Teatro

El eterno retorno de Sócrates Serrano

“Siempre se vuelve al primer amor” decretaba Carlos Gardel y para Sócrates Serrano el florilegio del morocho del Abasto sirvió de vaticinio. En 1993, tras el fallecimiento de su padre, la pasión tuvo que abrirle paso a la obligación y el actor devenido psicólogo experimentó lo que, supuso, fue el final de su carrera actoral. Hoy, que la pausa se asume necesaria y que se ratifica su presencia y su éxito en las tablas, da cuenta del camino y las luces que marcaron su regreso

Texto: Johanna Morillo | Fotografías: Alejandro Cremades
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Toda historia tiene un comienzo y un fin. Fin que, según Friedrich Nietzsche, da inicio a un nuevo comienzo, uno donde los mismos acontecimientos se repiten. Es lo que se conoce como el eterno retorno. Para Sócrates Serrano todo culminó con una llamada que realizó hace más de 23 años a su maestro Juan Carlos Gené —quien en ese entonces había regresado a su natal Argentina. El costo emocional superó con creces el de la factura telefónica, monto seguramente considerable para la época, pues la conexión a larga distancia anunciaba su forzoso y prematuro retiro.
Sócrates se había formado en el Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral (CELCIT) y era miembro del Grupo Actoral 80 (GA80), ambos fundados por el director y dramaturgo argentino. Gené, además, le había ofrecido un papel en La conquista del polo sur, al que tuvo que renunciar en orden de aceptar la oferta laboral de un banco y así poder encarar las responsabilidades heredadas luego de la muerte de su padre. Un momento decisivo y emocionante que, al evocarse, aún aflige. “Fue un quiebre, lo viví así, con mucho dolor y tristeza. Fue una ruptura conmigo mismo” dice visiblemente conmovido al rememorar la incertidumbre que lo acongojó en su juventud.
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“Sabía que no iba a quedarme tranquilo, pero no tenía la madurez para entender que tenía que vivir muchas cosas para volver a los escenarios con seguridad”, confiesa. Aunque se acuerda a sí mismo como ingenuo y si se quiere inmaduro, el Sócrates apenas veinteañero asumió con gallardía y sin resentimiento el rol de “proveedor”, arquetipo que todavía lo define. Tuvo que ser así, pues el hijo menor, bendito entre sus tres hermanas, quedaba como el único hombre de la casa. “Sentí soledad, pero también sentí un mandato de tomar las riendas y asumir la responsabilidad de lo que estaba pasando en mi vida. Me sentí solo después, porque me di cuenta de que me hacía falta el viejo”. Todavía lo extraña, ya que dejó su huella innegable en él, antes y después de partir.
La influencia de sus padres es evidente. Su madre asturiana, una digna ama de casa que sacó una familia adelante, le transmitió el valor de la perseverancia; y su padre, periodista chileno, a ratos poeta, en otros orador y también pintor, fue el responsable de su identidad: Sócrates Aristóteles, lo llamó así para que nadie diera con ningún mote, sin sospechar la impronta que dejaría. El consejo de su padre, el humanista, no apuntalaba la filosofía, pero sí a la independencia y al pragmatismo. Lo estimulaba, en la medida de lo posible, a que fuera su propio jefe y, aunque celebraba su afición por la actuación, la recomendación fue que estudiara una profesión de respaldo.
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El puente
De vuelta al nombre y a su importancia, diversas teorías especulan que esta seña de identidad no solo asoma brevemente de dónde venimos, sino que también condiciona a dónde vamos. Quizá por ello no le quedó otra alternativa que fijar la mirada hacia dentro. Y en una suerte de profecía autocumplida, enrumbó su búsqueda hacia el interior del ser humano. Por lo mismo, estudió Psicología en la Universidad Central de Venezuela, para luego especializarse en Desarrollo Organizacional en la Universidad Católica Andrés Bello. Sócrates reconoce que, en un principio, el trabajo gerencial le sentó bien, puesto que se considera a sí mismo “rígido y estructurado”. Aunque finalmente terminó por agobiarlo, lo que lo llevó a trabajar como consultor independiente, creando su propio espacio productivo, siguiendo las sugerencias de su padre.
