La “pea” irremediable: elecciones venezolanas del siglo XX en tres actos
Desde finales de 1958, ya ido en volandas el último dictador venezolano del siglo XX, Venezuela se metió en el asunto de la democracia social, con los principales actores políticos comprometidos alrededor de un acuerdo de honor y un programa mínimo de gobierno para ponerle rieles a un país levantisco y analfabeto
Cuando cuatro, cinco, diez o más venezolanos se reúnen y de pronto están hablando al mismo tiempo, sobre todo si hay licor de por medio, hay una voz (la del menos ebrio) que se acompaña de un dedo índice y pronuncia: “Ya va, pongamos orden en esta pea”. Más literariamente podría decir “ordenemos esto, camaradas”, “metamos esto en cintura”, “enderecemos las cosas”, “organicemos este jaleo”, pero no sonaría natural, y los venezolanos son, por idiosincrasia, coloquiales, naturales por naturaleza, para decirlo con una redundancia.
En un apartamento prestado de Manhattan, en las cercanías Central Park, tres desterrados venezolanos, muy ilustres, probablemente con un vaso de whisky en mano, acordaron que había que poner, definitivamente, “orden en la pea” política en ese territorio de allá abajo. No exactamente así, porque eran muy bien hablados, pero tal vez así lo pensaron.
Eran las postrimerías del otoño de 1958 y Rómulo Betancourt, Rafael Caldera, Jóvito Villalba, a puro uso de correveidiles, entre Caracas y Nueva York, se encontraban en la residencia de un tal Ignacio Arcaya.
Fue en esa reunión en la que, según memorias posteriores, se acordó la tregua de egos, diatribas y conspiraciones, que terminó sellándose meses después en la quinta Puntofijo, propiedad de Caldera, por los lados de Sabana Grande, en la capital venezolana.
Desde ese tiempo, finales de 1958, ya ido en volandas el último dictador venezolano del siglo XX, la nación se metió en el asunto de la democracia -la democracia social- con los principales actores políticos comprometidos alrededor de un acuerdo de honor y un programa mínimo de gobierno, para ponerle rieles a ese país levantisco y analfabeto.
Una década atrás, el ensayo democrático había fracasado y dejado la política a merced de los tiburones de la ultraderecha y a la ultraizquierda, provincianas y sangrientas.
Después del pacto, se puso en marcha la idea de escoger mandamás mediante elecciones libres. Así, pues, se convocó alos venezolanos ―mayores de 18 años, sin distinción de género, raza, condición social o creencia religiosa― a votar el 7 de diciembre de 1958.
Arreciaron desde entonces los mítines en las plazas y los debates radiales. Fueron la forma comunicacional electoral por antonomasia, sin tutela militar y bajo la conducción de oradores brillantes e ilustrados, que habían probado la cárcel y el exilio
Para intentar anticipar hacia qué candidatos se inclinaba la opinión pública había que asistir a las concentraciones proselitistas y para eso estaba la arena principal: el Nuevo Circo de Caracas.
Inaugurada en 1919, aquella plaza de toros de concreto armado, donde también había lugar para los espectáculos de boxeo y lucha libre, se convirtió en la tribuna principal para anunciar programas de gobierno y advertir sobre los riesgos de la regresión militarista.
Fue en aquel ruedo, con capacidad para más de doce mil espectadores, donde los periodistas pudieron anticipar, sin margen de error, que Rómulo Betancourt, el candidato de Acción Democrática, saldría vencedor de los comicios presidenciales, los cuales abrirían para el país un período de 40 años de elecciones libres, con amplia participación ciudadana y razonablemente limpias.
Los venezolanos se movilizaron en masa para respaldar las candidaturas de Betancourt, Wolfgang Larrazábal (URD) y Rafael Caldera (Copei), que blandían lemas como: “Contra el miedo, vota blanco”, «Para votar por Wolfgang se necesita una amarilla grande”, “Con Caldera, vota verde”.
En un país con cerca de siete millones de personas y un analfabetismo mayor al 50%, invitar a votar por colores fue la forma más simple de alentar la participación ciudadana en política.
La efervescencia ciudadana llevó a los candidatos nacionales a tragar polvo en las carreteras y caminos vecinales de la República, a discursear hasta la afonía y a abrazar y dar apretones de manos como nunca, según una crónica periodística de la época.
El ganador indiscutido fue Rómulo Ernesto Betancourt, apodado El Negro, ex trabajador de una fábrica de tabaco, que adoptó la imagen de literato con pipa. Sobreviviría después a varios intentos de asesinato.
