El centro no se estaba sosteniendo. Un sacudón tectónico había puesto a la Tierra de cabeza, creando un espectáculo de grietas furiosas, bruma caliente y olas violentas de cuyas aguas brotó Miami –salpicada de palmeras, flamencos rosas y las torres radiantes de hierro y vidrio de Brickell– como epicentro del planeta: era el segundo año de la pandemia, el verano del 2021, y todo el mundo parecía haber seguido la ruta de los balseros cubanos hacia aquella postal floridana. Súbitamente, los atardeceres pasteles, las canchas de tenis quebradas por la humedad, la perenne grama verde ácida y la geometría infantil y colorida del Atlantis Condominiums parecía jalar magnéticamente a las masas desesperadas de un mundo asfixiado por mascarillas.
En el tráfico que colmaba la arteria que conecta los edificios entristecidos de Downtown con Brickell Avenue un grupo de mujeres afroamericanas twerkeaban desde un convertible amarillo neón: tenían minibikinis chillones, largas uñas de colores y melenas decoradas que sacudían con sus bailes. Observando la discoteca en ruedas y el clamor del hip hop, un grupo de hombres latinos las grababan con sus teléfonos. La pilota, que tenía el pelo corto y pintado de color rubí, me miró con una sonrisa incomoda que mostraba cierta vergüenza. Yo la observé a ella, desde un Uber manejado por un cubano descontrolado por las nalgas vibrantes, y reí.
El caos había descendido sobre el Sunshine State; una euforia saturnina, pagana. “Las muchachas salen casi desnudas”, decía una choferesa cubana de Uber: “Una cosa inaudita, borrachas, el otro día un tipo casi se lleva una que ni podía caminar, tuve que montarla en mi carro. La juventud aquí está desfasada”. Aprovechando una ventana de desahogo, me relata cómo tuvo que bajar a unos clientes que se negaban a dejar de fumar marihuana en su carro. El cannabis recreacional es ilegal en Florida y, aunque está descriminalizado, Miami Beach prohíbe su uso en público. Sin embargo, Miami apesta a marihuana: una nube parece cubrirla.
Asisto a un club de playa construido en espacios que pertenecían al Parrot Jungle cuando la ciudad aun apuntaba a familias latinoamericanas en búsqueda de comida rápida, shopping en centros comerciales, Toys ‘R’ Us en medio de la nada, zoológicos y acuarios. Por meses, la sifrinidad pan-latina de Miami –los graduados del Gulliver y el Ransom o los niños bien del Tercer Mundo que se han asentado en el Norte– ha descrito al club de playa como imperdible, in. La realidad, a pesar de la arena blanca y la vista de mar y condominios lujosos, revela otro tipo de crowd: las tusis, prepagos, buchonas, bendecidas y afortunadas, llámelas como desee, parecen haber emigrado al calor de Florida para asentar allí sus nidos. Vienen de todos lados, acompañadas de otras especies afines: promotores extravagantes, pimps o sugar daddies de dudoso trasfondo financiero.
Una rusa posa seductoramente en el agua mientras su amigo, una suerte de Osmel Sousa más joven, le toma fotos con el teléfono. En otra mesa, un grupo de mujeres con enormes senos esféricos y plásticos beben champaña. Un hombre con sombrero de vaquero y vistiendo una túnica las acompaña. Hay más de una persona, de ambos sexos, con tocados de plumas. Una multitud estrambótica. La permisividad de Miami, su negación a haber castrado la vida nocturna ante la proliferación del coronavirus, ha atraído a toda la muchedumbre fiestera del planeta: Ibiza, Dubai, los carteles del narcotráfico, los jeques árabes, las clases corruptas de América Latina, Tulum, los nuevos ricos de los trozos de Yugoslavia y la Unión Soviética. Todo parece haberse vertido sobre Miami.
Están en desbordantes fiestas de playa, están en bares y clubes nocturnos, están en convertibles de colores chillones por Miami Beach: han disparado los precios de los apartamentos y aumentado la demanda (ya ridículamente alta) de pinturas de Alec Monopoly y Romero Britto y de los vestiditos apretados de Hervé Legér, empolvando apartamentos con tusi y cocaína mientras el bisturí y la silicona empujan los cuerpos a nuevas fronteras transhumanas. Hombres y mujeres con labios carnosos, cejas simétricas, cachetes con botox, culos geométricos, abdómenes plásticos y tetas planetarias.
