Opinión

El horror del ciberacoso

Hay heridas que calan profundamente en la mente y en el corazón de un niño. Es difícil imaginar el sufrimiento de alguien, hoy en día, que está expuesto a burlas y denigraciones todo el tiempo a través de las redes sociales

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Una invitación de mi amiga Ingrid Serrano Duque a participar en un video en contra del ciberacoso encendió todas mis alarmas. Ciertamente, el ciberacoso, una manera de hostigar a alguien 24 horas al día, es una de las peores cosas que le pueden suceder a un ser humano.

Todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos sido víctimas de acoso. Pero ahora el acoso no dura sólo unas horas, está presente todo el tiempo y en todas partes. Incluso, ha llevado a niños, adolescentes y adultos a cometer suicidio. No todos, por desgracia, tenemos la fuerza interna para resistirlo, sobre todo si se ha crecido desprovisto de amor.

A mí me pasó… Han pasado tantos años que ya puedo contarlo. Estaba en cuarto grado, cuando mi maestra me pidió que fuera a darle un recado a la maestra de sexto grado. Cuando llegué al salón, había una gran algarabía. Todas estaban de pie, hablando alegremente. Recuerdo que hasta me costó conseguir a la profesora, quien estaba sentada en un pupitre al fondo del salón. Cuando le di el recado, alguien me dijo “dile a tu profesora que está loca… que se vaya a freír monos”. Yo regresé a mi salón, le di la respuesta que mi maestra necesitaba y me senté. Mi mejor amiga, que se sentaba a mi lado, me preguntó que por qué me había tardado tanto. Le conté que había tal zaperoco, que me había costado encontrar a la profesora. E ingenuamente le conté lo de que “mi profesora estaba loca y que se fuera a freír monos”. Minutos más tarde, mi maestra le hizo una pregunta a mi amiga, que no tenía idea de la respuesta. Y ella, para salir airosa del paso, no encontró nada mejor que decirle –en lugar de su respuesta- lo que me habían dicho en sexto grado.

A mi maestra no le gustó nada. Me preguntó que quién había dicho “tamaña falta de respeto” y me reclamó no habérselo dicho. Yo le dije que, de verdad, no sabía. Pero ella, ni corta ni perezosa, me llevó al sexto grado y armó un escándalo. Me conminó, frente a todas, a reconocer a la autora. Yo no tenía ni idea, y aun sabiéndolo, jamás hubiera dicho nada. Tampoco iba a delatar a mi amiga. Castigaron a todo el sexto grado.

El resultado fue que durante el resto del año escolar –meses que se me hicieron eternos- me acosaron como “acuseta” en cada oportunidad que tuvieron. Y eso duró hasta que ellas, el año siguiente, pasaron a primer año y se mudaron al cuarto piso, para fortuna mía. Pero durante aquellos meses, cada vez que me decían algo, yo me sentía morir.

Mi papá me enseñó que yo debía enfrentarme a las injusticias, aunque fuera la única en hacerlo. Y después de haber recibido en carne propia aquel acoso, inmerecido por lo demás, tomé la decisión de no permitirlo. En primer año de bachillerato tuve la oportunidad de aplicar el consejo de mi padre.

Recuerdo a una compañera que sufría de un tipo de enfermedad del cuero cabelludo. Estaba en mi transporte y puedo dar fe de que entraba al autobús con el pelo mojado todos los días, señal de que se lo acababa de lavar. Pero al llegar al colegio, tenía el pelo empegostado como si tuviera un año sin lavárselo. La acosaron de todas las maneras posibles. “Sucia”, “cochina”, “lávate el pelo”, decían los anónimos que le enviaban. Casi nadie le hablaba. Yo decidí convertirme en su defensora, cosa que me valió unos cuantos insultos y reclamos.

“¿Cómo vas a ser amiga de esa cochina?”, me decían. Esa niña sufrió mucho. De hecho, cuando a mí me operaron de apéndice, una mañana durante mi recuperación ella faltó al colegio para venir a visitarme con su mamá, para no encontrarse con nadie del colegio. Me trajeron una enorme caja de bombones de chocolates. Su mamá le dijo a la mía “ella quería venir porque Carolina es la única amiga que tiene en el colegio”.

Hay heridas que calan profundamente en la mente y en el corazón de un niño. No puedo imaginarme el sufrimiento de alguien, hoy en día, que está expuesto a burlas y denigraciones todo el tiempo a través de las redes sociales. Pero eso tiene que ver con los padres y la educación que les dan a sus hijos en el hogar. Si un progenitor se burla, su hijo también se burlará. Si un progenitor critica, su hijo también criticará. Si un progenitor desprecia, su hijo también despreciará. Los niños no saben de diferencias. Quienes establecemos las diferencias somos los adultos.

Un niño que creció en un hogar donde aplaudían el acoso, acosará. Y se convertirá en un adulto acosador. Y quizás sin saberlo, hasta podrá ser cómplice de la muerte de alguien que se suicide. No es juego, es una realidad que día a día se hace mayor.

No hay mejor forma de comprender que ponerse en los zapatos del otro. Se llama empatía. Y nunca es tarde para tratar de ser empático. Las confrontaciones deben ser de ideas, no insultos personales. Y el acoso es una de las actitudes más viles que puede adoptar un ser humano.

De manera que la próxima vez que tengas la tentación de acosar a alguien –por la razón que sea- pregúntate si te gustaría estar en su lugar.

Únete a la campaña: #YoRespeto #YoLoBorro.

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