Cinco años después, en 1963, la democracia parecía a punto de descarrilarse de tanto que se hacía en las trastiendas para que el país regresara a las cavernas militares o tomara el mismo despeñadero cubano.
En marzo de ese año se volvieron a convocar elecciones presidenciales (para el 1° de diciembre), si es que antes la violencia extremista no alcanzaba sus objetivos mediante alzamientos militares (Carupanazo, Barcelonazo, Porteñazo), secuestros, asaltos, atentados, golpes de opinión, etcétera).
Se sugirió que ante el caos lo mejor sería una candidatura unitaria de varios partidos alrededor de Rafael Caldera, lo que Acción Democrática rechazó. Así, corriendo el riesgo de disgregar al electorado y alejarlo del proyecto democrático, se abrió un abanico de aspirantes para todos los gustos: Raúl Leoni (AD), Rafael Caldera (Copei), Jóvito Villalba (URD), Arturo Uslar Pietri (Independientes Pro-Frente Nacional), Wolfgang Larrazábal (Fuerza Democrática Popular), Raúl Ramos Giménez (disidencia de AD) y Germán Borregales (Movimiento de Acción Nacional).
“¡Votos sí, balas no!”, “Vota negro para recuperar la blanca”, “Wolfgang es el pueblo”, “Arturo es el hombre”, “Ramón, un presidente joven para un pueblo joven”, “Vota amarillo, el pueblo triunfará”, “Ni comunismo ni hambre”, “Vota verde”, eran las consignas más sonoras.
Hubo algunos debates televisados, pero la vía de penetración del mensaje electoral y del contacto con los votantes siguieron siendo el mitin y la radio. La audiencia la componía, sobre todo, el sector obrero y urbano, mientras que la incipiente televisión y los periódicos eran formas de comunicación para las clases medias.
Las elecciones las ganó Raúl Leoni, a quien se le agradecería al final de su mandato el apaciguamiento del país con su talante sensible y pedagógico, con una prédica de hacer la revolución a la venezolana “nacionalista, democrática, antimperialista y antifeudal”.
La siguiente elección presidencial, para el relevo del quinquenio, tendría lugar en diciembre de 1968. Conquistó la presidencia quien estaba al turno: Rafael Caldera. La apuesta por la democracia volvió ganar. Los grupos guerrilleros sufrieron escisiones que favorecieron la paz y la nostalgia cuartelaria quedó en las sombras.
A pesar de que la ventaja del candidato Caldera sobre quien llegó segundo (Gonzalo Barrios, de AD) fue de poco más de 30 mil votos, el resultado oficial, anunciado por el Consejo Supremo Electoral, “no causó mayor pea”, sino todo lo contrario.
Las elecciones del 58, 63 y 68 apuntalaron la credibilidad del venezolano en las elecciones como forma de seleccionar a los conductores de la sociedad, ajena a la imposición de las armas y del capricho caudillista.
Un titular del diario El Nacional del 2 de 1968, al día siguiente de la elección de Caldera, decía a 8 columnas: “En los barrios de Caracas todos querían ser los primeros en votar e hicieron las colas desde las 2:00 am”, lo que da cuenta de que el acuerdo de Nueva York había sido exitoso: la asistencia a las urnas sería en adelante masiva, con baja abstención y resultados creíbles.
Perdida la virginidad electoral, los venezolanos celebraron cuatro elecciones continuas bajo el signo de la “modernidad”. Ese período se extendió por 20 años, entre 1973 y 1988, en un contexto de bonanza petrolera.
Las campañas políticas pasaron a ser luchas de diseño de imagen y de técnicas de persuasión: el candidato cobró relieve por encima del partido, antaño depositario de ideología, mensaje, símbolo y color.
El contenido de los discursos se redujo a hablar mal del presidente o partido de turno y a slogans salidos de la mente de consultores políticos, la mayoría estadounidenses, que desembarcaron en Caracas con manuales de marketing que parecían más apropiados para aumentar las ventas de la Coca-Cola.
Ganaron, respectivamente, Carlos Andrés Pérez (1973), Luis Herrera (1978), Jaime Lusinchi (1983) y nuevamente Pérez (1988). Fueron contiendas en la que se gastó más dinero en publicidad de 30 segundos de televisión que en logística para llenar plazas y avenidas (romerías, en el caso de los acciondemocratistas y pabellones verdes en el de los copeyanos).
Los asesores encontraron en AD y Copei los clientes ideales para desarrollar sus teorías publicitarias y aumentar sus ingresos en dólares, experiencia que luego replicarían con partidos de otros países latinoamericanos.