El mundo entero, escapando de las restricciones de la pandemia, se ha congregado en las millas soleadas de una Miami que no parece digerirlos del todo.
A finales de agosto, un turista de Colorado fue asesinado con tres disparos a quemarropa mientras cenaba al aire libre en una cervecería de Miami Beach. El asesino, que provenía de Georgia, empezó a bailar sobre el cadáver mientras la familia de la víctima observaba con horror desde la mesa. No conocía a su víctima, simplemente había consumido hongos que lo hicieron sentir empoderado y con ganas de asesinar a alguien. Ni la víctima ni el asesino superaban los veintitrés años.
Little Manhattan
Cuando el mundo enteró se traspasó a la dimensión Zoom, cuando Japón pospuso sus juegos olímpicos, cuando las compañías encallaron sus cruceros frente al MacArthur Causeway, Florida decidió tomar el camino contrario.
Primero, fue la negación del gobernador Ron de Santis de cerrar las playas ante el influjo de springbreakers del Norte. Para mayo del 2020, la mayoría de las restricciones impuestas desde marzo en Miami estaban siendo levantadas. En diciembre, con la vida nocturna aun paralizada en casi todo el planeta las discotecas de Miami abrían sus puertas. El encogimiento de hombros ante las restricciones abrumadoras de la pandemia, sumado a los bajos impuestos del estado, seducirían rápidamente a un nuevo grupo migratorio. Dejando atrás una nueva ola de crimen y las minucias de un conflicto racial, la fauna de Wall Street y Silicon Valley aterrizó sobre las aguas de los Everglades.
“Ahora caminas por Brickell”, me decía un amigo venezolano, “Y todo el mundo habla inglés”.
De acuerdo con el Departamento de Seguridad Vial y Vehículos de Motor de Florida, 33.565 residentes del estado de Nueva York se sacaron licencias de conducir floridanas entre septiembre del 2020 y marzo del 2021: un incremento de 32% del mismo período durante el año anterior. Según Bloomberg, entre marzo del 2020 y febrero del 2021 unos 20.000 habitantes de Manhattan emigraron al Sunshine State.
“Aquí me siento libre comparado con mi hogar donde eso no está pasando, al menos no aun”, decía una neoyorquina al medio local de Palm Beach WPTV: “Cuando escuché que las escuelas de Florida estaban abiertas y se podía ir al salón en persona me enamoré de eso”. “Que no haya un impuesto sobre la renta es un quiebre importante con Nueva York”, decía otro: “Si vives en Manhattan tienes el impuesto de la ciudad, el impuesto del estado y el impuesto federal”.
Se forma Wall Street South, con palmeras y olor a bronceador: el hedge fund Elliott Management movió su sede a West Palm Beach, Blackstone –la firma de private equity más grande del mundo– compró dos torres en Miami y el inversor Charles Schwab, fundador del gigante homónimo, movió su residencia oficial a Florida. Goldman Sachs también parece reorientarse hacia West Palm Beach. Incluso algunos restaurantes de lujo de Nueva York han ido al sur: Cote y Carbone en Miami y Le Bilboquet, Sant Ambroeus y Harry’s, icono de Wall Street, en Palm Beach. Otro Sant Ambroeus abrirá pronto sus puertas en Bal Harbor.
Ante el influjo de neoyorquinos ricos, crece la demanda por cupos en colegios privados, por membresía en clubes de golf y por apartamentos en condominios de lujo. Después de la pandemia, Miami se ha convertido en el segundo mercado inmobiliario más caro de Estados Unidos: solo después de Nueva York, dejando incluso a Los Ángeles atrás.
Peter Thiel, el fundador de PayPal, compró una mansión por 18 millones de dólares cerca del Standard Hotel de Miami Beach. Douglas Sacks, el director de Goldman Sachs, gastó 11,7 millones de dólares en un apartamento en Collins Avenue. La modelo Cindy Crawford y su esposo Rande Gerber gastaron casi 10 millones en un terreno en Miami Beach. El jugador de fútbol americano Tom Brady y la modelo brasileña Giselle Bündchen también compraron un terreno en Indian Creek Island por 17 millones y estarían vendiendo su apartamento de Tribeca por casi 40 millones. Incluso Ivanka Trump y su esposo, ahora renegados por la alta sociedad liberal de Nueva York, habrían comprado un terreno a Julio Iglesias por 32 millones.
