Al parecer, entonces, la economía todavía no ha colapsado. ¿Qué más habría de suceder para declarar el colapso formal de un sistema de energía eléctrica y un red de distribución de agua potable incapaces, desde hace años, de servir a 30 millones y medio de habitantes que viven en el territorio nacional? La revista The Economist titula un artículo en la sección sobre las Américas: El juego final en Venezuela. ¿Qué más se necesita para llegar al final en una sociedad cuya trama social se ha roto, que sufre y llora más de 27,000 muertes violentas en un año?
Si por colapso entendemos la “paralización o disminución importante del ritmo de una actividad” o la “destrucción y ruina de un sistema o una institución”, Venezuela colapsó hace tiempo. Un país petrolero con más del 76% de la población viviendo bajo la línea de pobreza, obligada a soportar una inflación de 720%, según proyecta el FMI, constreñida a dedicar la mayor parte de sus horas y trabajo productivo a sortear la escasez de productos básicos y medicinas en denigrantes e interminables colas, es un país que ya fracasó como sistema y como sociedad. Cierto es que todavía la nación no ha caído en default y no ha dejado de pagar religiosamente su deuda financiera como tampoco ha ocurrido una explosión social generalizada ni se ha declarado formalmente una crisis humanitaria que obligue al auxilio internacional. Pero eso no serán más que las secuelas de un colapso previamente anunciado y claramente diagnosticado desde los primeros anuncios del modelo de sociedad planteado fraudulentamente por la revolución bolivariana.
El año 2016 será un verdadero annus horribilis que acumulará en tres años una caída nunca vista de cerca del 25% del PIB. ¿Lo soportará la población? ¿Habrá un cruento estallido social? La paciencia y sumisión mostradas, hasta ahora, por la ciudadanía venezolana dan pocas luces sobre los mecanismos de presión social que pudieran cambiar el curso de la historia. Más notorios han sido los modos de adaptación y las nuevas formas de vivir en pobreza y escasez. El piso para el colapso de las naciones es infinitamente flexible. Puede descender hasta profundidades insospechadas. La adaptación o reacción de la población a los distintos niveles de penuria dependerán de las visiones y pautas de acción que puedan ofrecer los líderes a una población disminuida y agotada por los golpes de la vida.