Desde hace varios años, y especialmente después de los apagones que se experimentaron en Venezuela durante el 2019, se presentan graves problemas con el suministro de agua potable a través del sistema de tuberías del país.
Ya es una imagen cotidiana ver a muchas personas, especialmente en las barriadas populares, caminando largos trechos, cargando tobos, ollas, botellas, así como cualquier otro envase, en busca de alguna toma de agua para llenarlos y llevarlos hasta sus casas y satisfacer necesidades básicas: cocinar, limpiar, aseo personal.
Entre las zonas más afectadas de Caracas por la falta del agua se encuentran las parroquias La Pastora y San José, cuyos vecinos señalan que las autoridades de Hidrocapital, bajo la administración del gobierno de Nicolás Maduro, suspendieron el servicio desde hace más de dos años y que por las tuberías solo sale aire.
La falta del servicio de agua potable no permite a los residentes de estas dos parroquias, ni tampoco a miles de venezolanos, cumplir con las dos principales recomendaciones para combatir la COVID-19: lavarse constantemente las manos, así como no salir de casa para evitar la cadena de contagios.
En medio de la crisis, los habitantes de San José y La Pastora han encontrado en las obras abandonadas de la extensión de la Cota Mil, una fuente de agua para solventar sus necesidades.
Ingenio callejero
Las obras de la extensión de la avenida Boyacá, mejor conocida como Cota Mil, comenzaron el año 2012, bajo la administración de Hugo Chávez. Y ahora bajo la responsabilidad de Nicolás Maduro se aprobaron dos millonarios presupuestos, pero los trabajos se encuentran paralizados.
La promesa del gobierno chavista era que desde cualquier punto de la Cota Mil se podría llegar directo y rápido hasta La Guaira, promesa que no se ha cumplido y que- vistas las condiciones en las que se encuentra la obra- no se cumplirá en el corto ni en el mediano plazo.
La inconclusa infraestructura de los dos túneles gemelos no ha aportado nada a la circulación en La Cota Mil, pero sí ha servido para algo inesperado: ofrecer una solución a la falta de agua que padecen los habitantes de las zonas cercanas, quienes han aprovechado las filtraciones de los muros de la obra producto de los manantiales que bajan de El Ávila.
Al menos eso: hay agua. Y se puede aprovechar.
Para lograr este fin, un grupo de vecinos (al igual que los ingenieros que cobraron cifras millonarias y abandonaron la obra) hicieron un estudio del lugar, observaron los chorros de agua que con mayor fuerza llegaban desde lo alto del cerro y con los mismos pedazos de mangueras que quedaron abandonados construyeron un sistema para trasladar desde las profundidades del primer túnel el agua a la superficie, donde logran llenar los envases que cargan hasta sus casas.
Igualmente habilitaron una canal en el piso del túnel para recoger el agua de los chorros que llegan con menos fuerza, formando una corriente, una especie de río que desemboca en dos lugares diseñados por estos constructores populares: un lavandero y un especie de pozo, una «piscina» para el disfrute de los pequeños.
Cuentan los vecinos que hace algunos meses hasta el lugar en la Cota Mil llegó una comisión policial para realizar un operativo, pues supuestamente habían recibido la denuncia de que estaban desvalijando parte de la obra que ya había sido construida.
“Nos causó gracia la presencia policial, pues aquí ninguna autoridad se ha preocupado por dar a conocer qué paso con la obra ni las razones de su paralización, pero sí vienen a ver si los vecinos nos estábamos robando el material. A la comisión policial le explicamos lo que habíamos hecho, nuestro proyecto ejecutado con materiales de reciclaje. Quedaron asombrados de nuestra idea y luego se marcharon”, dijo uno de los vecinos.
Un nuevo oficio
Vladimir Matamoros tiene 38 años de edad, vive en El Terraplén, sector El Retiro, en la parroquia San José. En medio de la crisis por la falta de agua ha encontrado un nuevo trabajo, un nuevo emprendimiento para ganarse la vida: cargar agua para otros.
Una carretilla, cuatro pimpinas de 25 litros cada una y su fuerza de voluntad, son las herramientas que diariamente Vladimir utiliza en su labor.
“Yo le ofrezco a mis vecinos un viaje de 4 pimpinas de agua, que hacen 100 litros por un costo de un dólar, o al cambio del día en bolívares. Estoy en este emprendimiento desde hace 10 meses, me ha servido para lograr un sustento y mantener a la familia”, dijo Matamoros.
Todos los días comienza su rutina a las 7 de la mañana en la Cota Mil, trabajando corrido hasta las 3 de la tarde. Y en ese lapso ha logrado hacer hasta 22 viajes para sus clientes.
