A Jorge le gusta ir al colegio. Le interesa más aprender sobre matemática que sobre historia y no le gustan las tareas. Tiene 11 años y dice que este lunes, 18 de septiembre, empezará el quinto grado en la Escuela Estadal Eulalia Buroz, de Guarenas. Su abuela asegura que allí le darán el morral y los útiles. No hay certeza de nada, pero eso ha escuchado por ahí y de otro modo no habría forma de mandarlo a estudiar. En su casa no hay dinero para asegurarle la comida ni a él, ni a sus cuatro hermanos; mucho menos para comprarle los cuadernos.
Él tiene los ojos y cabello castaños, el tono de su piel es mucho más claro que el de su primo José, que también está con ellos este jueves 14 de septiembre cerca de la plaza La Castellana. Los tres están sentados en una acera, a la espera de la caridad de los transeúntes. Mientras el moreno devora las sobras de pasta de un envase de aluminio, Jorge se burla de él porque volvió a repetir tercer grado. También tiene 11 años. “Mijo, ya se acabó, bota eso”, le ordena la abuela pero él no la escucha. Jorge, en cambio, no come. Los acompaña porque no tiene más opción y solo espera regresar a la rutina escolar que, aunque sea, le entretiene. A veces, confiesa, va a clases sin comer. Prefiere eso a quedarse encerrado en casa.
Son muchos los factores que influyen en que este regreso a clases sea de los más lamentables de la última década en Venezuela. La crisis golpea bolsillos, neveras y morrales escolares y una evidencia clara de esto es esta cifra: el año pasado cerca de 10 mil estudiantes abandonaron las escuelas públicas de Miranda. Esto representa cerca del 8% de los alumnos de primaria y el 13% de los de bachillerato, según explica el secretario de educación de la gobernación de ese estado, Juan Maragall. De acuerdo con sus proyecciones serían 500 mil los niños y adolescentes de todo el país que migraron de la escuela pública a la calle este último año.
Letra con hambre no entra
“Si se vulnera la alimentación de un niño, éste no podrá aprender porque simplemente la letra con hambre no entra”, expresó la coordinadora del programa Educación para la Paz de Fe y Alegría, Luisa Pernalete, en una entrevista para El Nacional en días pasados. Con esto ella quiere advertir la gravedad del problema alimentario en la educación de los venezolanos. Solo de la red de Fe y Alegría el año pasado se retiraron 2 mil niños y las inasistencias aumentaron de forma alarmante. Las principales causas, dice Pernalete en conversación con Clímax, fueron precisamente la falta de alimento en planteles y hogares.
En febrero de este año trascendió el caso una adolescente de 16 años que se atrevió a denunciar la situación de su liceo (Benito Canónico de Guarenas) en el programa dominical del presidente Nicolás Maduro. Según contó frente a cámaras, el servicio de comedor gratuito había dejado de funcionar hace dos años y esta situación había perjudicado tanto a los estudiantes, que incluso algunos de sus compañeros llegaron a desmayarse por falta de comida. Este escenario se ha replicado en un sinfín de escuelas de todo el territorio nacional, ya que el hambre es una realidad en millones de hogares. Un dato que sostiene tal afirmación es que Venezuela registró hasta abril pasado 11,4% de desnutrición infantil, de acuerdo con estadísticas emanadas de un reporte de la organización Cáritas de Venezuela. El estudio incluye además que un porcentaje representativo de menores de cinco años que atravesaron una pérdida de peso de hasta el 60%. “Ya salimos de la situación de alarma a la de crisis”, puntualizó la nutricionista, experta en seguridad alimentaria de la entidad y encargada del informe, Susana Rafalli.
Por otro lado, el Programa de Alimentación Escolar (PAE) impulsado por el Gobierno prevé funcionar en 14 mil unidades educativas del país. Pero, “¿Y qué pasará con el resto?”, se pregunta Pernalete. Son cerca de 26 mil los centros educativos públicos de Venezuela.
