De Interés

El gato que alguna vez me hizo compañía

No sé, lo gatos saben andar solos, son la sombra de la soledad, de una soledad bien llevada. En verdad es difícil hablar de los gatos, saber de ellos. Apenas uno los contempla y algo cree que comprende…

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Últimamente hay muchos gatos en línea. Mucha foto de gato, mucha gente mostrándolos con fino orgullo en Facebook y Twitter. A veces me parece que en las redes hay más gatos que perros y eso, creo, es curioso. No sé, quizás es mi ojo, que se fija sólo en los gatos.

Aunque sin duda hay gente que ve en ellos algo distinto que los lleva a amarlos.

El gran Rudyard Kipling tiene un maravilloso cuento sobre gatos que se titula «El gato que andaba por su cuenta». Allí comienza Kipling diciendo que al principio todos los animales domésticos eran salvajes. El perro, el caballo, la vaca, así lo nos informa, eran salvajes. El hombre, cabe acotar, era también terriblemente salvaje, hasta que lo domesticó la mujer.

La mujer hizo una cueva bonita, seca, puso fuego y metió al hombre a vivir allí. «Límpiate los pies cuando entres; ahora vamos a tener una casa.» Así le ordenó la mujer al hombre y listo, primer animal domesticado. Los otros animales (la vaca, el perro, el caballo, el cerdo) se fueron sintiendo atraídos por la cueva y la amabilidad de la mujer. Poco a poco fueron entrando.  

El gato también se interesaba, pero nunca terminaba de entrar. Siempre sentenciaba: «Soy el gato que anda por su cuenta y por cualquier lugar.» El cuento es más complejo que lo que diré, pero el último en entrar a la cueva fue el gato. Lo hizo atraído por el arte de la mujer, que le ponía leche caliente y ratones. Sí, al final el gato aceptó «quedarse», pero con una condición: no se daría del todo, y siempre seguiría andando por su cuenta y en cualquier lugar.

Así son los gatos, no se dan del todo, o eso parece. Y es que los gatos son una belleza inútil. Están ahí para que los contemplemos en su estático estar en el mundo.

Dice Borges en un poema dedicado a un gato:

Más remoto que el Ganges y el poniente,

Tuya es la soledad, tuyo el secreto.

Y también:

En otro tiempo estás. Eres el dueño

De un ámbito cerrado como un sueño

Aquello que es lejano pero hermoso no tiene otra finalidad que ser eso, hermoso, y resultar bueno (útil en su bondad) siendo así. Los griegos unían esta idea bajo los conceptos unificados de kalon-agathon, aquello que es un bien (kalonmoral) y al mismo tiempo es bello (agathon). Su utilidad es ser hermoso, y nada más, pero ello es suficiente y necesario para nuestra alma, para nuestro equilibrio.

En esa belleza pareciera haber un remanente de eternidad que nos saca del mundo por un instante, que nos hace pensar que algo perdimos, que alguna vez fuimos mejores. Esa añoranza del Paraíso perdido, en medio de la tribulación diaria, quizás nos haga más tristes o melancólicos, pero también nos lleva a pensar que hay, más allá de nosotros mismos, una eternidad, una belleza que vale la pena. Quién sabe, especulo.

Hoy quiero hablarles de Hugo.

Quiero simplemente hablarles un poco del gato que me hizo compañía.

Se llamaba Hugo porque aquel gato persa himalayo me recordaba a un señor holandés o alemán que fue el mentor de mi padre en los negocios navieros, cuando mi padre se fue a vivir de Caracas a Puerto Cabello. Recuerdo al señor Hugo muy blanco, alto y de ojos azules metálicos.

Mi gato se llamaba así por este señor.

Luego vino Chávez, pero esa es otra historia y no tiene que ver con mi gato.

El asunto es que Hugo lo heredé de mi primera esposa. Un día se fue de la casa, harta de mí, y me dejó al gato. En realidad eran dos. El otro era gata y se llamaba Anita, una gata negrita, callejera, que rescatamos en una pescadería de Boca de Uchire. Pero otro día hablaré de Anita Bululú (así era su nombre completo), hoy voy a hablarles de sir Hugo Coalt (su nombre completo).

Hugo se quedó conmigo, mi ex mujer nunca lo recogió. Y que conste que ella era la que adoraba a los gatos. Yo no, yo nunca quise tener mascotas. De modo que aquellos dos gatos me cayeron por herencia, o más bien, por inercia. Viví, luego de la separación, solo durante un buen tiempo. En el ínterin murió mi padre, y sentí que el mundo me había arrancado un pedazo del alma. Anduve entonces de farra en farra, de amanecer en amanecer.