“Este no es un trabajo para gente con flojera. Tengo muchos clientes de la tercera edad, pero también personas que pudiendo hacer este viaje, prefieren pagar. Para mi negocio es mucho mejor”, dijo Matamoros.
Señala que además de lograr un sustento para mantener su familia, el esfuerzo físico de cargar los bidones llenos de agua y caminar largos trechos, le ha servido para mantenerse en forma y ahora tiene un mejor cuerpo, con músculos que mostrar a las chicas.
Este nuevo oficio que ha resultado de la crisis por la falta de agua, no solo ha ayudado económicamente a Vladimir Matamoros, sino también a otros caraqueños que no han perdido sus trabajos por la pandemia.
Miguel González es mecánico de profesión, vive en la zona de Cotiza, y todos los días sube en su moto a la Cota Mil con dos botellones en busca de agua.
“Desde hace más de dos años tenemos problemas con el suministro de agua potable en mi comunidad. Las autoridades de Hidrocapital han realizado una gran cantidad de reuniones con los vecinos, prometen que restablecerán el servicio, pero no cumplen. Han intentado solventar el problema con camiones cisternas, pero no ha dado resultado”, dijo González.
Cuenta que realiza dos viaje diarios, uno para su casa y el otro a la casa de sus nietos, “para que tengan agua, por lo menos para cocinar, ya que es imposible gastar tanto dinero en la compra de aguas por botellones”.
Parece un pueblo
Antes de que salga el sol, en el camino de tierra que conduce a los túneles de la Cota Mil, se observan algunas mujeres que en grandes cestos arriba de sus cabezas, en carretillas o en bolsas, cargan hasta el afluente de agua la ropa sucia que van a lavar.
Diosa Sifontes tiene 54 años de edad, es de profesión secretaria y es habitante de la urbanización Brisas del Ávila. La encontramos dándole cepillo a unos pantalones sobre una piedra para quitarles el sucio.
“Yo nunca me imaginé que sería una de las protagonistas de los cuentos que contaba mi abuela de cuando vivía en un pueblo del oriente y tenía que ir a lavar la ropa de sus hijos al río. Ahora yo estoy igual, lavando en este río improvisado de Caracas”, dijo Sifontes.
Señala que los vecinos de su comunidad tienen como rutina diaria salir a cargar agua, tanto en estas ruinas de la obra de la Cota Mil, como en otros afluentes de El Ávila.
“No hay cuarentena que valga, o miedo al coronavirus: cuando no hay agua en casa tenemos que salir a abastecernos. De otra manera, ¿cómo se cocina, cómo nos bañamos o cómo nos lavamos las manos para combatir el virus? En las calles de mi comunidad a toda hora se ven jóvenes, adultos, niños y abuelos con sus envases caminando en busca de agua”, señaló Sifontes.
Génesis Martínez tiene 20 años de edad, de profesión manicurista y habitante de la tercera calle del sector Los Cujicitos, en la parroquia San José. La encontramos lavando la ropa de sus padres, su hermano y la de ella, en las afueras del túnel.
“En la casa tenemos una tremenda lavadora que solo sirve de adorno, pues por la falta de agua, ya no la usamos. Vengo a lavar la ropa cada semana, para que no se me acumulen tantas prendas. Tardo unos 45 minutos en cada trayecto, para venir y luego regresarme a la casa. Es todo un sacrificio”, dijo Martínez.
Parque de diversiones
Jesús, Andrés y Pedro son tres jóvenes de 13 años de edad, que desde sus casas ubicadas en Cotiza, suben todos los días a los túneles a bañarse en la improvisada piscina que allí se ha habilitado. Dicen que el pozo de agua tiene una buena profundidad para hacer algunos clavados, como si fuera una piscina olímpica.
Explican que sus padres los dejan bañarse allí, pues es agua muy limpia de los manantiales que vienen de El Ávila.
“En mi casa ya no nos acordamos cómo es bañarnos en la regadera. Nunca hay agua. Mis abuelos se bañan siempre con tobitos, reciclando el agua para luego limpiar los baños, al igual que la que se utiliza para fregar”, dijo uno de los chicos.
Indicaron que durante los fines de semana aumenta la cantidad de personas que vienen a lavar a esta fuente de agua, muchas de las cuales traen a sus niños para que aprovechen y se bañen. “Este lugar se convierte en un parque de diversiones acuático, en donde se reúnen hasta 60 niños y varios adultos a darse un refrescante chapuzón”, dijo otro de los jóvenes.