Opinión

Del aplauso a la cancelación: por qué está mal marginar a Will Smith

La seguidilla de proyectos cancelados o congelados en los que aparecía el nombre de Will Smith pone en el tapete, de nuevo, el foco sobre la cultura de la cancelación. ¿Debe desaparecer el actor de nuestras pantallas? Por supuesto que no, pero lamentable es la regla de la industria: lo que ya no sirve, es mejor hacerlo desaparecer

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AFP

Ninguna palabra merece como respuesta un golpe. No hay manera, al menos para mí, de meter un «pero» en el medio. Al respecto, hago mías las palabras de Davíd Mejía, doctor por la Universidad de Columbia y profesor de Filosofía y Humanidades en IE University: «Prefiero una sociedad tolerante con las bromas e intolerante con los puñetazos a su contraria: la que condena con vehemencia un chiste de mal gusto, pero tolera una agresión».

Pero tranquilos. No voy a reanalizar, si me permiten el verbo por la exposición del hecho, lo que pasó en el Oscar. De eso se ha escrito bastante. Lo que me llama a escribir estas líneas es el después. Como era de esperarse y se ha vuelto una costumbre en nuestros tiempos, Will Smith ha pasado de ser el hombre más querido del mundo al paria por un impulso, una respuesta desproporcionada que fue vista en vivo y directo por millones de personas.

En pocos días, lo que antes era oro al llevar el apellido Smith, se ha convertido en piedra. Se paralizó el rodaje de «Fast and Loose», drama de espionaje de Netflix. Supongamos que, como se ha dicho, se detuvo porque el director, David Leitch, abandonó el proyecto. Pero Apple+ se negó a hacer algún comentario sobre cuándo se estrenaría «Emancipation», un historia sobre esclavos que tiene al reciente ganador de La Academia como protagonista. Es probable que se estrene a escondidas, sin hacer mucho ruido.

Sony se sumó a la lista aparcando el desarrollo de la franquicia «Bad Boys». Otras secuelas, en las que se sabe que el actor trabajaba como productor, quedaron en el aire: «Bright», «Hancock» y «The karate kid». De la noche a la mañana, el quinto hombre negro en casi 100 años en ganar un Oscar en su categoría y el primero en 16 años, se ha quedado sin trabajo. ¿La razón? Ser humano.

Smith ganó el Oscar por hacer de padre de las hermanas Williams, Venus y Serena. La campaña de relaciones públicas fue tremenda, a tal punto que las propias tenistas aparecían en cuanta gala de premios y entrevistas se planificaban. Ellas también eran productoras y solo, según dijeron, aprobaron que sus nombres aparecieran en la cinta cuando vieron el producto final.

¿Por qué era necesaria la presencia de las hermanas en las conferencias de prensa? Warner Bros. Entertainment Inc. y HBO lo tenían claro: la película tenía su criptonita: los propios métodos que se describen para entrenar a las niñas. Lo que podría ser una manipulación, sobre todo en tiempos de la llamada «masculinidad tóxica», no sería tal si las propias hijas defendían el accionar del padre-entrenador.

«El método Williams» no es más que una parcial visión muy bien dirigida sobre el trabajo que hizo Richard Williams para convertir a sus dos hijas en campeonas del mundo en una especialidad dominada por los blancos: el tenis. Si eso es bueno o es malo, es decir, si el control absoluto del futuro de los niños debe decidirse con antelación y ejecutarse como un plan de negocios, debería evaluarlo el espectador. El problema es que en la cinta no hay grises. Se muestra al hombre de la casa como fanfarrón y estrafalario, pero con un gran corazón. No se ahonda en la primera familia que abandonó ni en las contradicciones propias de ese control.

Las palabras del protagonistas están puestas con pinzas para que el personaje salga airoso ante la opinión pública de principio a fin. «¡Ese es nuestro trabajo, mantenerlas alejadas de estas calles! ¿Quiere arrestarnos por eso?», le dice Richard Williams a la policía luego de que una vecina de la familia llamara a las autoridades porque unas niñas de 9 y 11 años entrenaban horas tras horas bajo la lluvia y en la oscuridad. ¿Quién puede contradecir este argumento paternal?

«Mis hijos han crecido trabajando», dijo el padre de las atletas a la revista Sports Illustrated en 1999. «Todos los chicos en casa estaban trabajando desde los 2 años: Venus y Serena repartían directorios telefónicos».

