Sabana Grande se apagó. En un segundo el bulevar estiró su sombra. La ceguera nos atracó. Yo caminaba con todos y con nadie. Iba junto a un montón de desconocidos, mis compañeros de pánico. Todo estaba empapado de negro. Tratábamos de mantenernos juntos para adivinar el camino. Ninguno se hablaba, pero estábamos sincronizados. Éramos un cardumen. Era raro ese pacto de silencio y complicidad. Cuando todos somos sobrevivientes del mismo bando, nos apoyamos sin preguntarnos el nombre.
Poco a poco el grupo se fue disolviendo. Cada uno agarró por su lado. Me aislé. No sabía la hora y a qué nivel de Sabana Grande estaba. Volvió el pecho contraído y la respiración entrecortada. Me tocó sacar el celular para alumbrar el trecho que faltaba hasta un puesto de perros calientes en el que parecía haber señal telefónica. Tenía que resolver cómo iba a llegar al apartamento. Imaginé que me tocaría caminar kilómetros dentro de ese espiral de oscuridad. Tragué grueso ese buche de miedo y seguí.
El Metro estaba desmayado. Son ocho estaciones hasta mi casa. Las camioneticas son casi un mito. El teléfono se hace el muerto. No repica. No cae la contestadora. Ahora sí repica. “Ando en Charallave ya, mi pana”, me respondió un mototaxista que me recomendaron. Tuve suerte de que al menos cayera la llamada. La señal convulsionaba. No me atendían en la casa, ni en la oficina. Yo sólo pensaba en cómo iba a salir del agujero negro.
G, E, 3G, 3G+, H, H+…Sin plan de datos.
“Su llamada será desviada al buzón de mensajes después del tono”
Los tambores empezaron a repicar en el bulevar, sin motivo ni razón. Fue una escena con una belleza muy rara. El galope del tamborero aceleraba el palpitar del corazón y la ansiedad. Apuré el paso mientras intentaba despertar de la hipnosis en la que caigo cuando la agonía del país me supera.
«Lleva la chupeta que alumbra, a 500».
Escuchar eso me despertó. La calle olía a desespero, aunque estábamos contenidos. Fingimos lo que entendemos por normalidad.
Frente a El Recreo encontré una línea de taxis que aceptaba débito. Había pocas unidades y la cola ya se empezaba a hacer detrás del Fiat 1 destartalado. No tenía más opción. O intentaba pasar la tarjeta (sin saber lo que me iban a cobrar) o me tocaba el maratón 10 K hasta la casa. El encargado de la línea subió el capó de su Malibú del 98 y prendió el punto de venta con la batería del carro. “¿Cédula?”, “¿Ahorro o corriente?”, “Dime la clave”. Qué nostalgia por ese país en el que la clave secreta, lo era. “6-8…”.
La carrera me salió en unos 5 dólares, en la mañana logré vender 10 para comprar carne. Descompleté los reales. A estas alturas lo único que me interesaba era no morir de un susto. Caracas está minada de trampas y tramposos. Uno procura esquivarlos, pero se camuflan muy bien. Me subí al carro y me persigné para que el taxista no se fuese a poner creativo en el camino. De Sabana Grande a Petare. Iba de una boca de lobo a otra.
“¿Puedes aguantarla un pelo?”. Creí que me pasaría una botella de anís. El conductor se refería a la puerta del carro, que bailaba más que Yolanda Moreno. “Sí, claro”, le contesté sin demostrar miedo.
“Yo te voy a decir una vaina, aquí la gente anda agüevoniada, y en ese lote me incluyo”, me soltó cuando pasábamos por la autopista Francisco Fajardo. Yo no asentí ni negué su hipótesis. La noche me tenía entre asustado y fatigado. En movimiento, la oscuridad es aún más desafiante. Desde el taxi se me reveló otra ciudad. Los edificios se ven como Transformers apagados. Gigantes que se alumbran desde adentro con velones viejos. Su destello insiste, pero la oscuridad es celosa de su espacio. No cede.
En la autopista el drama se vuelve cinematográfico. Los postes están en coma, suenan las sirenas y una cola apocalíptica de carros nos detuvo a mitad de camino. En el horizonte solo faltaba el Ávila haciendo erupción, Godzilla saliendo del Parque del Este y un platillo volador en la Carlota. A estas alturas todo es posible. Todas las opciones están sobre la mesa. “Vamos a agarrar por la Francisco de Miranda, mejor”. Dele, que no me queda otra que confiar en usted.
Me sentía en un cohete oxidado. Seguíamos surcando la nada, con los dos metros de luz que nos alumbraban los faros del carro. El retrovisor estaba enmarcado con un metal ornamental. De ahí guindaba un rosario, una estampita de Buda y un llavero de Mario Bros. Politeísmo para ver quién te salva primero del desierto oscuro. En la radio comenzó a sonar la changa “Caracas de noche”.
“Cara-cas…de no-che…
Cara-cas…de no-che…
Papa-papapa- Papa- papapa”
El soundtrack accidental, una onomatopeya fatal, poesía pura. De metáforas está asfaltada Caracas mucho antes de que nos impusiera este toque de queda cuando sale la Luna (que esta noche estaba jubilada).
No hay semáforos activos, las únicas luces que se ven son las de los carros. Me sigue dando vértigo reconocer alguno de esos rostros que no veo, reconocer a algún afecto entre ese montón de gente en ese río negro. Me indignó todo lo que veía y lo que no. Dejé de pensar, fue mi me mecanismo de defensa.
Me bajé del taxi y el señor esperó hasta que la llave y la reja hicieran match. “Gracias, mi pana. Mosca por ahí”. Volteé y miré hacía arriba. Todas las ventanas del edificio estaban en negro, silencio absoluto. El viento no susurraba nada, parecía un edificio abandonado. Sentí que estaba a punto de entrar al Hotel Transylvania. Sexta noche. La estadía se ha hecho larga.
“Hijo. ¡Gracias a Dios! ¡No caía el teléfono! ¿Cómo te fue? Te guardé una arepa en el microondas”. Reencontrarte con tu familia siempre será un logro en medio de este caos. Fue ese el momento en el que finalmente se me llenaron los pulmones de aire y el corazón volvió a latir a su ritmo. El abrazo es un bien de primera necesidad.
5% de batería. Apagué el celular para ponerlo en reserva por si pasaba algo (más). Me acosté a las 10 de la noche y a las 11 empezó la fiesta de los zancudos. Si me arropaba me sancochaba y si dejaba medio dedo al descubierto, atacaban. Me bajó el espíritu de Lara Croft y linterna en mano alcancé a matar a cuatro. Caí rendido en la cama. Con las manos manchadas de sangre y alas de mosquito. Me paré a limpiarme con un trapo en el baño y me crucé con el espejo. Me sentí como un gafo ahí parado con la linterna. Pero mi cara no es la misma. Ciertamente, ya no soy el mismo. Ya no somos los mismos.
En medio de este caos nos estamos reconfigurando como ciudadanos y como seres humanos. El horno está encendido en su máxima capacidad. Los que nos sentíamos de acero empezamos a ablandarnos, a hacernos sensibles ante la tragedia compartida. El músculo solo crece cuando lo sometes al esfuerzo, eso lo dicen Richard Linares y Sascha Fitness.
No olvidemos que el corazón es un músculo…