La democracia es un proceso que cuesta mucho tiempo y esfuerzo desarrollar, pero puede destruirse en un instante.
Se conmemoran cuarenta años del 23F, un intento de golpe de Estado para acabar con la entonces joven democracia, en una España donde resucitan viejos fantasmas del extremismo y la intolerancia y dentro de los nacionalismos, sentimientos arraigados e históricamente comprensibles, se manifiestan desviaciones antidemocráticas a contravía de una Constitución que no es perfecta, nunca lo son las obras humanas, pero que ha servido de marco para un progreso sin precedentes en todos los órdenes. Aquella noche de 1981 pudo perderse lo que trabajosamente iba logrando un liderazgo político esclarecido.
Las cosas de los pueblos de España nunca nos han sido indiferentes y es natural. La primera vez que fui a Madrid, en 1980 -nunca quise ir durante la dictadura- sentí como si me encontrara con parientes que no conocía. La transición española a la democracia tras la muerte de Franco fue un proceso admirable. Lo condujo un protagonista tan inesperado como incomprendido aunque resultara excepcionalmente eficaz como político: Adolfo Suárez, salido de las entrañas del régimen surgido de la Guerra Civil pero como nacido en 1932, parte de las generaciones que apenas la vivieron o ni siquiera eso y por lo mismo tenían una visión distinta a la de los vencedores o los derrotados. Felipe González, el líder del PSOE, es de 1942.
Mucho mayor que ellos y joven actor en aquel cruel capítulo de la historia, el secretario general del Partido Comunista, Santiago Carrillo (1915), tuvo clarísimo desde temprano que el dilema nacional no era entre monarquía y república sino entre dictadura y democracia. Y aunque habría que hablar de muchos otros personajes de importancia porque la historia nunca es cosa de pocos, como el Rey Juan Carlos, ahora tristemente vinculado a noticias que ensombrecen su nombre pero que no pueden borrar su papel crucial o el Cardenal Vicente Enrique y Tarancón (1905), tengo que destacar a quien desde las Fuerzas Armadas comprendió la significación del cambio para la sociedad, incluso para la institución de la que era integrante leal, el teniente general Manuel Gutiérrez Mellado (1912). A Gutiérrez Mellado tuvo Suárez el certero gesto de enviarlo como cabeza de delegación a las exequias del expresidente Betancourt.
Suárez, Carrillo y Gutiérrez Mellado con su serena valentía sobresalieron cuando irrumpió en la sesión del Congreso un puñado de militares encabezados por un teniente coronel golpista. En su obra clásica Anatomía de un instante, Javier Cercas los retrata como tres resteados que permanecieron sentados en sus curules, cuando los demás, naturalmente, al sonar los disparos se tiraron al suelo para protegerse. Gutiérrez Mellado increpó a los militares reclamándoles su violación a la disciplina y la obediencia a la Constitución y fue defendido por un gallardo Suárez cuando lo zarandeaban los insurrectos.
La democracia española entonces se salvó, pero se trata de una obra siempre en construcción y sus demoledores, desde afuera o desde dentro, siempre están al acecho. Aunque sea, como el “árbol talado que retoña” del poema de Miguel Hernández «Para la Libertad», porque “aún tengo la vida”.