Salud

Una galleta para Ángel, el niño que murió de difteria

En el sector Las Cocadas de Barcelona, estado Anzoátegui, la difteria ha cobrado al menos tres vidas. Los vecinos entran y salen del velorio en el hogar de la familia de Ángel, sin entender muy bien que ocurre y sin asimilar que, ante la falta de medicamentos y vacunas, ellos podrían ser los próximos

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Fotografía: Andrea Hernández

Es miércoles 24 de febrero. Ángel recorre por última vez las calles de Las Cocadas. Lo hace de la mano de sus amigos, entre globos azules y el llanto silenciosamente desgarrador de su bisabuela Carmen. Muchos vecinos lo acompañan durante su despedida al sitio que lo vio crecer; otros lo lloran desde las ventanas de sus casas. Los niños que cargan la pequeña urna de metro y medio no entienden la magnitud de lo que ocurre, y juegan con los lazos que cuelgan de ella, sin comprender que nunca más escucharán las risas del niño que reposa en la cajita blanca. Ángel, de 7 años, falleció dos días antes por difteria.

Jackelin lidera el cortejo. Es dirigente del consejo comunal del sector, ubicado en Barcelona, estado Anzoátegui. Horas antes, a nuestra llegada al barrio nos retiene en la entrada, junto a otros integrantes del caserío, y advierte que la familia del pequeño está muy afectada por la situación y que nadie va a permitir que los periodistas provoquen un episodio incómodo, como ocurrió la tarde del martes, con medios regionales.

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Unas pocas palabras nos bastan para entender la fraternidad que existe en Las Cocadas, conocida así por los negocios que caracterizan la zona y que son el principal sustento económico de sus habitantes. También las afirmaciones de un consternado vecino y de un tío abuelo del pequeño dilucidan una teoría que recorre las escasas calles de la localidad:

Si ustedes vienen, como todos, a echarle la culpa de esto al gobierno y a hacer de esto una polémica, a hablar de la falta de medicamentos y la salud, yo mismo voy a destruir lo que dirán en esa nota. Ese niño murió por el descuido de su mamá, advierte Rubén.

El tío de la joven madre le da la razón. Es él quien nos lleva hasta la casa del pequeño Ángel.

El silencio, la tristeza, el escepticismo y un piso de tierra nos reciben en una casa en obra negra, donde una pequeña urna blanca, bajo un toldo, concentra el dolor familiar.

Sentada a su lado está Marisol, la abuela del niño. Vecinas e hijas, exceptuando la madre de Ángel, la acompañan. Jorge, su hermano, le explica el porqué de nuestra visita. Ella no alza la mirada, no se inmuta.

Su voz se quiebra un par de veces, pero las lágrimas no salen. Alrededor de ella juegan sus tres pequeños hijos y varios nietos, que ven la urna como una curiosidad.

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—Piensan que Ángel está dormido, comenta.

En la casa vivían 12 niños, la más pequeña de un mes de edad y el más grande de 8 años. Tres son suyos; tres más de Yeribeth -de 23 años-, la mamá de Ángel; tres de otra de sus hijas —que tiene cuatro, pero uno de ellos vive con su papá- y los dos más pequeños son de Francis, la madre de la bebé.

Unos juegan con los lazos que decoran la tumba. Andy, el hermano más pequeño de Ángel, busca colillas en el patio y se las come. Isaac e Isaías, los gemelos de Marisol, no se separan de su mamá. Sólo un niño falta en la casa: Jesús.

Jesús es el más grande, y el único que sabe lo que ocurre. Al menos eso creen las vecinas. Un día antes de su muerte, Ángel le envió a su hermano un mensaje con su abuela: quería una galletica. El lunes, cuando notificaron a la familia sobre la muerte del niño, Jesús salió corriendo a la bodega a comprar la galleta favorita de su hermano menor; de la misma manera que corrió fuera de la casa el martes, cuando llegó el cuerpo inerte.

—Debe estar por ahí. No ha querido verlo, dicen en casa.

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La muerte de Ángel fue inesperada. Sobre todo para aquellos que nunca habían escuchado el nombre de la enfermedad que desencadenó la fatalidad.

«Él estuvo en Los Machos, en casa de la familia de su papá. Cuando llegó, se sentía mal, no podía hablar bien», relata su bisabuela Carmen. «En la noche, tenía mucha fiebre, y yo lo cargué. Agarré un taxi y me lo llevé al ambulatorio Guaraguao. Todo el mundo sabe que quien está pendiente de esos niños soy yo».

El niño ingresó al centro hospitalario. Su familia pensaba era amigdalitis. De Guaraguao fue trasladado al Hospital Luis Razetti. Allí fue aislado de otros pacientes, por sospecha de difteria. En el recinto no había antibióticos suficientes para atacar la enfermedad y su débil sistema inmunológico jugaba en su contra. Yeribeth buscó en todas las farmacias de Puerto La Cruz, pero sólo logró comprar 5 ampollas, de las 39 requeridas, debido a que no tenía para cancelar los Bs. 119.000 que faltaban.

