De Interés

Lucilita y Yackelyn

Son suegra y nuera. Las dos son colombianas. Lucilita llegó a Venezuela en los años 70, atraída por el progreso del país. Aunque venía de Bogotá, se impresionó con Caracas. “La diferencia era del cielo a la tierra. Bogotá era un pueblo grande.

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FOTOGRAFÍA: ANDREA HERNÁNDEZ

Caracas era otra cosa. Una ciudad moderna, se conseguía de todo. Cuando uno mandaba cosas de aquí para allá, en la casa se las peleaban. Y encima, me sobraba real para echármelos encima”, recuerda con tristeza.

Lucilita, que pensaba haberse retirado a cuidar nietos, todavía trabaja. “Es imposible, ya los bolívares no alcanzan”. No se ha ido porque todavía le quedan dos hijos aquí y siente que a esos los tiene que ayudar.

“Los que están en Colombia están bien. Tienen trabajo bien pagado, vivienda y consiguen de todo. Los de aquí son los que están pasando trabajo”. Como dos nietas, que tienen bebés de uno y dos años y no consiguen pañales ni fórmulas.

Lucilita ha hecho colas de colas. Para todo. La última fue el viernes pasado. Salió temprano del edificio “a ver qué encontraba”. Desde hace rato la gente se pone en fila a las puertas de un supermercado “a ver qué sacan”.

Pero cada día que pasa, sacan menos cosas. Esa tarde la cola se triplicó porque había arroz. Cinco horas más tarde, cuando Lucilita estaba a punto de entrar, el gerente decidió cerrar el supermercado.

Sin consideración alguna, les cerró las puertas en las narices a quienes llevaban, como ella, cinco horas en cola…

Lucilita le suplicó. Le dijo que no tenía qué comer en su casa. Que ella era una señora mayor, tanto, que ya era bisabuela. La respuesta del gerente fue “a mí no me importa que no tenga qué comer en su casa. Vea cómo hace”… Me constan la educación y la suavidad de carácter de esa señora.

La conozco desde hace años. Me dice que la ira que sintió la cegó. Se abalanzó sobre el gerente y le cayó a golpes, a la vez que le gritaba improperios. “¡Ojalá que te boten de este trabajo para que sepas lo que es joderse buscando comida y no encontrarla. Malparido, desgraciado!”

El guardia nacional que estaba en la puerta del negocio, ni se movió. Dejó que Lucilita descargara su rabia contra el gerente. Pero ni así la dejó entrar. Se fue para su casa con la tensión por las nubes, las piernas adoloridas y sin comida…

Yackelyn llegó a Venezuela a final de los años ochenta. “La cosa ya no estaba tan buena como cuenta la señora Lucilita, pero todavía había oportunidades”, me dijo. Conoció a quien luego se convirtió en su marido, un trabajador de la construcción. Tuvieron un solo hijo, un muchacho de familia, buen estudiante y responsable.

Trabajaba como empaquetador en un supermercado, lo que le permitió comprar una motocicleta con sus ahorros. Hace cinco años empezó la universidad y no había terminado primer semestre cuando unos malandros lo mataron para robarle la moto. Tenía dieciocho años.

Yackelyn regresó a Colombia. No quería saber nada de Venezuela. Consiguió trabajo, con un sueldo que ya quisiera un profesional venezolano tenerlo.

Con un primo que trabaja en construcción le consiguió un puesto a su marido y se vino a recoger sus muebles y enseres… cuando Maduro cerró la frontera. Está aquí, esperando que la abran para irse, como se han ido tantos colombianos.

Ella no trabaja los jueves, porque es el día que le toca comprar por el terminal de su cédula. Lleva ya dos jueves que no consigue nada. “La gente está muy brava”, me aseguró.

“Ya he estado en dos conatos de saqueo, y si saquean, yo me voy corriendo, no vaya a ser que me maten por un kilo de harina. Y eso sí, le dije a mi marido, “si no abren la frontera de aquí a diciembre, me voy para Colombia y allá tú”.

Por lo menos Yackelyn tiene para dónde irse. Allá nosotros que nos quedamos aquí, con Maduro, los militares y los otros, pelando el gajo parejo mientras esperamos que el CNE se digne a validar las firmas para convocar el nuevo firmazo. Pero lo soportaremos. Y veremos nacer un nuevo país. Anótenlo.

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