Beatificación de José Gregorio Hernández

José Gregorio Hernández en Australia

Los venezolanos tenemos muchísimos problemas. Pero uno de los que nos marcará de por vida es, sin duda, el de la diáspora. Hay pueblos en el mundo que por diferentes situaciones se han “acostumbrado” a emigrar. Pero en nuestro caso, el nuestro era un país adonde la gente venía... no de donde la gente se iba.

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Fotografía: Daniel Hernández

Recientemente estuve en Houston visitando a dos de mis hijas. Pensé en mi regreso a Venezuela desde el día uno. Este artículo lo escribo desde el avión, con mi corazón literalmente partido en dos de tener que dejar a Tuti, mi hija especial, mi amiga, mi compañera, mi vida, en casa de su hermana. Tuti estaba muy nerviosa en Caracas y la verdad es que no quiero que ella, que es como un angelito, se contamine con sentimientos y experiencias negativas. Ya ha vivido demasiado de esta situación. Ella, a pesar de estar contenta en casa de su hermana, todos los días abre su tableta y busca las noticias. Está al tanto de todo. Se comunica con su papá, sus tíos y sus amigos en Venezuela y está pendiente de todo lo que pasa. Sus raíces están allá, aunque ella quizás no lo entienda de esa manera.

En Houston tuve la dicha de compartir con mucha gente querida que también ha emigrado. Beatriz Cardozo Pocaterra es mi amiga del colegio desde que éramos muy pequeñas. Tiene 28 años fuera del país –no por razones políticas- y sus hijos, que salieron de Venezuela de 6 y 4 años, son tan venezolanos como el que más. Su mamá ha sabido transmitirles el amor por lo nuestro.

El domingo 28 de abril Bea y yo fuimos a la clausura de la exposición de Rayma Suprani sobre la diáspora. Cuatro paredes completas de un hermoso e iluminado salón sostenían las obras de la caricaturista venezolana. Empezando por la primera pared, frente a una caricatura de dos venezolanos, uno en Venezuela con su franela tricolor y sus siete estrellas, al lado de otro venezolano de la diáspora, también con su franela tricolor, pero cuyas manos y pies se han transformado en raíces que no encuentran dónde arraigarse. Recordé lo que escribió una amiga mía sobre un árbol de enorme tronco que había caído en la entrada de su casa en Florida, Estados Unidos: “me di cuenta de que se había caído porque a pesar de ser grande, no tenía raíces… y pensé entonces que yo era como ese árbol, que mis raíces no estaban aquí, sino en Venezuela”.

Le conté la historia a Beatriz y las dos soltamos unos lagrimones. Luego Rayma -quien había venido expresamente para la clausura- Belkys Guerrero, la dueña de la galería y Rosa Ana Orlando, la museógrafa, hablaron de las experiencias de las personas que durante estas últimas semanas habían pasado por la exposición. Beatriz y yo no éramos las únicas que habíamos llorado. Un señor colapsó literalmente ante la representación de unos “bati-bati”. Otra señora lloró desconsolada frente a las imágenes del último muro, y así, historia tras historia de cómo tantos venezolanos hicieron catarsis frente a la representación gráfica de nuestra tragedia, tanto en Houston como en Miami.

Las representaciones de Rayma son lapidarias: “¿Cómo meter mi Ávila en dos maletas?” se pregunta una inmigrante. “¿Sabes dónde está Venezuela?”, les pregunta una abuela a sus nietos. Y ambos la abrazan, y recostados contra su corazón le responden “¡aquí!”.

Lo peor de la inmigración es que no nos llevamos lo que nos es más valioso. Los caraqueños no podemos llevarnos el Ávila, ni las guacamayas, ni el cielo de Caracas en enero. Los maracuchos no se pueden llevar el puente, los valencianos no pueden cargar con Tucacas. Ninguno puede llevarse a sus amigos. Y así, uno tras otro de los que se han ido, han dejado lo que les es más caro. Sobre todo, los seres queridos que se quedaron con ese dolor de la separación tan bien descrito por el francés Edmond d´Haracourt cuando escribió que “partir es morir un poco, porque es morir a lo que se ama”.

Otra de las representaciones –y una de las que más me sacudió- es la de una venezolana entre una multitud de gente, donde ella sobresale por su alegría. La leyenda reza: “Venezuela, donde estés, ¡no pierdas la alegría de vivir!!!”. Esa alegría, que es como un sello nuestro y que encanta a tantos en todo el mundo. Esa alegría que también se ha ido de Venezuela.

Rayma nos contó que un señor le había escrito diciéndole que él quería un cuadro que representara a Venezuela, pero que no había podido decidirse por ninguno. “¿Como qué cosa le gustaría?”, le preguntó ella. El hombre, después de meditarlo un rato, le respondió: “quiero un José Gregorio Hernández… eso me recuerda a mi abuelo, que era muy devoto”. Rayma pintó entonces a José Gregorio Hernández y cuando le preguntó al dueño que adónde se lo mandaba, la dirección era en Australia. Así salió la imagen de José Gregorio Hernández para el fin del mundo. Y es que hasta en el fin del mundo hay venezolanos…

¿Por qué escribo esto?… No estoy contándoles nada nuevo. Todos los que vivimos aquí en Venezuela tenemos una, dos, tres o más personas entrañables viviendo fuera, viviendo lejos. Todos hemos derramado lágrimas para llenar un lago, a pesar de que la tecnología nos mantiene cerca. Pero es que no hay nada como un abrazo o un compartir venezolano.

Escribo para recordarles a quienes viven fuera que nunca dejen de hablarles a los pequeños de Venezuela. Que ellos también sientan que, aunque vivan en otro lugar que acogió a sus familias y al que tienen que estar agradecidos, hay una tierra -más cerca o más lejos- donde está la ribera norte del Río Arauca, donde sus padres nacimos y crecimos, donde jugamos y nos enamoramos. Donde nos peleamos y nos despechamos, donde fuimos exitosos y fracasamos. Donde nos sentimos esperanzados y nos frustramos, donde trabajamos, pensando que contribuíamos a tener un mejor país. Y que a pesar de todas las desgracias que nos ha traído el chavismo, la anti política y la corrupción, hay una esencia que se mantiene intacta: la venezolanidad.

Háblenles en venezolano. Recuérdenles lo bueno de nuestra Venezuela. Que sientan que, aunque no tengan país, vienen de un lugar donde los sueños fueron posibles de realizar porque fuimos un país de brazos abiertos. Que somos hermanos de la espuma, de las garzas, de las rosas y del sol. Hijos de las arepas y de las hallacas. Que no hay fiestas como los que aquí tenemos, ni abrazos como los que aquí nos damos. Y que más temprano que tarde podrán volver. Entonces podremos celebrar y abrazarnos todos. Y si no pueden regresar, que vengan a pasar Navidades en casa. Porque nuestra casa, lejos, más lejos, o lejísimos, se llama Venezuela.

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