El problema de La Sirenita no es el color, es lo poco que sabes de su historia
¿La Sirenita desmerece el cuento original? ¿Es otro ejemplo de “inclusión forzada”? No todo es tan sencillo en el mar de conceptos y símbolos que atraviesa el personaje
¿La Sirenita desmerece el cuento original? ¿Es otro ejemplo de “inclusión forzada”? No todo es tan sencillo en el mar de conceptos y símbolos que atraviesa el personaje
La primera vez que leí La Sirenita de Hans Christian Andersen tenía diez años o un poco más. Y por supuesto, lo que más me impresionó fue su muerte. El final infeliz, devastador y cruel del personaje. Hasta entonces, todos los cuentos de hadas que había leído tenían una conclusión extraordinaria: besos que despertaban princesas dormidas por siglos, a otras la resucitaba; héroes que lograban rescatar a cautivas escalando por su cabello.
Los grandes relatos infantiles eran enaltecedores, aunque mi versión juvenil no utilizaría esa palabra. En realidad, la que sí usaría es que eran “emocionantes”. Lo que tenía mucha relación con un desenlace en el que todos vivieron felices para siempre y comieron las inevitables perdices. Con una década y poco más de vida, estaba convencida de que eso era lo que tenía que ocurrir en toda historia que valiera la pena leer.
Hasta que llegó La Sirenita. Al personaje titular le ocurría lo contrario que a cualquier otro del mundo fantástico. O cuyas historias había leído hasta ese momento, al menos. No solo tenía que renunciar a su voz, naturaleza, sufrir dolores agonizantes, arriesgarse a morir, por amor. También corría el riesgo de desaparecer, ser destruida y aniquilada, si el príncipe no se fijaba en ella.
Y eso fue lo que pasó: la exquisita criatura marina terminaba despreciada por su amado, que, con una memoria mínima y selectiva, jamás recordó que fue la joven silenciosa a su lado quien le rescató del mar. Así que contrajo matrimonio con otra. Lo siguiente se enlazó en una cadena de desgracias. La Sirenita terminó por morir, después convertida en espuma de mar y al final, quizás en un espíritu del aire, según la versión y la traducción que leas. Todo por poner sus mitológicos ojos sobre el sujeto equivocado.
Nunca olvidé la sensación de horror que me despertó la historia. No por la muerte de su protagonista o el olvido simple del bueno para nada del príncipe. Aunque por supuesto, eso tuvo su peso. En realidad, lo que más me produjo temor y dolor fue la sensación de desesperanza. ¿Las cosas podían terminar así de mal? Me lo pregunté cientos de veces. ¿Así de desgraciadas?
Claro está, faltaban años para que leyera la versión original de La Bella Durmiente y supiera que había sido violada por el príncipe de ocasión mientras dormía su plácido sueño de siglos. O que en La Bella y la Bestia original, el monstruo adorable moría asesinado por una turba enardecida o por su amada, según la fuente. O de Blancanieves, en la que la princesa también era golpeada, violada y al final, arrojada al bosque por el guardia de palacio que intentó “salvarla” (término curioso para un demente de semejante calibre) para luego ser rescatada por siete enanos mágicos del bosque. Con todo, La Sirenita siguió aterrorizándome por su mensaje explícito: los finales felices son escasos, incluso en los cuentos de hadas.
Así que cuando la versión animada de Disney llegó, la detesté. En específico, por todas las cosas que hicieron que el resto de la gente la amara, supongo. Odié que Ariel fuera feliz, inocente y terminara en unas bodas marítimas, con un príncipe con buena memoria que tuvo el tino de recordar el rostro de su salvadora. En otras palabras, me entristeció que todo el dolor de la historia original quedara convertido en una especie de fórmula simple de “el amor todo lo puede”, aunque el primer relato insiste justo en lo contrario. Que fuera casi una burla al sufrimiento espantoso que el personaje principal debía padecer en el cuento que imaginó Andersen.
