a la información”. Nadie duda de su poder, de su embrujo: si Orfeo dominó a las fieras con su lira y Anfión alzó los muros de Tebas con su canto, Elisa Vegas quebrará con sus redondas maneras paradigmas en el escenario. “Claro que hay mayor expectación cuando ven a una mujer dirigiendo. Siento que nos evalúan más. Pero eso no me intimida. Al contrario, saco provecho de mi feminidad. Lo sé, sé que los puedo conquistar”, hace el paripé.
Como su arte atañe al lenguaje de las emociones, meneó las gracias del bello sexo y sus dotes de hembras para flechar, entre acto y ensayo, al ritmo de los acordes de Leoncavallo, al barítono Gaspard Moleiro. Quien la desposó y prometió, dentro y fuera de su papel de Pagliaccio, su mejor interpretación, a su juicio de Elisa, amor eterno. Ella, por su parte, con las alianzas abdicaría a favor de la entrega y fidelidad, muy lejos de la traición de Nedda. “La ópera nos unió e hicimos de Venezuela nuestro hogar. Acá nos quedamos. Nos faltan muchas metas por alcanzar”, puntualiza. entre ellos, encausar los vientos, percusiones y cuerdas de las orquestas Juvenil de Caracas y Sinfónica Bolívar B y, finalmente, purificar el estilo con el que quiere que la vean y admiren. “Esa es mi búsqueda. La hallaré en tanto siga por el camino. En cuanto a cómo voy lucir. Aun no lo sé. No seguí el consejo que me dio mi tía Carolina Herrera: ponerme smoking en las galas y funciones. Me parece muy hombruno. Quizá me relaje, desnude un hombro y hasta me bata el pelo”, se ríe de sus picardías y entra en mutis justo en el momento en el que los niños sitian la sala para afinar oboes y fagots. En ese espacio brota al fin la protagonista de esta historia: “La otra voz, esa voz que el silencio nos deja escuchar”. Sí, se llama música.
En dedicatoria a mi amiga y primera editora: Valentina Marulanda. Oído virtuoso y pluma refinada.