El papa Francisco siempre ha querido estar cerca de los presos, ya lo hacía cuando era arzobispo de Buenos Aires y ha seguido haciéndolo como obispo de Roma y en sus viajes internacionales.
Los mariachis que hoy interpretaron el «Cielito Lindo» ante el papa esta vez no llevaban sombreros charros y trajes brillantes, sino que iban vestidos con los uniformes grises de los presos de la cárcel mexicana de Ciudad de Juárez el Cereso 3, que el pontífice visitó hoy.
El papa Francisco siempre ha querido estar cerca de los presos, ya lo hacía cuando era arzobispo de Buenos Aires y ha seguido haciéndolo como obispo de Roma y en sus viajes internacionales.
Hoy llegó al Centro de Readaptación Social 3 de Ciudad de Juárez, que en el pasado fue uno de los más violentos del país, con motines que acababan con decenas de muertos como el que ocurrió hace unos días en el penal de Topo Chico, en Nuevo León, donde fallecieron 49 reos.
Pero hoy el conflictivo Cereso 3 parecía una prisión fantasma, limpia, con pintura fresca y arbolitos recién plantados y donde el silencio era el protagonista.
Antes de acceder al penal, Francisco saludó a un grupo de familiares de los presos y luego entró montado en un carrito de golf en el enorme patio de la cárcel, recibiendo el aplauso de 700 internos de esta prisión.
En uno de los lados, tras unas vallas, un grupo de reclusos vestidos con pantalón y sudadera grises -el uniforme de este penal tanto para mujeres como para hombres- cantaban y tocaban algunas rancheras bajo la atenta mirada de los guardias de seguridad.
Francisco se detuvo para bendecir la capilla, blanca, recién pintada por los propios presos, que se encuentra en medio del patio de la cárcel.
También estaban recién plantados algunos arbolillos, la única vegetación de esta gran explanada donde los 700 presos elegidos entre 3.000 guardaban silencio y esperaban bajo un sol abrasador.
Sentados lejos del palco donde el papa leyó su discurso y vigilados por la policía penitenciaria, 500 hombres y 200 mujeres de este centro siguieron en silencio las palabras del pontífice.
Solo 30 hombres y 20 mujeres pudieron pasar en fila a saludar a Francisco y entregarle algunos regalos, como objetos de cerámica o un báculo de madera tallado por uno de los presos.
El abrazo más cálido en un acto dominado por la tristeza fue el que se dieron Francisco y Evila Quintana Molina, madre de una niña, reclusa del Cereso Femenil y que lamentó la falta de reinserción y explicó la alegría que siente las pocas veces que ve a su hija.
En la pequeña capilla del Cristo Redentor, con cinco filas de bancos para los presos de esta cárcel, Francisco entregó su regalo: un crucifijo de cristal.
«Quise traer acá lo más frágil porque Cristo en la cruz es lo más frágil de la humanidad y sin embargo, con esta fragilidad, nos salva, nos ayuda, nos hace ir adelante y nos abre las puertas de la esperanza», dijo.
Todos los que acudan a esta capilla que «puedan sembrar semillas de esperanza», añadió.
Ante los 700 presos elegidos entre los cerca 3.000 encarcelados que se encontraban en el patio de la cárcel, denunció que se haya olvidado que lo realmente importante es «la vida de las personas; sus vidas, las de sus familias, la de aquellos que también han sufrido a causa de este círculo de la violencia».