Por su parte, otra nación incipiente se ha asentado en mansiones costeras de Palm Beach salpicadas por jardines de palmeras y flores: compuesta por exoficiales y simpatizantes del expresidente que se han ‘exiliado’ de los monumentos blancos de Washington D.C., Trumplandia se ha erigido en torno a la Fortaleza de la Soledad que Donald Trump ha hecho de su club privado Mar-a-Lago.
Allí, sin aceptar su derrota electoral, Trump ha erigido una suerte de Casa Blanca en el exilio donde se encuentra con fans mientras juega golf y es recibido con una ovación de pie cuando entra al comedor de Mar-a-Lago. En torno a la ‘Casa Blanca en el exilio’, el pequeño canal televisivo NewsMax transmite teorías de conspiración desde Boca Ratón y la firma nueva de su exasesor de campaña ofrece servicios a las operaciones políticas del expresidente desde Fort Lauderdale.
Aunque la mitad de los manhattanitas que cuenta Bloomberg planean quedarse en Florida, otra mitad espera regresar a la Gran Manzana. “El principal problema de mudarte a Florida es que tienes que vivir en Florida”, dijo el manager de un hedge fund: “Nueva York tiene la gente más inteligente y motivada, la mejor cultura, los mejores restaurantes, los mejores teatros”.
“Para cierto tipo de visitantes”, dice sardónicamente el Miami New Times, “Miami parece ser un buen patio de juegos para los vicios y el exceso hasta que el verano llega abruptamente en marzo y entonces súbitamente es un wasteland cultural de nuevo”.
En diciembre, durante la feria de arte contemporáneo Art Basel Miami, el artista callejero Alec Monopoly – favorito entre millennials nuevos ricos, de esos que piden botellas de champaña con luces y compran carros deportivos en colores neón– pintó un graffiti sobre un bote de carreras. Con reguetón de fondo –y vistiendo un sombrero decimonónico, una máscara de gas fucsia y lentes de sol rosa– fue acompañado por una bailarina semidesnuda con dos antorchas de fuego. La multitud aplaudió: era el evento principal de una fiesta de Scott Disick, exesposo de una Kardashian y poseedor de un título comprado de la nobleza inglesa.
En diciembre del 2019, cuando ya los primeros casos de covid pululaban por Wuhan ante un mundo desprevenido y desinteresado, un cambur pegado con adhesivo a la pared por el artista conceptual italiano fue comprado en el Art Basel Miami por 120 mil dólares. Luego, otro artista se lo comió.
Crypto cowboys!
Florida, adquirida por Estados Unidos en 1819 cuando era un reducto del imperio español donde apenas unas cuantas localidades trataban de hacer de vida entre los aligátores y la malaria, resultó ser la nueva frontera del destino manifiesto de Estados Unidos: de las bandadas de pioneros, en carrozas de madera con techos cupulares de tela, que impusieron la bandera de barras y estrellas sobre las aguas del pantano.
Vaqueros de origen escocés-irlandés, los Florida crackers a caballo y con su ganado criollo traído por los conquistadores, impusieron el dominio del hombre blanco. Lejos del control del estado federal, lejos de los ferrocarriles y telegramas, los vaqueros floridanos –independientes, indomables y reacios al Estado– impusieron un espíritu libertario similar a aquel del lejano oeste.
Doscientos años después, la épica libertaria sigue definiendo a Florida: renuente a las máscaras, a las restricciones y a las cuarentenas.
Ante el sacudón global de un virus perennemente mutante y su despliegue de restricciones bizantinas, una nueva expedición pionera de vaqueros e inversores motivados por fantasías bizarras en pantanos drenados ha sido seducida por el espíritu libertario de Florida, una carta bajo la manga que ha convertido a Miami en caótico epicentro del universo. Buscando escapar del incendio de regulaciones e impuestos asfixiantes que dispara el estado de California sobre el dinamismo de su economía, aquella fortaleza tecno-oligárquica que es Silicon Valley ha intentado su propio destino manifiesto hacia las desreguladas Texas, Florida y Colorado.