Su empresa Talentos en Acción (TEA) además de ser sustento, fue otra pieza clave en su historia. Cuando todavía era estudiante, su profesor de prácticas clínicas acertó al hablarle sobre el psicodrama: un enfoque de la psicología que utiliza la dramatización como herramienta. “El psicodrama sirve para recrear emociones que de alguna manera estimulan el conflicto, para confrontarlas y reencuadrarlas. Es decir, asumirlas desde otra perspectiva e infinitas posibilidades. Su valor terapéutico está en el impacto de materializar el elemento que en la psique pueda estar jugando un rol importante en una dificultad”, explica el actor. Lo que hizo Sócrates fue tomar técnicas del psicodrama para aplicarlas a las empresas en proceso de selección de personal.
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Luego de probar diferentes versiones instauró una metodología que a la postre se convirtió en una línea de negocio de TEA, como un servicio de diagnóstico para habilidades. Además, le funcionó para unir lo que en él había estado, hasta entonces, fragmentado y escindido. El psicodrama fue el puente que unió sus dos mitades y le devolvió la posibilidad de conectar la psicología y la actuación de una forma productiva. En un ámbito más personal, uno de los psicodramas más poderosos y reveladores fue el que lo ayudó a traer de vuelta al Sócrates sensible, una dimensión que había ocultado deliberadamente, por no corresponder al marco referencial de lo masculino y de lo socialmente bien visto. Afortunadamente, esa sesión le permitió apreciar la sensibilidad y la fragilidad como fortalezas y no como debilidades, algo que le vino bien al psicólogo y también al consultor, pero que en definitiva le era indispensable al actor.
Y lo consiguió, al punto que cualquier persona que lo conoce lo califica con el mismo adjetivo: “Sócrates es sensible”. En sus propias palabras es titánico, pero para su colega la psicóloga y psicoterapeuta María Elisa Castillo, “es intenso y apasionado en todo lo que hace”. Razón por la cual no negocia con sus emociones, “con él es todo o nada, y todo lo que hace responde a esa misma filosofía de vida” afirma. Compañeros de trabajo, de ponencias, de viajes y hasta de almas, María Elisa justifica su profundidad porque entiende que, en ambos oficios, su instrumento no es otro más que su mente, lo que lo empuja a estar en constante revisión, ojo, sin ser ensimismado, que es donde normalmente reside el reto. Le aplaude el hecho de poder contrastar tanta densidad con la capacidad de reírse de sí mismo. Pero sobre todas las cosas, le enorgullece el verlo cada día más pleno y satisfecho.
Volver
Volver, lo hizo hace rato y en cada paso lo ratifica. “Soy un actor que regresó después de mucho tiempo y lo hice buscando algo muy concreto, con mucha pasión y foco, no para hacer cualquier cosa sino para interpretar personajes que permitan generar espacios de reflexión, de conexión, de reclamo y de catarsis” resume en un intento por definirse. Después de Azul y no tan rosa —y del Goya a la Mejor Película Iberoamericana— se sucedieron oportunidades y guiones de cine, teatro y televisión, lo que hizo que pareciera fácil, aunque reconoce que no lo que fue. “Me costó mucho darle un golpe a la mesa para hacerme ver… Me dicen: ‘te fue buenísimo desde que llegaste’. Pero me ha costado hacerle entender a la gente qué tipo de actor soy y qué tipo de personajes puedo interpretar”.
