Cultura

¿Por qué me gusta el terror?

Me sucede con frecuencia. No saco el pulgar del control hasta que consigo un título que me sugiere sangre o al menos un monstruo con sed de ella o un ambiente lúgubre en el que, intuimos, va a morir hasta el camarógrafo.

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Ffotoleyenda: Poster de Cristopher Lee, Vincent Price, John Carradine y Peter Cushing por la película “House of the Long Shadows” (1983), de Pete Walker

¿Por qué me gusta tanto el terror? ¿En qué me convierte esta persecución vía zapping de hemoglobina,  serial killers, casas góticas, ambientes caóticos, gritos desesperados, fantasmas atormentados,  doctores dementes, niños demacrados y chicas semidesnudas corriendo por su supervivencia?

No he diseñado una teoría que pueda responder efectivamente a la pregunta anterior. Sin embargo tengo plena conciencia de eventos, personas y situaciones  que contribuyeron a fomentar en mí un permanente deseo de conocer más sobre este lado oscuro del cine.

Empecemos con los responsables que incidieron en el desarrollo del gusto. El primero: Luis Guillermo González, conductor de un espacio llamado Señor Cine, que transmitía RCTV. Fue allí donde conocí a la Santísima Trinidad Diabólica que ilustra este espacio, Cristopher LeeVicent Price y Peter Cushing. El segundo: Isaías Pulgarín, mi padre, quien me abría un ladito de la cama para compartir con los hombres lobos, frankesteins, dráculas y momias bajo la mirada recriminatoria de mi madre. El tercero: Rodolfo Izaguirre. Gracias a su Cinemateca en el Aire, maravilloso programa en el Canal 5 que desmenuzaba joyas cinematográficas, me topé con un ser que me cambió la vida: Nosferatu, el Vampiro.

La repulsión/atracción que sentí por este chupasangre con graves problemas de ortodoncia, interpretado colosalmente por Max Schreck, solo podría compararse con la que me inspiró el Hannibal Lecter  de Anthony Hopkins.

Luego, debo referirme a la casa de mis abuelos. Pasé parte de mi infancia en esta inmensa morada garcíamarqueana, que, entre otras cosas, contaba con un sótano donde el padre de mi madre tenía un taller de madera. Primitivo, con unas escalinatas improvisadas y una humedad que atraía a insectos y mamíferos por igual, fue el sitio en el que desarrollé las más estrambóticas fantasías (por ejemplo que las ratas tomarían venganza como Ben, mientras nos entregábamos plácidamente a Morfeo) y fobias propias de la infancia (la oscuridad como el lugaren el que habita y florecen las jugarretas de Satán).

Tres recuerdos asociados a esta etapa de mi vida: el alacrán que me despertó en la mañana tratando de traspasar mi dedo meñique. El arrollamiento de una moto que me dejó inconsciente y con la cara como El Hombre Elfante de David Lynch. Y una olla caliente de sancocho que terminó derramada sobre mi brazo izquierdo.

Este último hecho es significativo porque veía como mi piel hervía mientras mi abuela Ana –ferviente católica- me enrollaba con cebollín y oraba en voz alta para que cesase el dolor y se recuperara la piel. Es lo más cercano que he estado de sentirme Linda Blair.

Curiosamente, tanto en el sopapo como en la sancochada, se pensó que necesitaba cirugía. No fue necesario. Mi recuperación  fue milagrosa, lo que aprovecharon mis católicos familiares para “comprobar” su teoría: existen poderes que están más allá de nuestra razón. Y eso que aún no habían estrenado Expedientes Secretos.

Torture Porn en San Bernardino

El término Torture Porn ha generado mucha discusión entre seguidores, cinéfilos y catedráticos del terror.  Lo que me interesa informarles es que, si no conocen este subgénero, deben echarle una miradita al tráiler de Hostel, de Eli Roth (la primera, el resto no vale la pena), para entenderlo.

En una entrada anterior les hablé de Benancio y su patada alevosa. Sucedió durante un recreo. Jugábamos con una pelota gris, recuerdo. Y luego de una finta a lo Robinho, recibí una zancadilla. Mis dientes dieron de frente contra un piso de concreto que ni se inmutó. Tendría yo no más de diez u once años.

