De Interés

Guido Orefice vive en Venezuela

Hace unos días salí con mi hija al parque. Llevamos una pelota. Allí estábamos, mi niña y yo, sobre las hojas y entre los árboles, jugando a lanzarnos la pelota. Ella reía y corría. Su hermosa risa me atravesaba como un río de agua benéfica.

Publicidad

Mientras tanto, en alguna parte, giraba un helicóptero. No lejos de allí, la Guardia Nacional lanzaba bombas lacrimógenas en la autopista. En el aire había un ligero olor a gas. Yo mientras tanto, animaba a mi niña, la distraía, la cuidaba.
Tenía varios días encerrada en casa, y el encierro la tenía excitable, inquieta, llorona. Los hijos sienten, los hijos sospechan, los hijos saben. Pensé en cierto momento en Guido Orefice y en el juego que se inventó para su pequeño Giosuè en La vita è bella. Hace años, cuando no era padre, cuando Venezuela no era así, me pareció que aquella película no era más que un sopor sensiblero.
No hace mucho incluso mi estimada profesora Carolina Guerrero la recordó en alguna clase de filosofía política. En aquel momento también desestimé la cinta. Hoy día rememoro aquella historia y comprendo. Comprendo ese cuidado del padre, esa preocupación de Guido por proteger a su hijo, por mantener el juego, lo lúdico en medio de un campo de concentración nazi. Esa preocupación, se me antoja, tiene que ver mucho con el futuro. De hecho, la cinta de Begnini es el recuerdo agradecido de su hijo muchos años después, desde ese presente de él que entonces, en el campo de concentración, era un futuro poco probable.
Pensar todo esto, he de confesar, duele. Duele mucho, porque la Venezuela de hoy en día no es más que dolor. Dolor por los hijos, dolor por el futuro. Por los muchachos muertos, por los hijos muertos. Al final del film, Giosuè adulto dice:  «Ese es el sacrificio que hizo mi padre. El regalo que tenía para mí».
Es fácil hundirse, derrotarse y acabar con esa inocencia que vive en una niña de tres años, en un chico de once, que es la edad de mi otro hijo. Pero pienso que ese momento lúdico con ella es también un sacrificio importante. Porque algo hace falta, algo con qué mantenerse.

En este país que nos tocó vivir, a mis hijos y a mí, la épica del poderoso no nos trae más que odio y horror. Hace poco leí en una nota de los Runrunes de Bocaranda que de los dos mil efectivos de la Guardia Nacional aceptados recientemente, mil quinientos tienen antecedentes penales de todo tipo. Dice la nota: «Hoy son delincuentes uniformados y por eso la saña con que algunos de los uniformados han atacado las protestas».
Estamos viviendo ese horror, esa locura, ese despropósito, ese relato perverso que está en datos espantosos como éste, datos que además conllevan a una nausea aún mayor: la de las muertes de nuestros muchachos. Muchos tenemos hijos pequeños, hijos que algún día tendrán la edad de esos que hoy día están en la calle con sus escudos templarios, sus cascos y sus máscaras clamando por libertad, enarbolando su propia épica: la de los valientes que no conocen otro país sino éste tan cargado de oscuridad.
Sí, duele recordar a Guido Orefice. Duele tener que jugar ese juego con tu niña, allí en el parque, con una pelota, mientras que en alguna parte volaba un helicóptero y los poderosos reprimían gente. Duele ese amor, duele.]]>

Publicidad
Publicidad