Presenciamos en este mes de agosto una inusual ola de protestas, en un mes que suele estar asociado con el periodo vacacional. La crisis social y económica no se va de vacaciones en una Venezuela que definitivamente no se arregló.
Protestan empleados públicos, protestan educadores, protestan trabajadores de la salud. El vértice de todo está en una política salarial hambreadora, junto a una descarada práctica de ni siquiera cumplir con lo acordado, por más mísero que fuesen tales montos. Y todo esto termina siendo obra de un gobierno que se dice revolucionario y a favor de los pobres y de un jefe de Estado que se autodenomina como el primer presidente obrero de Venezuela.
Lo que se registra en estos días es la confirmación de que pese a que ha mejorado de forma sustantiva el nivel de ingresos del Estado, como lo admite el propio Nicolás Maduro, no hay voluntad política para llevar adelante una genuina redistribución de tales fondos públicos, en aras de paliar el deterioro que se vive entre los empleados y trabajadores.
El malestar social, que ha sido una constante en los últimos años, genera una ola de movilizaciones, pero tales protestas no enarbolan una bandera política de cambio. Es una bandera reivindicativa. Quienes protestan no piden que Maduro se vaya ya, sino que exigen tener sueldos y salarios justos.
La ola de protestas deja en evidencia la brecha que separa al malestar social, que incuba de forma mayoritaria entre los venezolanos, especialmente los empobrecidos empleados y trabajadores, y un liderazgo político que luce desconectado de esa agenda social.
No es un asunto sólo de este momento. Atrapado en la lógica de que solamente se debe salir a protestar para que haya un cambio político de envergadura, el liderazgo pro democracia ha perdido de vista el papel de empatía y acompañamiento que tendría que mostrarle a educadores y empleados públicos, así como a jubilados y pensionados.
No hay líderes políticos junto a quienes han tomado las calles este mes de agosto. Es notable el divorcio que existe. Si tal distancia persiste será muy difícil en lograr un cambio político profundo en Venezuela.
Hace tres años, cuando Juan Guaidó tenía una evidente capacidad de aglutinar a las fuerzas políticas opositoras, y contaba con un amplio e indiscutido respaldo internacional, le hicimos una recomendación que aún nos parece válida. El rol del liderazgo político debería enfocarse en crear capacidades, en aumentar el tejido organizativo y generar instancias reales de coordinación política y social en Venezuela.
Era entonces, y sigue siendo una necesidad, la conformación de un gran frente sociopolítico. Una sinergia entre actores sociales (gremios, sindicatos, ONG) y actores políticos, organizada de forma de forma nacional, con niveles de coordinación regionales y locales. Una correa de transmisión de información y directrices, con una capacidad de recopilar y enviar hacia arriba, hacia las cabezas de dicho frente, las demandas e inquietudes de las bases.
El descontento reina en Venezuela, lo vemos en las calles, lo reflejan las encuestas, el gran desafío para el liderazgo político es lograr canalizar y catalizar dicho descontento y traducirlo en una agenda para el cambio.