Tan solo en 2020, hubo 1.900 millones de dólares en inversiones de capital riesgo en el área metropolitana de Miami-Port St. Lucie-Fort Lauderdale: el mayor crecimiento dentro de Estados Unidos, sobre San Diego y Denver.
Aunque la ciudad tiene un par de ‘unicornios’, valorados en más de mil millones de dólares, los tech bros y las gemas de Silicon Valley que no se han trasladado a Texas, como Tesla y Oracle, han puesto sus ojos en Miami: el Founders Fund –que ha invertido en empresas como SpaceX, Airbnb y Facebook– anunció su traslado a Miami y Softbank, el mayor inversor en tecnología del mundo, está creando su propio fondo para invertir 100 millones de dólares específicamente en startups de Miami.
La motivación del Silicon Valley sureño nació quizás de una forma muy apta para nuestros tiempos, por un meme de Twitter: cuando el ejecutivo de Founders Fund y fundador de Varda Space Industries, Delian Asparouhov tuiteó “ok chicos escúchenme, ¿Y si mudamos Silicon Valley a Miami?”, Francis Suárez, el alcalde de Miami, respondió: “¿Cómo puedo ayudar?”. Desde entonces, el republicano ha reemplazado sus trajes formales por una franela negra, bajo un blazer, que dice (en letras ochenteras, a lo Miami Vice): How can I help?.
De la mano de Keith Rabois, uno de los socios del Founders Fund, planea hacer de Miami una suerte de Wakanda cubano o crypto-utopía: en tiempos de NFT’s y metaversos de Zuckerberg, Suárez se convertirá en el primer político en oficio en recibir su sueldo completamente en Bitcoin. Ahora, Suárez promete regalar ganancias en Bitcoin tras las ganancias de su propia criptomoneda: el MiamiCoin. En Twitter, Elon Musk propone construir túneles subterráneos para el tráfico de la ciudad. “Count me in!”, responde Suárez, “Nos encantaría ser la ciudad prototipo”. ¿Epcot 2.0?
Los techies californianos, parte de esa nueva multitud angloparlante que colma Brickell, han creado un ecosistema propio en la ciudad: han formado sus clubes de lectura y ciclismo y sus happy hours en bares. Incluso, se han asentado en Panther Coffee, una cadena de cafés que tiene la vibra hípster que podría encontrarse en San Francisco. “Creo que un día me conseguí con veinte personas que conozco”, dijo David Goldberg, un socio de Alpaca Venture Capital.
Pero los bajos impuestos y la insistencia del alcalde, no son el único atractivo que consiguen los californianos y neoyorquinos en la ciudad: menos ahora, que todo el eurotrash de Ibiza, los jeques indulgentes en pecado y los excesos de la corrupción latinoamericana han buscado refugiarse en la única ciudad que mantuvo sus clubes nocturnos y su cocaína a máxima capacidad durante los cierres mundiales: en la Coral Way, se estaciona una Range Rover completamente tornasolada, entre verde menta, rosa y lila metálicos. De un bar de Brickell, en plena madrugada, sale un hombre con una camisa de estampado vegetal, unos pantaloncillos cortos y zapatos blancos. Junto a él, cuatro mujeres: todas en altísimos tacones de aguja; una de pelo rojo vistiendo una blusa transparente, otra un apretado vestido floral y otra unos cortísimos chores negros de estilo gimnasta junto a tacones blancos.
Pareciese que, con el deslave de las poblaciones fiesteras del planeta sobre Miami, los personajes más sofisticados o estilosos que la ciudad se había ganado en los últimos años se han evaporado o reducido.
Party people
Miami jamás ha tenido un set de discotecas híper-establecidas a las cuales frecuentar: el orden cambia cada verano, con algunas que permanecen varios años para luego fenecer en el mar de las camisas Versace a pecho abierto y los labios reventados de relleno. Pero el último verano fue sin precedentes: discotecas súbitamente cerradas, multitudes desenfrenadas de rostros nuevos y una movida nocturna aleatoria cambiando cada fin de semana. Las caras de siempre, tratando de navegar el vacío de aquella aspiradora gigante, se refugiaron en fiestas en botes que se hicieron rutinarias.