Quizás por eso no deja de sorprenderme el escándalo alrededor de la nueva versión de “La Sirenita” de Disney, esta vez en un colorido live action en el que la actriz y cantante Halle Bailey, interpreta al personaje principal. ¿El motivo del malestar? Que «La Sirenita» tenga el rostro de una mujer afroamericana. Por curioso –desconcertante- que parezca, el problema no radica en que la adaptación Disney -cualquiera de sus versiones- desvirtúa el cuento de Andersen a niveles irreconocibles, que convierta a las sirenas, temibles y peligrosas, en adolescentes que cantan con un cangrejo de acento curioso al fondo del mar. El problema real no es el concepto desvirtuado acerca del dolor, el sufrimiento y el miedo que dejó patente un cuento clásico sobre el desamor.
La polémica en redes sociales radica en que una adaptación infantil, destinada a un público de entre diez y doce años, tiene una protagonista que no encaja en un ideal colectivo. Las quejas, además, provienen adultos que se sienten afrentados y ofendidos porque el corazón de un cuento para niños no encaje en su imaginario. Que, además, haya “inclusión forzada”. Un término extravagante que se aplica a un personaje que en su origen no representa etnia o pueblo alguno porque, en realidad, no existe.
Mucho más desconcertante resulta la queja sobre “las libertades” que se toman sobre un cuento original, cuando la adaptación de Disney es quizás la más irrespetuosa de la historia que Andersen escribió.
Hans Christian Andersen es un símbolo literario. Pero también, un héroe trágico. Tanto como para convertir sus preciosos cuentos de hadas en declaraciones de amor y dolor que explican, en cierta forma, el por qué La Sirenita es una de las historias más duras de la literatura infantil. El escritor danés tuvo una vida llena de sinsabores, pero sobre todo, padeció los rigores de una desventurada historia de amor: y la relata casi paso a paso en la historia de La Sirenita.
Un angustiado y dividido por la vergüenza Andersen se enamoró del joven aristócrata Edvard Collin. Para entonces, el célebre escritor tenía alrededor de cuarenta años y ya había rumores sobre su sexualidad. Castrado emocionalmente por una época violenta - tan parecido a la mudez de La Sirenita– el escritor intentó lidiar con un sentimiento que podía condenarlo no solo al ostracismo social, sino a la cárcel. Con todo, según sus cartas y diarios, no pudo evitar enviar docenas de cartas a Collin. En cada una de ellas, es evidente el miedo y deseo irreprimible que terminó por destrozar a Andersen emocionalmente.
“Te anhelo, sí, en este momento te anhelo como si fueras una niña encantadora (…) Mis sentimientos por ti son los de una mujer. La feminidad de mi naturaleza y nuestra amistad deben seguir siendo un misterio”, escribió a Collin, en un ansioso empeño por hacerse entender. Hasta entonces, ambos hombres habían sido amigos cercanos. Pero luego de la misiva, el más joven rompió todo contacto con Andersen y un par de meses después, contrajo matrimonio.
Para Andersen, el sufrimiento fue casi insoportable. Cayó enfermó, estuvo a punto de “perder la razón y la noción de la realidad”, para, por último, permanecer encerrado durante semanas enteras, avergonzado y aplastado por la desgracia del desamor. Fue entonces cuando escribió La Sirenita, basándose en una vieja leyenda griega sobre una criatura marina que se enamoró de un marinero. Para Andersen fue la oportunidad de contar los años de silencio, el dolor casi físico que le provocó el rechazo y por último, la muerte de su espíritu en soledad.
La primera versión de La Sirenita es incluso más cruel, violenta y brutal que la traducida al inglés a principios del siglo XIX. En ella, la protagonista debe asistir a la boda del príncipe y sentir las cuchillas con que la bruja del mar le condenó, de pie, entre el cortejo que rodea a la feliz pareja recién casada.
Por si eso no fuera suficiente, cuando sus hermanas suplican a la hechicera un modo para que ella pueda volver al mar, el personaje debe escoger entre su vida y la del hombre que ama. Al final, la decisión es obvia: La Sirenita decide morir, en lugar de derramar la sangre del príncipe.
La historia, analizada desde todo tipo de versiones de lo alegórico, es tan trágica como hermosa en contenido simbólico. Para el crítico literario Rictor Norton, la narración resume los horrores intelectuales y emocionales que padeció Andersen. De una forma tan dura, refinada y definitiva, como para crear una elegía total sobre la pérdida que todavía resulta asombrosa en su potencia. “Andersen se muestra a sí mismo como el forastero sexual que perdió a su príncipe por otro”, escribió el crítico en uno de sus ensayos más conocidos del tema: “Una pérdida total de sí mismo que desencadenó en la desgracia personal”.
