Opinión

El simulacro perpetuo

La risa y la vergüenza suelen ir agarradas de manos en la sátira. Y nada más mordazmente irónico y vergonzoso que la foto de la antena de comunicaciones de la tanqueta de guerra hundida en el río Sanare el primer día del Escudo Bolivariano 2015, operativo en el que “desplegamos toda la capacidad defensiva de la patria” como “nuevo concepto militar del pensamiento bolivariano”.

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Si el simulacro realizado en El Gamero, estado Apure, no se hubiera cubierto de pesar con la muerte de un cabo de 23 años y otros militares heridos, los sucesos de Guasdalito hubieran inmortalizado el sarcasmo y la sátira con la caricatura de los civiles incorporados a la movilización contra el Imperio Norteamericano simulando disparos con armas hechas de madera y cartón. Para la revolución, la política es, en esencia, teatro.

Tal vez, ese sea el aprendizaje que más me ha costado integrar durante todo el largo proceso de descalabro y destrucción de Venezuela con la revolución bolivariana, entender la política, y más que ella, la vida misma, como espectáculo, como farsa, como una puesta en escena de un guión que los otros están dispuestos a aceptar como realidad. Tenemos, así, a unos personajes que se ven a sí mismos como héroes de una épica descomunal y que, sin retos ni batallas, han tenido los medios para convertir el país en el escenario de su imaginación. Para gobernar la Venezuela revolucionaria no es necesario solucionar los problemas de la gente, no se requiere capacidad de gestión, sólo es prescriptivo crear una ficción. Basta negar la evidencia y eliminar por decreto los datos adversos al poder, y armar una narrativa paralela y alternativa a la realidad. Gobernar es un simulacro perpetuo.

En su libro, Mercaderes de la duda, Naomi Oreskes y Erik Conway muestran como algunos influyentes científicos pueden enturbiar la comprensión de la realidad para imponer determinadas agendas económicas o políticas. En América Latina, los revolucionarios han sustituido a los científicos para convertirse en los más codiciosos mercaderes del embuste. El problema no es, sin embargo, la codicia de uno pocos, sino la tendencia a cerrar los ojos que domina a una buena parte de la población. Como señala Antonio Muñoz, “hay personas predispuestas a no ver la realidad, y hay otras que se dedican profesionalmente a favorecer esa ceguera, o a hacer pasar por hechos de la realidad las invenciones del delirio”. Al primer grupo ha pertenecido una cantidad importante del pueblo venezolano y al segundo grupo corresponden Nicolás Maduro y sus ministros en su hiperbólica lucha contra el satánico Imperio del Norte.

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