No es de extrañar que Smith, que también es productor de la cinta, se encariñara con un personaje con estas características. Desde que se hizo famoso como el chico que no cuadraba en una familia de ricos, su carrera -y la de su familia- ha sido una metódica apuesta por conquistar al gran público estadounidense. Cada episodio controversial, incluso el de la infidelidad de su esposa, Jada, ha sido un gran trabajo de relaciones públicas.

“Richard Williams fue tremendamente incomprendido. Disfruté poder humanizar una figura que, de alguna manera, había sido demonizada en el deporte. De hecho, es un genio. Planeó dos Michael Jordan. Piensen en lo loco que es”, dijo Smith según La Nación.

La realidad es que son pocos los casos en los que los padres dirigen las carreras de sus hijos y la estrategia terminan bien, sobre todo en el tenis. Por ejemplo, de los insultos del padre de Mary Pierce, nació la «ley Jim Pearce», que impide la conducta abusiva de jugadores, familiares o entrenadores durante el transcurso de un partido. La presión de  Stefano Capriati para que Jennifer fuera mejor que Mary, derivó años después en una adicción a las drogas de la hija.

“Desde el punto de vista de la teoría del apego, la relación sana o más saludable entre progenitores e hijos es la del apego seguro, ser fuente de protección, ofrecer cuidado adaptativo”, dijo la psicóloga del deporte Diana Sánchez a El País de España para el trabajo La larga (y a veces complicada) sombra de los padres en el mundo del tenis. “En cambio la del entrenador es una figura más directiva, con objetivos y quizá en ocasiones más enfocada en ellos, que luego además no compartirá situaciones de ocio, etcétera… No se puede funcionar en ambos niveles con la misma intensidad con la misma persona”.

Pero con los Williams, aparentemente todo salió bien. Y es esa historia unidimensional, la que vemos en pantalla. Y es por esa historia, unidimensional, que Willis venció a, por ejemplo, Benedict Cumberbatch («El poder del perro»), quien interpreta a un personaje complejísimo: un vaquero reprimido que se aferra a su misoginia para no aceptar su vínculo homoerótico con su mentor.

Y luego de que el jurado decidiera que este personaje unidimensional (según el guion, se entiende) es el mejor, la elite de la industria cinematográfica aplaudió el reconocimiento, validando no solo el galardón, sino lo que segundos antes había sucedido en vivo y directo: la cachetada a Chris Rock.

El cine, se ha dicho hasta la saciedad, no es la realidad. Ni siquiera los documentales se acercan a ella. Por lo tanto, un director no está obligado a mostrarnos todos los ángulos de una historia o personaje, menos cuando se trata de una ficción por más que esté «basada en hechos reales». Es un acuerdo tácito entre el espectador y la producción. Sin embargo, la vida es completamente diferente y La Academia, mejor que nadie, conoce los demonios que muchos de sus grandes miembros han vivido, sin que eso trascienda de la pantalla.

El suicidio del consagrado Robin Williams, la sobredosis en un gran momento de su carrera de Heath Ledger o el fallecimiento de la prometedora Brittany Murphy por una pulmonía no tratada (debido a la manipulación de su esposo), son los ejemplos más recientes de una compleja relación con los trabajadores que dan de comer a los grandes estudios y entretienen a la audiencia.

En el caso específico de Will Smith, su carrera ha sido moldeada por todo lo que La Academia busca de sus embajadores. Era una figura apta para todos los públicos. Sin protagonizar escándalos ni cintas que cuestionaran el statu quo, siempre gozó de la estima de las grandes casas productoras. Era el afroamericano deseado, que bordeaba el problema de la discriminación sin ser militante. Tal vez el personaje más «incómodo» fue el de Ali, que le valdría una candidatura al Oscar. La estatuilla  finalmente pararía en las manos de otro afroamericano: Denzel Washington («Día de entrenamiento»).

Luego de los consejos del propio Washington en la gala, Smith ha hecho lo que debía. Pidió disculpas al público y sus colegas, a Chris Rock y renunció a La Academia. Asumió las consecuencias de su golpe. ¿No es suficiente? Seguramente para quienes disfrutan de ver sangre en la arena, no. Hay cierto morbo en ver caer a las estrellas desde lo más alto. Incluso, luego del accidente, se sacó el  típico «algo esconde», que adoran los especuladores, sugiriendo que puertas adentro, el actor (y su familia) esconde cadáveres en el clóset.

