Entre el sueño y picazón, mis ojos estaban más rojos que los candidatos para la Asamblea Nacional Constituyente. Logro terminar mi trabajo y agradezco la cola para la estación del metro porque no quiero caminar mucho. Paso el torniquete y escucho el escalofriante: «¡Epa, epa!». Mi primer pensamiento positivo: «se me cayó el ticket». No, no es eso. «¡Epa, epa!». Segundo pensamiento positivo: «se le cayó el ticket al de al lado». Volteo. No. El “Epa” es conmigo.
Si a usted lo roban, no encuentra ni a un boyscout, pero allí estaba el policía pidiéndome «la cédula seudadano«. Se fija que los vasos sanguíneos de mis ojos están colorados.
– ¿Tú consumes?¿Vienes de fumar?
– No.
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– ¿Por qué tienes los ojos rojos?
– Este yo…
– ¡Pasa por aquí, papá!
Transitamos un pasillo hasta llegar a una oficina. Parece una película de terror. Además de él y yo, solo está mi cédula de testigo, que lleva en sus manos. Vuelve con el interrogatorio:
– ¿Vienes de fumar? Dime, eso es normal, así me ahorro de revisar y encontrar algo. Tienes los ojos burda e’ rojos.
– Pana, me estoy durmiendo. Soy alérgico y siempre se me ponen los ojos así.
Silencio. Empiezo a sentir algo muy parecido al miedo.
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Exige que saque mis cosas del bolso. Pareciera que buscara algo en específico. Repite una y otra vez que si “cargo algo”. Respondo que no, entonces empiezan a salir una por una mis pertenencias: papeles, efectivo, más papeles, mis tarjetas y el pote de la comida. Mierda, no lo fregué. Huele a pasta bologna pasada. Qué pena. Llega hasta mi remedio de asma. Ojalá que no lo apriete porque no me queda casi.
Y llega la pregunta más temida:
– ¿Qué haces tú?
Saco un carnet y le digo que soy periodista.
– ¡Ustedes los de prensa son guarimberos, tas claro! No es necesario que te pregunte si votaste, porque sé que no. Ustedes los periodistas son de la oposición.
Noto que no se va a quedar solo con su descarga y lo reafirma:
– ¡Pégate contra la pared pa’ revisarte!
Verga, voy a tener que sacarme el teléfono del boxer. Con las manos arriba y el teléfono en la mano, siento que ya no es miedo, sino pánico lo que me invade.
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Como era de esperarse, no encuentra nada. Rápidamente guardo mi teléfono en el bolsillo, para que no se enamore. El agente se acerca otra vez a mis corotos, que literalmente estaban regados sobre la mesa. La tortura no termina: me pide que me quite los zapatos y las medias. Menos mal que me eché talco.
Rompo el silencio incómodo, cuando pregunto si me puedo ir una vez que fracasa en su intento de conseguirme al menos una chicharrita. Soñaba como nunca en mi vida salir de ese piazo de sala, llegar a mi hogar y abrazar a mi vieja como si fuera 31 de diciembre. Cuando dijo que sí, metí todo dentro del bolso como un alumno de primaria. Cuando llegué a la casa, me di cuenta que mi pisada se sentía rara: el paco se había quedado con las medias.