Una noche, tras darnos cuenta de que La Victoria y Socialista habían cerrado súbitamente, me precipité con mis amigos en búsqueda de algún plan nocturno: nos encontramos con multitudes excéntricas, de dobles plásticos de Ariana Grande y dopplegängers de Jersey Shore, acumulándose como hordas invasoras en las puertas de todas las discotecas. El ecosistema estaba alterado, mutado por el impacto de un meteorito.
Tras acampar en un rooftop, repleto ahora de anglosajones, decidimos ir a Budare: quizás la secuela, nocturnamente eterna, de toda rumba venezolana en Miami. Cerrado. Extrañados, buscamos McDonald’s en Uber Eats: cerrados. Nos lanzamos, resignados, a un Denny’s. Adentro, la mayoría del local había sido cerrado. Esperando por su mesa había un grupo de personajes trasplantados de alguna serie criminal americana: princesas de meth, mug shawtys, el guasón de Jared Leto, Eminem sin fama, pestañas artificiales y un par de cortesanas.
Una mujer con un apretado vestidito plateado que asemejaba bandas amarradas, cual momia, se levantó a preguntar por su mesa al único empleado en el local: un jovencito raquítico, intimidado por la multitud, que parecía usurpado de «The Big Bang Theory». La mujer se sacó una teta y se la enseñó. El hombre, intimidado, se quedó en silencio. Luego le aclaró que aun su mesa no estaba disponible. Quienes esperaban comenzaron a discutir. Decidimos marcharnos.
Estados Unidos, y el mundo, ¿por qué no?, está en un reflujo humano: unas ciudades se despueblan y otras se transforman en ríos humanos. El mundo desarrollado –que de por sí está viviendo los efectos de los stimulus checks, el dinamismo del teletrabajo y empleados temerosos del virus como también amantes de la comodidad casera– vive una escasez de trabajadores en su rapidísimo espiral de salarios que crecen devorados por una inflación galopante. No sorprende Budare y McDonald’s cerrados o un Denny’s al borde del colapso. Ni hablar de los locales nocturnos, transitando entre la escasez de labor y las turbas frenéticas que han congregado un influjo migratorio súbito.
Aunque en todo Estados Unidos ha surgido el conflicto de la migración pandémica –los californianos en Texas, la frontera colapsada en Arizona, los conflictillos entre los locales del Wyoming rural y los foráneos que se han refugiado en sus mansiones vacacionales– Miami es el encuentro del zaperoco: por un lado, la turba de quienes dejan las restricciones atrás colapsa las discotecas. Por el otro, no hay meseros.
Fentanyl Fantasyland
Aquel sistema nervioso que conecta el malecón de Brickell Way, con sus calles onduladas salpicadas de palmeras y banquitos entre condos atrapados en los tiempos de Reagan y el suave olaje del mar frente a Key Biscayne, y la parte bucólica y siempre verde de Brickell Avenue es quizás la mejor pasarela para observar a la fauna de Brickell: en horas de la tarde, cuando la humedad hirviente se suaviza y los yuppies salen de sus oficinas y apartamentos a trotar en shorts verde fosforescente o a pasear sus perros acalorados en parquecitos frente a la bahía.
Usualmente, la fauna consiste en un popurrí de sifrinas latinoamericanas trabajando en firmas de marketing o marcas de moda digitales, businessmen solteros que se han entregado al culto del fitness, sobrias señoras encopetadas de las burguesías exiliadas de Cuba y Venezuela y algún pobre gringo blanco confundido entre tantos acentos del castellano. Recientemente, el popurrí se ha enriquecido: neoyorquinos con rostros de James Dean, white girls tomando bebidas verdes, árabes dispuestos a quemar petro-dólares y millennials con franelas de Emory University y UCLA.
Pero, en uno de aquellos atardeceres eternos del verano, encontré otros personajes que antes no pululaban por el malecón. En una esquina, recostado contra una palmera y esquivado por las mujeres jóvenes que trotan frente a los condos, un joven rubio con vestimentas sucias y mirada eléctricamente perdida: en sus veintes, el gringo grita contra el aire, habla con la nada, entregado a discusiones con el vacío.
Cerca, en un espacio vacío frente a una iglesia melkita, un hombre negro se deshace entre pilas de ropa. Su consciencia se ha drenado, como si metiese sus pies en las orillas de la muerte. Y, unas cuadras más adelante, varios homeless más sobrevuelan en torno a un 7-11. Los clientes entran y salen, fugaces, como aterrados por las aves de fentanyl afuera.