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Es cierto que Smith ha alimentado al monstruo, convirtiendo parte de su vida en un reality. De nuevo, la conversación sobre la infidelidad con su esposa, Jada, fue un evento en vivo y directo. Fue una gran idea para impulsar Red Table Talk, un programa de entrevistas estadounidense protagonizado por Jada Pinkett Smith, Willow Smith y la madre de Jada, Adrienne Banfield-Norris en Facebook Watch.

Es esa exposición la que ha terminado por jugar en contra a los Smith. «Viste como se ríe Jada tras la cachetada»; «viste el tuit de su hijo diciendo que ‘así lo hacen en casa'»… Todo el mundo se siente con la autoridad para elaborar una teoría sobre unas personas que han construido un núcleo familiar diferente a lo que tradicionalmente hemos comprado como «normal».

Mi amigo Will

Se ha borrado la frontera entre lo privado y lo público. Diferentes expertos en redes sociales, sociólogos y psicólogos han intentado explicar por qué una ama de casa o la nueva estrella de Hollywood convierte sus redes sociales en confesionarios. Las razones van desde controlar la narrativa (digo exactamente lo que quiero y como quiero sin la presión del encuentro personal), hasta que las familias se han hecho más pequeñas y se comparte poco con ellas (de manera que el extraño que te lee se convierte en tu amigo).

El movimiento de Smith antes de la entrega del Oscar en redes sociales y programas de televisión fue abrumador. Desde consejos de vida en su Instagram, hasta paseos por Latinoamérica y una confesión bomba, como suele suceder en el mundo del espectáculo. En la presentación de «Will Smith: The Best Shape of My Life», una docuserie en la que habla sobre cómo perdió 10 kilos en 20 semanas, soltó: «Consideré el suicidio«.

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Ese estresante esfuerzo, que muchos analistas de los premios de La Academia vieron como planificado para conseguir la estatuilla, pudo haber sido el germen de la llama que se prendió tras la broma de Chris Rock. En la noche de Smith, que su esposa fuera humillada por la referencia una enfermedad que padece, fue el no va más de un hombre obsesionado por el reconocimiento.

El actor que subió al estrado para abofetear a un profesional que vive de hacer chistes de cualquier cosa -por eso lo contrataron como presentador- siguió las reglas de juego que el sistema dicta y se encontró con el diablo, parafraseando a Denzel Washington, en su punto más alto. En lugar de la cancelación, La Academia -y por ende toda la industria- debería mostrar que vive acorde a los nuevos tiempos. Desde hace años se ha explicado que las reacciones punitivas no cambian a las personas. Por el contrario, es el acompañamiento para manejar nuestra oscuridad lo que podría generar un verdadero cambio social.

«Ningún hombre es una isla, algo completo en sí mismo; cada hombre es un fragmento del continente, una parte de un conjunto», dice el sermón de John Donne. La complejidad no se puede editar, como sucede en «Rey Richard». No podemos eliminar los capítulos vergonzosos de nuestras vidas; las faltas, los graves errores, las palabras hirientes, los actos irresponsables. Como tampoco podemos prolongar los aciertos, los pocos minutos de felicidad.

Es necesario comprender esto como sociedad y dejar de un lado las discusiones infantiles en las que predomina el victimismo. Ponemos en el mismo nivel el bullying, que debe ser sistemático para poder usarse el término y una broma -terrible, de mal gusto, machista, etcétera-. Esto es absurdo, mucho más en el contexto: una ceremonia que históricamente se burla de sus propios protagonistas y que por eso tiene a humoristas como anfitriones.

Tampoco una cachetada puede equipararse con el asesinato o violación. Así como hemos visto que los discursos populistas de los políticos (Putin, Trump, Bukele, Maduro…) conducen a la simplificación de temas complejos, se hace obligatorio discutir abiertamente nuestros miedos, culpas y errores, sin la polarización que produce un tuit. La militancia, apuntar con un dedo y señalar a buenos y malos, en lugar de abrir espacios para debatir sobre nuestro manejo de emociones, ha derivado en el regreso de una vieja creencia de las dictaduras: muerto el perro, se acabó la rabia.

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