En marzo de 2017 se realizó un censo en 510 escuelas mirandinas y de los 5.432 estudiantes de sexto grado que entrevistaron, 38% dijo que se acuesta a dormir con hambre y 74% tiene temor de quedarse sin comida en casa, refiere Juan Maragall en un artículo de su autoría. Ese estudio también reflejó que un 14% de las familias encuestadas dijo no enviar a sus hijos a la escuela cuando no han podido comer en casa para que ahorren energías. “El hambre y la escasez rompieron la rutina escolar y con ello el clima de aprendizaje y progreso necesarios”, afirma Maragall.
El transporte los aleja
La hija mayor de Isabel Heredia está por comenzar su último año de bachillerato en una escuela de Fe y Alegría del municipio marabino de San Francisco. Pero el alto costo del pasaje del transporte público le preocupa a la familia. Para la fecha, ya el mínimo se cobra en Bs. 500 y ella debe tomar dos buses para llegar hasta su liceo. Esto quiere decir que semanalmente la joven gastaría Bs. 10.000 solo para ir y regresar de su casa al plantel. Ésta es una suma importante para un matrimonio con dos hijos que alimentar y unos salarios que cada vez valen menos a causa de la inflación.
Este es un caso puntual pero es una realidad que, según explica Luisa Pernalete, se replica sobre todo en el interior del país donde no hay tantas facilidades de transporte como en la capital. La queja por los altos precios del pasaje se escucha desde el año pasado, pero estos últimos meses ha incrementado. La profesora ha concluido que es un problema que está afectando a más hogares de los que se pudiera pensar. “En el caso de los niños más pequeños hay que sumarle el pasaje del representante que los acompaña”, advierte.
Esta situación también afecta a los maestros, sugiere Maragall, consultado por Clímax. “Con los salarios que tienen muchas veces no pueden garantizar comprar su comida y pagar los pasajes. Hablamos de profesores que gastan 60% de su ingreso en pasaje y entonces el profesional se tiene que preguntar ¿voy a dar clase o compro comida?”, desliza el secretario de educación de Miranda.
Y precisamente este es el otro punto que afecta a la educación. El éxodo de profesionales calificados también llegó a los maestros. Luego de tantos esfuerzos de las familias por lograr que sus hijos continúen yendo a la escuela nada les garantiza que al llegar encuentren a un profesor esperándolos. De acuerdo con el reciente aumento impulsado por el Gobierno de Nicolás Maduro, un docente ganaría entre 500 y 777 mil bolívares de acuerdo con su grado de especialización, pero la canasta alimentaria se ubicó en Bs. 1.329.203,20 para julio de 2017, según Centro de Documentación y Análisis Social de la Federación Venezolana de Maestros (Cendas). Útiles nuevos son un lujo
Así como Jorge y su abuela, muchas familias y estudiantes se encuentran a la expectativa de que les entreguen el morral escolar que prometió el Gobierno para este regreso a clases. De no recibirlos hay un porcentaje importante que depende de donaciones para poder estudiar. En un año el precio de los materiales para la escuela aumentó un 1.000%. Con los uniformes la situación es la misma.
Para la fecha, un cuaderno puede costar Bs. 6.000, una caja de lápices Bs. 12.000 y una resma de papel Bs. 60.000. Para enfrentar este problema Yorman Pantoja, miembro directivo de la Federación Nacional de Sociedades de Padres y Representantes (Fenasopadres), explica que se está impulsando a nivel privado el reciclaje de útiles. “La solidaridad de todos es algo que hay que valorar”, completa Pernalete. Los grupos de apoyo, donación y reciclaje se han replicado por todo el país y esto es digno de mencionar.
Esa es la actitud que la coordinadora de Fe y Alegría busca replicar en todos los venezolanos. “No hay que quedarse solo en el foso del problema, todos podemos hacer algo”, expresa. Este contexto obliga al docente a reorganizar su rutina y reinventar las estrategias para atar al niño a la escuela. “Como maestros nos interesa que el niño reciba las clases, que la mamá lo mande. Hay que hacer lo posible para que no se queden en casa esperando que algo cambie”, añade.
Esto sin dejar de exigir al Estado que sea garante de que el derecho a la educación de los niños venezolanos. “Hay que obligar al Estado a que gaste a lo que hay que gastar porque los niños son prioridad absoluta, primero y por encima de los otros derechos”, concluye.