La memoria de esos 20 años quedó registrada en propagandas televisivas, con una estética marcada por la tecnología de la época: primero en blanco y negro y después a todo color.
Entre la lista de consignas y frases publicitarias quedan piezas icónicas, como:
“Ese hombre sí camina”, del hiperquinético gocho Carlos Andrés Pérez (1973).
“Luis Herrera arregla esto”, del refranista Luis Herrera (1978).
“¿Con quién estás tú, compañero?”, del cascarrabias Luis Piñerúa (1978).
“Hamos vivío marr, yo no soporto más esto”, del masista Teodoro Petkoff (1983).
“Jaime es como tú”, del médico Jaime Lusinchi (1983).
“Ese es mi Tigre”, del copeyano Eduardo Fernández (1988).
“Fuerza de la esperanza”, de CAP (1988).
III: La pea recargada (1993-1998)
En la agonía del siglo XX la “vieja pea” que conjuraron entre Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y Jóvito Villalba volvió a aparecer como en el famoso microcuento de Monterroso (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”).
El bipartidismo copó la escena política. Se impuso el criterio de que AD y Copei eran lo mismo, una “guanábana” que se había apoderado de las instituciones del país y que se repartía el erario público, y que, en fin, Venezuela estaba secuestrada por los políticos corruptos.
Producto del descrédito de la política, en algunos casos justificado, en otros exagerado por una competencia de poderes que se dirimía en los medios de comunicación, el país entró en lo que se llamó una crisis de gobernabilidad, es decir, en “la pea máxima”.
Pérez II, que había creado un gabinete de tecnócratas con poco entrenamiento político (“les faltaba burdel”, diría el malhablado de Petkoff), no pudo llevar a cabo las reformas económicas que se propuso y debió enfrentar una asonada popular (27 de febrero de 1989), dos intentos de golpe de estado (1992) y, finalmente, el juicio político y la destitución.
La “pea”, como una ballena que se avista en las costas del mar Caribe sacando su lomo a la superficie, expulsaba triunfante un chorro de agua ácida que bañaba a cada habitante del país.
Vino un interinato de 15 días (el de Octavio Lepage, “el Breve”) y un final de mandato completado por el venerable Ramón J. Velásquez. Se celebraron elecciones presidenciales en 1993, como estaba dispuesto, las cuales ganó ¿quién?, sí, uno de los que había dicho “orden en la pea” por allá en 1958.
Caldera y un séquito de partidos minúsculos formaron la alianza que llamaron Convergencia Nacional, conocido popularmente como “el chiripero”, que obtuvo la mayoría en las urnas. La abstención de casi 40% del electorado mostró el desencanto de los venezolanos con el sistema y dejó claramente expuesta “la pea”.
Cinco años después, en 1998, la candidatura de Hugo Chávez, líder de las intentonas golpistas contra Pérez II, indultado por Caldera en 1994, terminó de cumplir electoralmente lo que Caldera había empezado: hundir a los partidos tradicionales y su forma de hacer política.
La campaña electoral de Chávez, ahora sin uniforme y vestido de civil, fue todo un éxito dentro de una nación donde “la pea” estaba en su máximo esplendor, con un país empobrecido, acosado por una gigantesca deuda externa, donde a la política se le identificaba con corrupción.
La victoria de Chávez fue aplastante y más tarde la “pea” empujó a casi ocho millones de venezolanos fuera del país, que hoy deambulan por el mundo como una tribu bíblica.
CODA
Por esas cosas que les suelen pasar a los periodistas asignados a la fuente política, no rehuí la tentación, cuando se presentó, de ver campañas electorales por dentro.
Como en el Tríptico de San Antonio, la tentación se presentó tres veces. La amistad de colegas me llevó a hacer parte, por cortos períodos, de las oficinas de prensa del MAS, a finales de los años 80; de Copei en las postrimerías de los 90, y, a comienzos del 2000, en ese rocambolesco experimento antichavista de Francisco Arias Cárdenas llamado Unión.
Durante esos tres tiempos, llegué a pensar que podría ganarme la vida redactando discursos para los políticos, una actividad que parecía tan divertida como la de escribir ficción literaria, además de mejor pagada y más discreta.
Al igual que ahora, en ese entonces no me interesaba la filiación ideológica o partidista, con tal de que las personas con las que trabajara como “asesor comunicacional” me parecieran civilizadas, inteligentes, entretenidas y no dogmáticas. Así me parecieron los amigos de la casa masista en Las Palmas, de la sede copeyana de El Bosque, pero no así la de la secta militaroide que acompañaba a Arias Cárdenas y eso me hizo salir corriendo de aquella quinta de Los Chorros.
