Se acostaron con la noticia de que la Alcaldía de Bogotá los sacaría la madrugada de este viernes del predio aledaño a la terminal de transporte que ocupan desde hace cuatro meses y que es mayoritariamente de propiedad pública.
«Muchos acá se hacen la pregunta (de) si nos van a mantener como en una celda o vamos a seguir como aquí, en el libre espacio», dice a la AFP Alessandro Marra, uno de los líderes del asentamiento informal en el que viven 285 venezolanos.
Como este hombre de ascendencia italiana, muchos temen que las autoridades persigan a quienes no tienen documentos tras huir con lo justo de la agrietada Venezuela, en la que además de alimentos y medicina, escasea el papel para imprimir pasaportes.
Desde que instalaron sus «cambuches», como llaman a sus refugios construidos con palos y bolsas plásticas, han corrido rumores de desalojos ante la apropiación de espacio público. La salida es cuestión de días, advierte la alcaldía de la capital colombiana.
«Ya tenemos acondicionado un espacio (…) para poder dar las condiciones de atención humanitaria que necesitan estas personas por un periodo de máximo tres meses», explicó a periodistas Cristina Vélez, secretaria social de la alcaldía.
Allí el distrito les garantiza albergue y comida diaria mientras definen su situación legal en Colombia o siguen su rumbo por la región. Pero tendrán prohibido hacer fogatas o recibir donaciones en las zonas cercanas, que les permitieron sobrevivir este tiempo en los «cambuches».
La ONU estima que al menos 2,3 millones de personas emigraron de Venezuela desde 2015, huyendo de la profunda crisis del país petrolero. En los últimos años Colombia ha recibido a más de un millón de venezolanos, de los cuales ha regularizado a 820.000.
Al campamento improvisado llegan a diario entre 20 y 30 venezolanos en busca de techo o comida tras haber recorrido cientos de kilómetros a pie o en autostop desde la frontera. No todos se quedan, varios recargan energías para seguir su travesía en otras naciones.
– Escépticos –
«Buscamos un futuro pa’ la familia que se quedó en Venezuela, porque si nos quedamos toditos allá, toditos nos vamos a morir de hambre», cuenta William García, un celador de 38 años que caminó doce días desde la frontera hasta llegar a Bogotá.
Aunque tiene los pies hinchados, William cuenta los minutos para recuperarse y seguir el camino hacia Ecuador.
Pese al anuncio de desalojo inminente, algunos mantienen el escepticismo y apuestan a un cambio de planes de último minuto.
Esta vez se salieron con la suya, pues por los desmanes de las marchas estudiantiles de la víspera en Bogotá no hay efectivos para trasladarlos. Solo tuvieron el susto del inusual sobrevuelo de la aeronave estatal.
Pero Vélez advierte que no hay vuelta atrás y su despacho publica las fotos de donde podrán ir a vivir temporalmente: unas carpas amarillas en una zona boscosa. Desde la alcaldía aseguran que el traslado no pasará de la próxima semana.
«Yo me despierto a las cuatro y media de la mañana, patrullo y a las cinco o seis de la mañana me pongo a barrer, para tener todo ordenadito. Pa’que no digan que uno no es aseado», apunta Juan Antonio Gordero, de 31 años, quien llegó hace tres semanas al asentamiento informal.
Como Gordero, son varios los venezolanos que este viernes han seguido con la rutina que han establecido desde que están en el lugar: limpiar los «cambuches» y organizar sus pocas pertenencias.
Algunos van más allá. Víctor Vallenilla ha instalado un pequeño árbol de Navidad para adornar su «casa». «La Navidad este año va a ser bien, porque al menos vamos a estar aquí en Colombia, vamos a comer hallaca, cosa que allá ya no se come», señala este barbero sin ocultar la nostalgia.
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