Escuela y familia
Abandonemos el engaño: la escuela no educa, escolariza. Pero en la sociedad venezolana hemos enraizado la creencia operativa de que aquélla asuma la función de educar.
Abandonemos el engaño: la escuela no educa, escolariza. Pero en la sociedad venezolana hemos enraizado la creencia operativa de que aquélla asuma la función de educar.
La familia —esa antigua y necesaria institución de la delicada vida civilizada— tiene rato, entre nosotros, insistiendo en renunciar a lo que garantiza su existencia: la indelegable función amorosa de educar a los suyos. Vive su gran tragedia: ya no quiere ser la fuente de los hábitos que garantizan la convivencia democrática. Que de ello se ocupe la escuela. Que los modelos virtuosos habiten en ésta, no el en hogar. Que la autoridad de los límites morales circule allá. Y en él, la fiesta de la comodidad y el falso descanso.
Decirlo, suena a exageración y generalización. No obstante, basta con asomarse a la vida cotidiana de las escuelas para constatar y comprobar este empobrecimiento cultural. El silencioso enfrentamiento entre maestros y padres es el eje transversal de la cotidianidad escolar. El maestro pide que éstos eduquen a sus hijos, para ellos poder cumplir con excelencia pedagógica su labor: dotar de competencias técnicas y sociales a quienes vienen del hogar dotados de hábitos o competencias morales; afianzar y desarrollar la educación bondadosamente humana que la familia impone gratuitamente. Repito, impone; porque hacernos personas civilizadas, amantes de la democracia, debe ser una imposición, una obligación innegociable. De no ser así, triunfa la barbarie, el despliegue de lo totalitario o dictatorial.
Presenciamos las tensiones que propician las mediocridades personal y comunitaria: que la escuela valore, enseñe como necesario, lo que la familia desprecia, considera innecesario. El diálogo, allá; el grito y la mudez, aquí. El compromiso, allá; el mínimo esfuerzo, aquí. La solidaridad, aquí; la indiferencia, allá. El amor por la lectura, allá; aquí, el desprecio por ella. Esto lo viven el niño, el púber y el adolescente. Esto lo sabemos todos. Presentimos que debemos cambiarlo. Esa certeza nos arrincona diariamente. Es la intuición de lo doloroso. Es el presentimiento de la llegada del horror, si no elegimos renunciar a continuar pintando o dibujando ese panorama.
Es la hora de las coherencias espirituales, éticas y sociales. Hay un maestro, una maestra esperando que la familia despierte y retome su sagrado lugar: ser nicho de virtudes. Y ello se comienza en los pequeños detalles: honrando, colaborando, oyendo, agradeciendo, dialogando con los demás.