Mi padre, adeco como la mayoría de los emigrantes que llegaron a Venezuela en la década del 70, lamentaba que no hubiera pasado por las huestes blancas y, en lugar de ello, terminara apreciando profundamente al liberal Teodoro Petkoff y al conservador Luis Herrera Campins; así como también al socialdemócrata Carlos Andrés Pérez, pero ya cuando este andaba preso en La Ahumada, su casa que tuvo por cárcel.
Aunque breves, mis incursiones en campañas electorales me sirvieron para entender un poco la casi ontológica razón de “la pea” venezolana, que terminé resumiendo como una tragedia latinoamericana más, cuyas raíces se remontan a los siglos de colonización e independencia.
En el MAS, de la mano del temerario colega Pedro Chacín (buen tipo, lamentablemente fallecido en 1993) nos aventuramos en algunas ocasiones a grabar cuñas, radiales y de video, para candidatos a elecciones municipales. Desconozco a dónde fueron a parar esos pocos registros, solo sé que a Pompeyo Márquez no le alcanzó la propaganda para ser alcalde de Caracas en los comicios de 1989.
Entre 1997 y 1998 fui convidado a participar en la campaña de Irene Sáez, entonces apoyada por Copei, a donde me llevó también la amistad con algunas apreciadas colegas.
El respaldo copeyano a la ex Miss Universo había sido una ocurrencia del presidente del partido, Luis Herrera, y del secretario general, Donald Ramírez. Agustín Berríos, miembro del Comité Nacional, fue el enlace con la organización que la lanzó (IRENE, Integración y Renovación Nueva Esperanza). Parecía un buen indicio, además, que el destacado intelectual Diego Bautista Urbaneja estuviera al lado de la candidata.
Por esa época las encuestas le daban a la famosa rubia 45% de popularidad, muy por encima del candidato de la boina roja. Fue toda una experiencia acompañarla en algunas giras montados en la parte de atrás de un camión, recorriendo algunos barrios de Caracas y del estado Miranda.
Desde la oficina de prensa, donde tocaba hacer el seguimiento a las notas de prensa que se publicaban sobre la candidatura de Irene, intentábamos inútilmente de balancear el fuego cerrado de denuestos y burlas que la mujer recibía de la élite intelectual caraqueña y de un sector de Copei, encabezado por Eduardo Fernández.
“¿Cómo te fue?”, recuerdo que le preguntó uno de los periodistas de la oficina a Irene, que llegaba de la grabación de un programa de televisión para el que previamente se había preparado concienzudamente. “Un examen final”, respondió la candidata con semblante desolado. Nunca pudo digerir que la mayoría de los entrevistadores tratara, por todos los medios, de hacerla ver como una idiota.
Sufrí en carne propia el desmoronamiento de la candidatura de Irene y el ascenso popular del teniente coronel.
Al final, Ramírez y Herrera, en un esfuerzo in extremis por evitar aparecer como los padres del fracaso electoral, se juntaron sin vergüenza con el aparato adeco para quitarle el respaldo a sus respectivos candidatos: Irene Sáez y Luis Alfaro Ucero, y dárselo a Henrique Salas Römer. Ese movimiento desesperado no impidió una derrota indigna y definitiva para el bipartidismo.
Los que estábamos en la oficina de prensa, que opinábamos que era una infamia, casi obscenidad, lo que había hecho Copei con Irene, terminamos siendo parte de los 184.568 votos que en el recuento final de votos sacó la politóloga, exmodelo y ex reina de belleza. Chávez obtuvo 3.673.685 votos y Salas (el palo donde se ahorcaron AD y Copei) 2.613.161.
Al comando de Arias Cárdenas llegué de la mano de una colega de El Nacional que le había tomado cariño a Pancho, un hombre que caía bien y que hablaba pestes de Chávez cuando veía a su camarada en televisión. Un viaje con el candidato a Bogotá me terminó convenciendo de la frivolidad que animaba aquel experimento cívico-militar.
Al volver a Caracas renuncié y me fui a buscar de nuevo empleo de reportero, porque el de asesor electoral había perdido la gracia. “La pea”, concluí, era un destino irremediable.
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"A los que andan inventando mucho cuidado porque les va a salir caro, se acabó la impunidad. Se acabó, aquí habrá justicia y cada quien asuma su responsabilidad", dijo Cabello sobre la juramentación presidencial el 10 de enero