Ayer comenzó una nueva edición del Campeonato Sudamericano Sub-20, mejor conocido como Juventud de América. La tradición marca que en él se darán cita lo más granado del fútbol de nuestra región; veremos algunos jugadores que ya transitan la frontera entre ser y no ser protagonistas en el fútbol, y otros que necesitan estos torneos para poner a prueba sus fortalezas. El futuro, comprendido como la posibilidad de ejercer una profesión y encontrar el éxito en ella, nunca ha sido más despreciado y distorsionado como en esta competencia.
Este es un torneo, cuando menos, insoportable para sus protagonistas. Cada selección debe enfrentar cuatro partidos en la primera ronda, tres de ellos con apenas un día de recuperación (imposible llamar a esto descanso) entre partido y partido, lo que desafía cualquier estudio serio acerca de las respuestas del ser humano en una actividad como el balompié. No olvidemos que en cada entrenamiento y en cada partido hay un desgaste integral del futbolista; no se puede disociar lo físico de lo congnitivo ni tampoco de lo emocional. Es por ello que en este tipo de torneos es imposible evaluar realmente las virtudes de los futbolistas, ya que en ninguna otra ocasión volverán a transitar semejante campo minado. Asumir que el desempeño en semejante contexto es garantía de un éxito futuro significa desconocer, abiertamente y de forma militante, la incertidumbre que define todo tiempo por llegar y las leyes de este deporte.
En esta competencia -la actual edición se celebra en Uruguay- se hacen presentes los observadores de los grandes clubes europeos. ¿Que buscan, talento o soldados? La pregunta es pertinente porque por su propia naturaleza, el formato al que hacía mención anteriormente, se asemeja más a un episodio bélico que a un justa deportiva. Los más importantes equipos, los dominadores de la escena mundial, o las ligas con los calendarios más exigentes -Brasil, por ejemplo-, obligan a sus clubes a jugar un máximo de dos partidos por semana. Hay excepciones, pero estas tienen que ver con la disputa de copas internacionales y para ello, los clubes disponen de plantillas más amplias que posibilitan el cuidado del futbolista como lo que es, un atleta.
Es por esto que me cuestiono si el calendario de estos eventos juveniles -una selección juega tres partidos por semana- no tienen que ver más con un mercado de piernas que con las posibilidades reales de triunfo y adaptación de los futbolistas a distintos contextos y situaciones de esta actividad. Ya sé que en un deporte en el que la gran mayoría elige entrenamientos y trabajos alejados de su realidad competitiva no debería sorprenderme semejante despropósito, pero es que si no alzamos la voz nosotros, ¿quién lo hará? ¿Conmebol? ¿FIFA? No, que va, permítame dudar de sus intenciones; lo suyo pasa por seguir exprimiendo aún más a esa anémica gallina de los huevos de oro que es el fútbol.
El futuro de estos chicos no puede ser decidido en partidas de ruleta rusa en oscuros sótanos de Asunción o Zurich. Comencemos por hacer respetar al futbolista como único protagonista de este juego para luego exigir mayores mejoras. Este no es un pedido vanguardista ni original; sí es un intento por recordar que esto es un juego, y lo importante, como escribieron Rosa Coba y Francisco Cervera, ¡es el jugador!