En el 2000, se reportaron 17.415 sobredosis de drogas en Estados Unidos. Para 2021, el número aumentó a un récord de 100.306. Por los desolados centros urbanos de ciudades por todo Estados Unidos, en callejones y en pueblillos de carpas que cubren calles enteras, pulula una desafortunada población zombie dejada a la deriva: el resultado de cínicas corporaciones farmacéuticas que vendieron los opioides como una solución milagrosa para todo tipo de dolores, incluyendo aquellos cuadros de estrés pos-traumático de una creciente población de veteranos tras las guerras desatadas por el 11 de septiembre.
Para enero de 2020, antes de la cuarentena, la población homeless en Estados Unidos había aumentado 2% desde el año anterior: por primera vez desde que el gobierno inició sus conteos, habían más indigentes fuera de refugios que en ellos. El Departamento de Vivienda y Desarrollo describió la situación como “devastadora”. Y en 2021, la población que vive en las calles creció por cuarto año consecutivo: casi 600.000 personas.
Pero aquellos hombres en Brickell o bajo los puentes de Downtown devorados por la locura, o por las jeringas de la heroína y las píldoras de fentanyl traficadas en barcos provenientes de China, son apenas una fracción de la historia: California –con sus villas de carpas, carritos de supermercado y pilas de ropa reusada y bolsas plásticas que ya asemejan barriadas de Nigeria o Bangladesh– parece haber perdido el control de la crisis de homeless. Números altos también se registran en Nueva York y Oregon, dos estados que fueron particularmente sacudidos por los incendiarios disturbios raciales en el verano del 2020. Incluso en la puritana Boston, las calles desoladas de Downtown son rebosadas por decenas de almas tristes que desde las esquinas y callejones observan con desconfianza y miradas desorbitadas como aves de la noche. Los refugios, buscando evitar transmisión del coronavirus, han reducido su capacidad: las calles han sido el sustituto.
¿El imperio? Para “Florida man”, aquella frase noticiosa que abarca los delitos y situaciones bizarras protagonizadas por hombres de la libertina Florida: Florida man descubierto con cocaína en su pelo, Florida man lanza un cocodrilo vivo por la ventana del drive thru de un Wendy’s, Florida man arrestado por montarse en un patio de juegos para decirle a los niños de donde vienen los bebés, Florida man sin pies ni brazos está armado y a la fuga, Florida man asesina a amigo imaginario y se entrega a la policía, Florida man asesina a dos y se come la cara de un hombre.
Florida man “es una de las industrias caseras más oscuras y lucrativas del periodismo”, dice Bob Norman en el Columbia Journalism Review, donde “las historias tienden a ser ejemplares de la mítica híper-rareza del Sunshine State, pero con más frecuencia simplemente documentan las aflicciones de los drogadictos, los enfermos mentales y los homeless”.
Dice un tuit viral: I’m convinced Florida is just one big GTA server.
Florida, año 2500 después de Cristo
Una madrugada de junio, caliente como lo son todas las noches del verano mayamero, un nubarrón de polvo oscuro cubrió los cocoteros y piscinas de Surfside, al norte de Miami. En apenas segundos, un condominio residencial se desplomó: primero el centro de la estructura y después, aun con las luces de los apartamentos titilando, uno de los lados. El otro, sitiado por los nubarrones de polvo y los relámpagos de la electricidad, se mantuvo de pie. El agua de la piscina había corroído el hierro de los sótanos de estacionamiento de Champlain Towers South. Noventa y ocho personas fallecieron.
La tragedia de Surfside, aunque un accidente humano, es una imagen que encapsula el crujir de los suelos de caliza floridanos. La capa freática de Florida, que le otorga la mayor cantidad de manantiales de agua dulce en el mundo, está disminuyendo. Los pozos profundísimos, apuntando al centro de la tierra, han proveído infinita agua para botellitas de plástico y uso agrícola. Pero también han resultado en manantiales drenándose, penetrados por agua salada o reduciendo su capacidad: Silver Springs ha reducido su chorro diario a 60%. Florida se está drenando.