Ya en las mañanas, cuando los visitantes se iban, o cuando los compañeros de juerga se encontraban tirados en sus respectivas camas, alfombras o sofases, Hugo se asomaba por mi cuarto, en silencio, discreto, sigiloso. Me veía, como constatando que yo estaba bien, y finalmente se acercaba y me maullaba, suavecito; así lo hacía. Luego giraba y me pasaba su enorme cola peluda por la cara.

Se montaba sobre la cama, allí se pegaba a mí y ronroneaba. Podrían pensar —algunos de ustedes, que sospechan de los gatos— que Hugo se aparecía en mi cuarto para garantizar que le seguiría dando comida, por mero interés. Pero ese momento en que él saltaba junto a mí, como si fuese un salto del aire mismo, no tenía que ver con comida ni con interés alguno.

Aquel era simplemente un instante nuestro, secreto, que he venido yo, descaradamente, a contar acá. Cuando eso ocurría, yo pensaba que mi gato se había aparecido para decirme, de alguna manera, que todo estaba bien. Que todo iba a estar bien. A veces, incluso, llegué a pensar que el gato era el mensajero de mi padre.

Así estuvo conmigo por años. Me mudé de apartamento varias veces, de Caracas a Puerto Cabello, de Puerto Cabello a Valencia, de Valencia a Caracas de nuevo, y en Caracas, además, trajiné por varios sitios. Hugo siempre estuvo allí. En silencio soportaba, en silencio iba conmigo a todos lados. Como es común en los gatos, no le gustaba salir de casa, pero yo cometí el atropello de sacarlo y mudarlo en repetidas ocasiones. Totalmente desconsiderado yo.

Luego me casé y al cabo tuve un hijo. Hugo lo conoció en sus primeros pasos y supo de sus manos cuando le agarraba la cola por pura divertimiento. Era cómico ver a Hugo pegando la carrera y a mi niño corriendo detrás de él.

Un día, pasados ya dieciocho años, un sábado en la mañana, Hugo vomitó sangre. Tenía tiempo con malestares, se le veía cansado, caminaba con dificultad, pero jamás imaginé que vomitaría sangre. Lo llevé de urgencia a una clínica veterinaria. Me lo dejaron allí el fin de semana. Le hicieron transfusiones de sangre. Estaba viejo el Hugo, era eso. Me dijeron el lunes en la mañana que fuera a verlo.

Me lo encontré en una jaula, tumbado de lado. Lo llamé, una, dos veces. Hugo alzó la carota, la carita, me miró, me bufó. Un bufido cariñoso (así era él, o así son los gatos). Luego recostó de nuevo su cabeza y no reaccionó más. Murió, murió frente a mí, me esperó para morir, podría decir eso.

Todavía sin resignarme, llamé a alguien, a una muchacha, a un doctor. Llamé a alguien. Lo sacaron de la jaula, se lo llevaron. Esperé un rato. Un doctor, como en las películas, salió a corroborarme la noticia: Hugo había muerto.

Me lo trajeron, me lo llevaron a un consultorio cerrado. Allí me lo pusieron sobre una camita y me dejaron solo con él, con mi gato, con mi bello gato.

Lloré, lloré profundo, lloré por dentro. Yo que poco he llorado así, yo que a veces creo que no siento, así lloré. Lloré por aquel gato que había compartido conmigo, a mi lado, en silencio, todas mis tristezas, mis fracasos, mis locuras, mis pequeñas alegrías. Aquel gato conoció de mí lo que nadie más ha conocido.

En vida de él, escribí una novela donde aparece y se la dediqué. También hice un cuento sobre él y Anita. Ese cuento se tradujo al inglés y con ese cuento anduve por algunas ciudades de Estados Unidos. A la gente le gustaba. Los norteamericanos son gente solitaria que ama a los gatos. Borges sabía de esa soledad y de esa belleza que vive en ellos, ya lo vimos en su poema.  

No sé, lo gatos saben andar solos, son la sombra de la soledad, de una soledad bien llevada. En verdad es difícil hablar de los gatos, saber de ellos. Apenas uno los contempla y algo cree que comprende…

¿Por qué escribí esto? Tampoco lo sé, sólo que en estos días estuve recordando a mi gato y quise escribir esto. Quizás, este texto me hacía falta, en medio de tanta locura de mundo, me hacía falta.

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