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Simón, la película…o las heridas abiertas de una Venezuela que no olvida

Este jueves 7 de septiembre se estrena Simón, una película que nos confronta con dudas y certezas; con un país en trance, todo contado con la genuina magia del séptimo arte.

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Simón, la película

Como película –y de eso puede dar fe cualquier aficionado al Séptimo Arte-, Simón exhibe un guion impecable en su pulso de electrocardiograma; una cinematografía que nos transporta en el tiempo y en el espacio; y actuaciones naturales, descollantes por su rigurosa verdad.

Pero más que una película de ficción basada en hechos reales, Simón, la ópera prima de Diego Vicentini, es sobre todo el retrato suspendido en el tiempo de un país en trance.

Y son raros los casos en los que uno queda conforme con lo que ve en sus retratos.

El lugar común reza que el tiempo se va como nada, sin que nos demos cuenta. Por eso es difícil escribir, filmar, contar sobre años tan vivos y latentes como 2014 y 2017; sobre personas que conocemos; sobre anécdotas que nos siguen estremeciendo; sobre testimonios de víctimas de torturay detenciones arbitrarias; sobre asesinatos a sangre fría de jóvenes estudiantes abatidos con certeros disparos a la cabeza o al torso por fuerzas al servicio del Estado.

Otro lugar común reza que la realidad supera la ficción, y tal vez por eso es tan difícil recurrir al arte para contar un cuento por todos conocidos y a la vez dejar una marca trascendente.

De eso se trata esta película: cómo remover los esqueletos guardados bajo el tapete de la entrada de casa, colgados del árbol del jardín, de las defensas de nuestras autopistas, sin hacerlo tan obvio como un panfleto.

Simón, la película

Habrá, seguramente miles de gigas en artículos como este, pilas de libros, horas de podcast y YouTube, metros de posts en X, IG y Facebook, varios cortos y largometrajes sobre la tragedia que ha vivido y sigue viendo Venezuela. Este 5 de septiembre la película fue proyectada para la prensa en una sala de cine comercial donde debe estrenar este jueves 7.

Es que como personaje, este es un país muy rico. Es uno de los pocos en cualquier continente que haya materializado un milagro adverso: cuando se creía que todo podía salir bien, con todas las condiciones para salir bien, y hasta saltar a la primera fila de los países desarrollados del mundo, metió marcha atrás para irse a la mierda. Pero eso pasó hace mucho más tiempo, mucho antes de los acontecimientos que sirven de soporte a Simón, la película.

Simón no trata de eso. Entonces, sin atender tantas consejas y desaconsejas, es mejor que vayan al cine para que cada quien pueda ver ese retrato sin fotoshop y se haga y se responda sus propias preguntas.

Esta es sin duda una de las mejores películas en cartelera en Venezuela, de cualquier origen, desde Hollywood a Bollywood. Y, para desconsuelo de la barra chovinista que defiende con fervorosa ignorancia que aquí están “las mejores playas del Caribe, las mujeres más bellas y las primeras reservas de petróleo”, Simón no es algo que haya que llamar cine venezolano…es cine internacional, en todo caso hecho por venezolanos…desde allá afuera, muy a tono con estos tiempos de diáspora y exportación neta de talentos y areperas.

Y este es uno de sus mayor atributos: logra hacer de un tema local, como es la lucha de este país solitario contra un régimen opresor, uno, o más bien varios temas universales, de los que están en cualquier historia escrita, filmada o grabada en piedra: los del odio, el amor, la culpa, la traición, los abusos de poder de ciertos uniformados, la esperanza y la desesperanza, la redención y el perdón.

Todo contado por personajes que están ahí, a nuestro alrededor de los que quedamos en Venezuela y de los que se han ido con sus sueños, esperanzas, recuerdos y olvidos a otra parte.

Por eso resaltan como un grito velado las actuaciones de un Christian McGaffney, que con una visceralidad de luna llena en los médanos de Coro, encarna las desvariadas contradicciones y el síndrome post trauma de un país con un pie adentro y otro afuera. Un país cuyos habitantes se debaten entre el nihilismo y la culpa; entre el “esto se arregló” y las letanías de los novenarios de las víctimas, la sombra de las pancartas y las rumiadas promesas de sus gobernantes.

Tenemos a un Franklin Virgüez que encarna el mal, destilado como un viejo ron: se llama el coronel Lugo y está enmarcado en un juego de luces, lentes, miradas y precisos rictus.

Nos asiste Jana Nawartschi, en el papel de Melissa, la gringa buena que representa a esa comunidad internacional que entre el estremecimiento y el “mira tú que vaina”, traducción morosa del “It`s a shame but it’s not really our problem”, nos mira desde lejos, sin poder hacer nada definitivo para cambiar nuestro destino.

De una manera algo sutil y por eso potente, Simón nos habla también del perdón y del olvido; del exorcismo de los abrazos sinceros; de la presencia eterna de los que ya se fueron; de la impostergable necesidad de seguir adelante.

Nos habla de derrotados que no se han rendido aunque “no hicimos lo suficiente”; y de entender que más allá de cualquier circunstancia, este país es como un juego colectivo, porque “o jugamos todos o espichamos el balón”, como dice el protagonista.

Por estas horas hay una barra creciente, de gorilas sedientos, para que censuren una película que estos complacientes cómplices prehistóricos acaso ni han visto. Lo irónico es que Simón no es una película que incube odios ni rencores, sino más bien perdones y abrazos, por encima de la culpa y de las ilusiones aplastadas.

Pero, como dice un viejo poema cuyo nombre uno ya ha olvidado, “entre el perdón y el olvido hay una distancia inmensa/yo podré perdonar la ofensa, pero olvidarla jamás”.

Spoiler: Simón no habla de ni pretende olvidos, no juzga a sus personajes…o como hubiera dicho un Guardia Nacional y un estudiante en una autopista de Caracas en febrero de 2017: “cada quien sabe dónde le cae su gotera”.

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