Mientras la discusión en redes sociales se hace más encarnizada -y con toda probabilidad, se hará más incómoda con el estreno de la película- resulta más delirante. En especial, porque los puntos más específicos en debate son, quizás, los más superfluos y sin sentido. Mientras un número considerable de comentaristas insisten en que la “sirenita pelirroja es parte de la mitología”, la razón para el color de su cabello es tan simple que resulta descorazonadora: marketing.
¿Marketing? Mejor dicho, más sencilla aún: los animadores de Disney decidieron que fuera pelirroja para que no se pareciera al personaje de “Splash”, la película protagonizada por Daryl Hannah. Para el equipo creativo detrás de la producción animada, el punto del color del cabello -y la apariencia general- tenían una directa relación con su capacidad para ser mercadeable. Y eso incluía no ser confundida con un éxito de taquilla a unos pocos años de distancia.
Todo lo anterior, lo narra la web OhMyDisney, que incluye además detalles de interés, como el hecho de que se consideró el cabello de Ariel fuera azul, púrpura o negro. Finalmente, el rojo encendido que se utilizó fue una decisión cromática: era el tono que completaba su cola verde. Pero nadie parecía demasiado complacido con el tono encendido de la cabellera de la nueva princesa, de modo que hubo todo tipo de discusiones. Incluyendo, la posibilidad de que el color volviera a cambiarse porque los analistas de publicidad y ventas de Disney consideraban poco probable que una muñeca pelirroja se vendiera.
En una entrevista a CinemaBlend, el codirector de la película, Ron Clements, comentó todas las dificultades que atravesaron: “Nos dijeron: las muñecas pelirrojas nunca se han vendido. No se venden”. De modo que por meses, también se debatió el color de cabello e incluso la forma del rostro de Ariel para hacerla un éxito de jugueterías. Eso, con la oposición directa del expresidente de Disney, Jeffrey Katzenberg, que insistía en que ella debería ser rubia o en el mejor de los casos, tener un aspecto “que no diera problemas en el diseño”.
Por último, hubo consenso sobre el aspecto para mercancía de masas que debería tener Ariel. Pelirroja, con una cola verde y muy parecida a Alyssa Milano, la actriz más popular por entonces. Así que la idea de que Ariel rinde tributo a Andersen, a su herencia danesa o cualquier otra, no puede ser más disparatada: concebida con criterios de mercadeo, si acaso rinde “tributo” a Milano.
Disney no las ha tenido todas consigo con sus remakes live action. Considerados desde innecesarios hasta de una irrelevancia dolorosa, las críticas se concentran en el hecho de que la mayoría son producciones filmadas para ganar dinero. Desde “El Rey León” de Favreu (que copió cuadro a cuadro el clásico animado), hasta la desconcertante “Pinocho” de Robert Zemeckis, sin mayor profundidad que la de usar tecnología digital de punta. El apartado de las nuevas versiones de clásicos infantiles de Disney carece de creatividad. O al menos de la suficiente para convencer.
Pero eso no evita que sigan siendo opciones para un público cautivo que acude a la sala de cine o disfruta, desde el streaming, las nuevas versiones de sus historias favoritas. Cada uno de los films, se han convertido en éxitos de taquilla o de audiencia, lo que, por supuesto, provoca que sigan produciéndose a gran escala. Lo que deja claro un punto esencial: las versiones más recientes de los clásicos Disney apuntan a una generación que no es la que alimenta la polémica en redes o siente una curiosa mortificación por la reinvención de sus personajes favoritos.
Lo más probable, es que ocurra de la misma manera con “La Sirenita”, sea cual sea la opinión de los padres sobre el color de piel de la protagonista titular. Porque al final, se trata de símbolos, que cambian de audiencia y de intereses. Y sin duda, La Sirenita, es uno perdurable, que tendrá un nuevo grupo de fanáticos que cantarán sus canciones y se preocuparán por su dolorosa historia de amor con el príncipe Eric. No importa cuál sea la opinión de un público adulto que nada con dificultad en el complejo mar de sus prejuicios.