Acosadas por un siglo de desarrollo humano que las han dejado sin acceso a sus tuberías naturales de agua dulce al norte, las aguas pantanosas de los Everglades se enfrentan a la presión de aguas salinas: es un ecosistema frágil, de puntillas sobre el colapso. Su hierba acuática fenece ante la sal, o queda flotando sobre el agua ante la reducción del flujo.
Florida es el futuro, el antropoceno en vivo y directo: es la exhibición, como aquellos pabellones de países en Epcot, del efecto imborrable del hombre sobre la naturaleza. Florida es el bosque de cocodrilos albinos y luz tornasolada de Annihilation, es el laboratorio del mañana: es el estado con la mayor tasa de especies invasivas –organismos foráneos introducidos a áreas en las que no son nativos– en Estados Unidos.
La omnipresencia de estas especies es evidente en toda Florida: periquitos sudamericanos revolotean en la copa de los árboles de Brickell bajo cuya sombra las lagartijas chipojo de Cuba exhiben sus pañuelos rojos. En las palmas de jardines de las casas mediterráneas de Coral Gables se congregan guacamayas azules y amarillas. Las iguanas caribeñas se calientan en el sol en los canales urbanos por los que surcan yates repletos de modelos, y los pavorreales de la India hacen griterío en los pórticos de las mansiones bucólicas de Coconut Grove. Incluso, en la comunidad de Silver Springs, una población de macacos del Sudeste asiático se reproduce sin control: introducidos en los años treinta por un tal Colonel Tooey que intentó hacer una atracción de crucero selvático en el río Silver. La excentricidad de la libertina Florida.
Y en los arbustos acuáticos y ríos oscuros de los Everglades, en la frontera de Miami, se arrastra el depredador del mañana: la pitón de Birmania, una larguísima serpiente que tiende a promediar entre 1,8 y 2,7 metros de largo y puede llegar al gigantesco tamaño de 5,4 metros. Importadas originalmente como mascotas exóticas y descartadas por sus dueños una vez que llegaron a cierto tamaño (o liberadas de sus viveros por huracanes destructores), las pitones se han convertido en el depredador ápex del pantano: no solo engullendo cocodrilos de un solo bocado, sino que han acabado con la población de mamíferos de los Everglades. Allí, las poblaciones de mapaches, zarigüeyas y linces han colapsado casi en su totalidad.
Se espera que al ritmo actual de calentamiento global partes de Miami sean cubiertas por el mar en las próximas décadas. Para 2100, estiman científicos, un tercio del estado podría formar parte del fondo marino. De hecho, ante mareas cada vez mayores, gran parte de la autopista que conecta los Cayos podría estarlo para 2025. Florida es el mañana.
En aquel verano, tan caliente y pandémico, los ingenieros del Ejercito estadounidense propusieron construir un muro marino de veinte pies de altura (y con un costo de 6 mil millones de dólares) en torno a los rascacielos de Brickell para evitar el Atlantis repleto de prótesis estéticas y bolsas de Publix al que Miami está destinado a convertirse. La idea de un muro gigantesco cortando el paisaje marino no cayó bien en la ciudad. El condado de Miami-Dade la rechazó. Ese mismo verano, manatíes y peces muertos empezaron a cubrir las playas en torno a la costa oeste del estado: otra marea roja, cuando las algas proliferan y drenan de oxígeno las aguas, causada por los desechos ricos en nutrientes de la industria agropecuaria.
Pero Miami –existiendo sobre los pantanos que se drenan, las mareas rojas, la furia de un mar más caliente y las pitones asiáticas– conlleva su desastre anárquico como ciudad del futuro. Libertina, con coleccionistas de tigres y Florida men, se yergue sobre los niveles inflacionarios más altos en cuatro décadas, sobre la escasez de empleados y sobre la indigerible masa de transeúntes de todo el mundo para proclamarse epicentro de un planeta en crisis.
Por ello, en los años venideros –y compitiendo por un espacio entre las colinas de plástico, las camisas doradas Versace, las narices empolvadas y los implantes de seno; por un espacio en aquel mundo liminal de color rosado fosforescente donde las culturas se revuelven, pero no se mezclan– el mundo entero seguirá encorvándose y arrastrándose hacia Miami.
The darkness drops again; but now I know
That twenty centuries of stony sleep
Were vexed to nightmare by a rocking cradle,
And what rough beast, its hour come round at last,
Slouches towards Miami to be born?