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A pesar de lo que diga Gardel, 20 años no siempre “es nada”. Sócrates sintió el tiempo en contra cuando se encontró con sus antiguos compañeros de tablas posicionados y en su nicho, mientras él luchaba por encontrar su lugar. Sin embargo, todavía siente el apremio por hacer más, por compensar la ausencia y por actuar, actuar y actuar tanto como pueda. Por suerte, aprendió a rechazar algunas ofertas cuando se vio, como conocedor de la materia, al borde de la locura. Sabe decir que no aunque le duela, porque no logra acallar el deseo de hacerlo todo. Lo que lo conforta es la aceptación, cortesía de Jeneffa Soldatic, profesora del Actors Studio quien lo reconcilió con la idea de que, a pesar de los años discurridos, no fue tiempo perdido sino el necesario para llegar hasta donde está.
Justos son esos peldaños los que lo llevaron, por ejemplo, a Román Raskólnikov, personaje protagónico en la adaptación del clásico ruso Crimen y castigo de la mano de Juan Carlos Souki, otro hito en su trayectoria. La elección del director se sustentó en lo bien que Sócrates se conoce a sí mismo y al tesón con que “estudia a los personajes, física, humana y psicológicamente” concluye. Juan Carlos también da fe de su entrega a la obra… la vive. “Fue un placer trabajar con él. Alternábamos entre escenas profundas de texto y escenas visuales de pesadilla y ensueño, era clave para mí que Román pudiera moverse en ambos mundos libremente y transportar al público en ese viaje con él… Y así lo hizo. Cada día, dos horas antes de la función entraba al escenario”, cuenta.
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Prakriti Maduro, su coprotagonista, fue testigo de su ahínco y compromiso. “Era un montaje grande y ambicioso con muchas imágenes, una escenografía que había que saber utilizarla y moverla. Más la iluminación, efectos de video y el cuerpo coral… Hago este resumen para traer a la mente la magnitud del proceso. Fue un muy intenso e intensivo, durante mes y medio, antes del estreno, compartimos muchísimo todos los días. Aun cuando Román era un gran reto, Sócrates se aprendió todo el texto en los primeros días, cuando normalmente uno como actor va adelantando escenas. Como todavía había cosas en el guión por revisar, al final se volaron escenas que él se había memorizado completicas, ¡así que trabajó como el triple! Pero se vieron los frutos de esa dedicación exhaustiva” comenta.
Trabajo que se vio especialmente recompensado después de que Héctor Manrique lo viera haciendo justamente de Raskólnikov. Lo invitó a participar en la obra Terror y posteriormente en El día que me quieras de José Ignacio Cabrujas, actualmente en cartelera, ambos montajes del GA80 —el mismo grupo de su formación. Comparte nuevamente escenario y aplausos permitiéndole así completar el círculo. Comprobar, asimismo, su creencia de que, en efecto, el destino sí existe pero depende de las decisiones tomadas. Así, Sócrates levanta simbólicamente el teléfono una vez más para hablarle al desaparecido Gené y corroborarle su presencia, esta vez dándole vida al mismísimo Gardel, el primero de ojos claros. Le imprime su sello, al hacerlo tan sensible como él.
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Del resto, lo que le queda es la internacionalización —en España o quizá Latinoamérica— tan buscada como planificada, que le permita ganar más reconocimiento y proyección. Además se anticipa a la lamentable posibilidad de que se reduzcan más las alternativas en Venezuela. Aunque ha formado parte de muchas producciones, la crisis se palpa, golpea. En materia de cine, cada día se hacen menos películas y con menos recursos. Por si llega el momento de partir, se prepara midiendo sus pasos, sumando protagónicos y experiencias actorales, ampliando su rango. Volviendo a empezar, esta vez sin irse a ningún lado. Simplemente retornando, reincidiendo y reviviendo las mismas posibilidades regidas por la causalidad, reiterando… “Porque de alguna manera eso es lo que hacemos los actores, la maestría la obtenemos repitiendo”, apunta. “Es volver sobre lo mismo, una y otra vez”.]]>

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