Con 7 años, Ángel se convirtió en el primer niño que muere en Las Cocadas por la voraz infección. Mientras conversamos con su familia, una vecina nos comenta que hay dos más recluidos en Guaraguao, y que ya un hombre joven falleció una semana antes por la misma causa.

Después de casi tres horas en casa de Ángel, Marisol nos permite documentar la tragedia.

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La familia paterna del niño ya llegó a la casa y aguarda en el patio junto a la urna. Ramón Gregorio, el progenitor, no está. Se encuentra preso desde hace dos años por lo que parece ser una confusión — relata su padre. Tras las rejas, nunca supo de la enfermedad del pequeño ni que en dos horas sería sepultado.

Yeribeth aún no llega a casa.

Las tías paternas de Ángel hablan sobre el día del contagio.

—Tenemos un hermano que está medio loco. Él vio al niño caminando en la avenida y le dijo que lo llevaría para la playa, pero se lo llevó hasta la casa caminando. Eso es lejos, y cuando lo vimos tan cansadito, pensamos que era por eso. Su mamá supo que el niño no estaba en Las Cocadas cuando llamamos a avisarle. Los trajimos al otro día y luego se puso muy mal.

Los hermanos y primos de Ángel entran y salen de la casa, caminan por la zona. Todos los conocen. Sus tías maternas trabajan en la avenida vendiendo productos hechos a base de coco, para cubrir la alimentación de los 12 niños, que están bajo el cuidado de Carmen, sexagenaria, y Marisol, quien tiene una discapacidad producto de un ACV que padeció hace más de una década.

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Mientras Marisol sufre en silencio la muerte de su nieto, en el patio las opiniones sobre el futuro de los chamos van y vienen.

Yeribeth llega. Ella y su madre son las únicas que visten de negro. También aparece Jesús.

Integrantes de la iglesia evangélica de la zona asisten al velorio y despiden al pequeño con velos rojos sobre sus cabezas, mientras oran y cantan por el descanso de su espíritu.

En el celular de Yeri, como le dicen sus hermanas, hay fotos de Ángel y sus hermanos. Sin ver la urna, se comprueba el parecido de todos.

Desde adentro de la casa se escucha el servicio impartido por el pastor. Familiares y vecinos se unen en un llanto, mientras Francis y su hermana bañan a los niños para llevarlos al cementerio.

Andy necesita ir al baño y llama a su mamá. Yeribeth se levanta y entra a la casa. El servicio termina sin ella.

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Jackelin hace una petición especial antes de iniciar el recorrido: que sean los demás niños quienes carguen la urna de Ángel. “Es un niño y deben cargarlo sus amigos”, dice.

El pequeño inicia su último recorrido por las calles que lo vieron crecer, donde su abuela vive desde hace 23 años, cuando se mudó de Guarenas hasta Barcelona, huyendo de sucesos como El Caracazo.

Globos azules van y vienen. Los niños parecen no enterarse de lo que pasa, mientras los adultos caminan desconsolados. Al cortejo se suman los vecinos. Dan sus condolencias a la familia, abrazan a sus abuelas y su madre, pero muchos otros se manifiestan en contra de Yeribeth.

Horas antes, su madre nos confesaba que ella misma discrepaba de muchas de sus decisiones; pero que, a pesar de sus errores, era su hija y por eso la ayudaba en la crianza de sus hijos.

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El recorrido nos lleva al colegio donde estudiaba Ángel. Un coro infantil lo recibe con el himno nacional. La acústica penetra el corazón. Las maestras lo despiden. El camino continúa.

La inclemencia del sol alarga el camino; las suelas de los zapatos se derriten, la urna se hace más pesada y los vecinos se turnan el peso. Finalmente, Yeribeth la toma con sus hermanas.

Marisol, con su dificultad para caminar, las observa desde lejos, mientras Jorge reparte flores blancas y verdes entre los acompañantes.

El camino de Ángel termina en el Cementerio Municipal, donde yacen los restos de otros familiares. Para llegar al sitio preciso, hay que caminar sobre decenas de tumbas que abarrotan el lugar.

Bajan la urna y caen las flores. La galleta que Jesús, el hermano mayor, le compró a su hermanito, se va con el cuerpo. 

Carmen se mantiene lejos; también Ricardo, expareja de Yeribeth a quien Andy llama papá, mientras él lo duerme en sus brazos.

Sueltan los globos y sellan la fosa. 

– Listo, dice Gabriel en medio del silencio, cuando ponen la última dosis de cemento.

Inmediatamente después, Jackelin toma la palabra.

—Yeribeth, espero que esto te sirva para cuidar mejor a tus hijos. Qué esta sea la última vez Yeribeth. Recapacita, Yeribeth. Si no, yo misma voy a tomar acciones.

Yeribeth, que lloró durante el servicio, el recorrido y en la escuela, pareciera no escuchar las palabras de su vecina. No apartaba la mirada del espacio que ahora ocupa su hijo.

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