Con cada colmillo, canino, incisivo, premolar y molar a punto de caer como las primeras gotas que anuncian el diluvio y con la garganta absorbiendo más sangre que Drácula de Copolla, me llevaron al Seguro Social. Sí, no a una clínica ni a un hospital, ¡al Seguro Social de la Parroquia Altagracia!

Allí, unos chamos practicantes y un supervisor muy parecido a un “Mad doctor”, literalmente se pusieron manos a las obras para salvar mi sonrisa. Para ello, Introdujeron un metal parecido al cobre, que perforaba mis encías. Estoy seguro que por mis gritos, más de un niño que sólo iba por un Tachipirin se piró de ahí. Una vez terminado el proceso, me colocaron una pasta que inmovilizaba toda la boca. Hágase usted la idea del protector bucal de un boxeador, pero que no puede retirarse al gusto. Bueno, así.

¿El resultado? Magnífico, sólo perdí un diente. Mire usted y yo quejándome del Seguro Social (inserte aquí el grito de la IV “es que antes las cosas servían»).

El punto es: cada vez que veo una cinta en la que un personaje es torturado, recuerdo inmediatamente este pasaje de mi vida y digo: “yo sé lo que se siente”. “Yo lo sufrí”. “Yo protagonicé mi propia ‘Torture Porn’ y sobreviví”.

La teoría del miedo

Dos son las teorías que reinan a la hora de explicar por qué nos metemos a una sala de cine o alquilamos una obra para vivir una experiencia que puede causarnos angustia (con suerte y si la película es buena). A saber:

1-    Realmente no estamos asustados, estamos excitados. Una cosa de adrenalina pues.

2-     Buscamos el sentimiento de alivio o de euforia que produce el final de la experiencia. Es decir, no es el camino (el viacrucis)  sino la redención lo que deseamos.

Ambas hipótesis me parecen insuficientes para explicar un proceso tan complejo.  Afortunadamente existe gente como Eduardo Andrade de la Universidad de California, Berkeley y Joel B. Cohen, de la Universidad de Florida, que sigue investigando. Ambos mostraron, en 2007, un nuevo estudio con una visión innovadora y profunda.

“Creemos que es necesaria una reevaluación de las dos explicaciones dominantes sobre por qué voluntariamente la gente consume experiencias ‘negativas’. Ambas explicaciones asumen que la gente no puede experimentar emociones negativas y positivas simultáneamente”, dicen Andrade y Cohen.

En pocas palabras y para resumir el extenso trabajo, estos chicos afirman que los espectadores de películas de terror son felices al ser infelices. Esa conclusión, que mezcla sensaciones, explica perfectamente la reacción que tuve al ver El Exorcista y La Profecía, por ejemplo.

El freak

Me he acostumbrado a esa cara de decepción que ponen amigos y allegados cuando les comento, excitado, sobre una cinta que me hizo pasar una cagazón terrible. “¿Tú ves eso?”, preguntan, con cara de haberse comido tres kilos de wasabe. Es raro, rarísimo, conseguir a alguien con el que puedas intercambiar ideas sobre este género, maltratado por la opinión pública y subestimado por la mayoría de cinéfilos del mundo, subestimación impulsada desde la Academia. Toda una paradoja cuando grandes directores han fracasado en su intento de ingresar o coquetear con este universo. Veamos:

–         Francis Ford Copolla en Twixt

–         Quentin Tarantino y Robert Rodríguez en Grindhouse

–         Tim Burton en Sweeney Todd

–         Ridley Scott en Hannibal

–         Martin Scorsese en Shutter Island

–         Joel Schumacher en 8 MM

–         John Frakenheimer en Dr. Moreau

–         Pedro Almodóvar en La Piel que habito

Podría seguir y hacer la lista infinita, pero sólo quiero demostrar que hacer cine de terror, en cualquier de sus subgéneros, no es mezclar dos cucharaditas de Nestea en agua. Es cierto, en este mundo podemos encontrarnos con cosas tan casposas como Sé lo que hicieron el verano pasado, antepasado y el que viene número 99, pero también hay un material que merece salir de los círculos “freakys” y ser tan discutido como las cintas de Woody Allen o cualquiervaina del sobrestimado ciclo del cine francés.

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