Internacionales

La avidez de dólares en Cuba

Reproduzco, a continuación, extractos de un artículo escrito en 1986 a raíz de mi primer viaje a Cuba.

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Uno de los primeros desencantos que ha de afrontar el viajero en Cuba es que, a pesar de todos los intentos de búsqueda de otro horizonte, le es imposible salirse del poder y dominio del dinero y el dólar americano. Es como si en lugar de haber arribado a la fascinante isla del Caribe, supuesta protagonista de una de las más importantes y trascendentes transformaciones sociopolíticos del siglo, hubiéramos equivocadamente entrado en un circuito dantesco marcado por los valores materiales y monetarios. 

Habiendo zarpado en velero desde Miami, se nos había asignado como puerto de entrada a Cuba la marina Hemingway, un bello y moderno desarrollo turístico situado en Barlovento, al oeste de La Habana. Apenas atracamos en el muelle sin haber todavía desembarcado, mientras las autoridades realizaban los largos trámites de ingreso, se nos acercó un bañista ofreciéndonos cambio de dólares a una tasas tres veces superior al cambio oficial. Se trataba de un técnico de origen checo quien, al margen de su trabajo para el Estado cubano, se dedicaba a la altamente provechosa especulación cambiaria.

Este sería el primer encuentro de una serie que posteriormente se convertiría en una experiencia constante y repetitiva, casi similar al acoso de niños y mendigos en los países árabes. Caminar por las calles de La Habana llevó implícito un continuo acercamiento de jóvenes ofreciendo cambio y pidiendo o negociando los objetos y vestimenta que llevábamos puestos. Muchos turistas cometen el error de dejarse llevar por el altísimo beneficio cambiario sólo para posteriormente encontrarse con una gran cantidad de pesos que nadie acepta.

Los mismos bancos y hoteles recomiendan no cambiar moneda extranjera, ya que todos los comercios están obligados a cobrar en dólares o divisas fuertes. Es un país que no acepta su propia moneda.

En realidad, la avidez por el dólar no reside en la acumulación y posesión de divisas (al menos que se esté pensando en escapar de la isla), ya que ello está perseguido y penado fuertemente, sino en los bienes que pueden obtenerse con dólares en las tiendas para turistas, las únicas con cierta mercancía.

El deseo de bolígrafos, encendedores, zapatos, medias de nylon, bluejeans y cigarros norteamericanos es tal que desde los funcionarios de aduana hasta los mesoneros o simples transeúntes los piden o insisten en negociarlos y comprárselos a los turistas. Los cubanos pagan a los visitantes por la misión de entrar en las tiendas para turistas y comprarles mercancía. Un ventilador hecho en Japón, un objeto altamente deseado, cuesta 41 dólares en las tiendas de Intur.

En territorio cubano, es decir, en las tiendas que popularmente llaman «Tiendas de los millonarios”, a donde sólo tienen acceso los pocos cubanos con poco poder adquisitivo, miembros de la burocracia acaudalada, el mismo ventilador cuesta aproximadamente 500 pesos, es decir, más de doce veces su valor a tasa oficial.

Infinidad de jóvenes se nos acercaron para pedirnos que les compráramos en las tiendas turísticas aparatos eléctricos y ropa. A los marineros del barco que aceptaron el trato, además de pagarles el taxi, le dieron 80 pesos por el servicio. Y como si fuera poco, en la noche les consiguieron mujeres a las cuales pagaron sus bondades eróticas con desodorantes, afeitadoras desechables y cosméticos.

Esta avidez por el dólar podría considerarse comprensible en una población que vive desde hace 27 años el régimen de las cartillas de racionamiento, pero se hace inaceptable cuando viene directamente desde las instituciones gubernamentales.

Una experiencia vivida puede servir de ejemplo. Habiendo partido de La Habana en dirección a Haití, nos vimos obligados a realizar una entrada de emergencia en el puerto de Nuevitas. Llegamos a la entrada de la bahía a las 10:30 am. Por radio, las autoridades del puerto nos informaron que debíamos esperar fondeados hasta las 2:00 pm. Sin embargo, a los 10 minutos se presentó una lancha guardacosta con soldados uniformados empuñando armas largas y nos hicieron seguirlos hasta un pequeño muelle auxiliar. Nos abordó la guardia para inspeccionar el barco y nos informaron que tenían que decomisar todas las cartas marítimas y los diversos aparatos del yate.

Los trámites de inmigración y aduana duraron hasta las 6:45 pm. Los efectivos de Sanidad habían sellado los refrigeradores haciendo referencia a las infecciones que podían transmitir los alimentos norteamericanos. Nosotros, lo único que deseábamos era bajar a tierra debido a que por la fuerte marejada que habíamos afrontado antes de nuestro arribo, no habíamos probado bocado desde la noche anterior. A pesar de haber realizado todos los trámites de ingreso, un guardia apostado al lado del barco no nos dejaba desembarcar. También se habían negado al suministro de agua y combustible. Todos los trámites, el papeleo, el “espérese aquí que ya viene el oficial encargado”, habían tomado un cariz kafkiano y la angustia comenzaba a tomarnos antes los absurdos trámites que se prolongaban. A las 8:00 pm nos permitieron desembarcar para comer.

De vuelta al barco después de la cena, nos encontramos con que el segundo secretario del Partido Comunista de Nuevitas y el jefe de la Guardia Costera estaban dentro del yate y de forma muy amable se ofrecieron a ayudarnos. Dijeron estar dispuestos a suministrarnos los servicios y provisiones de agua o hielo que requiriéramos. Al día siguiente, la actitud fue totalmente diferente.

Después de las 10 horas de trámites del día anterior, de las complicaciones y de la falta de repuestos para reparar los daños en el barco, lo único que deseábamos era salir de Cuba y hacernos al mar nuevamente, así que pedimos la cuenta y el permiso de zarpe. Cuál fue nuestra sorpresa cuando por una noche de muelle y 200 litros de combustible, la consignataria Mambisa nos presentó una cuenta de $18.000. En la marina Hemingway, por cuatro días de muelle, los trámites oficiales y mucho más combustible, nos habían cobrado $110, lo normal según los precios internacionales de los servicios marítimos en esa época.

Ante semejante atropello que rayaba en el asalto con los guardias armados y las autoridades del puerto dentro del yate, fuimos a hablar con el secretario del partido comunista. Por su intervención nos rebajaron la cuenta a $1.300. Amenazamos con dejar el barco en Nuevitas y acudir a la Embajada y después de mucha discusión, para salir del impase, y alegando que sólo teníamos el dinero necesario para seguir la travesía, acordamos pagar $800, un monto todavía muy alto para los servicios prestados.

En medio de la discusión, uno de los funcionarios de Mambisa comentó: “Pero ustedes pusieron en sus declaraciones de Aduana que tenían más que eso. El problema es haber dejado desembarcar a sus compañeros que tenían los dólares para irse a Camagüey” (algunos de nuestros familiares, ya muy cansados, habían sido autorizados a irse en avión). Cuando con cara de desagrado y agravio salimos de la aduana para embarcarnos y zarpar, la secretaria del director de la consignataria del Estado nos dijo: “Negocio es negocio”.

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