Cuando parecía un tema olvidado en mitad de la alarmante crisis de abastecimiento y eléctrica que atraviesa el país, otra vez salen a flote los cuestionamientos que aluden a la nacionalidad del Presidente de la República. Las turbias anécdotas históricas de una infancia remota en algún lugar de la geografía colombiana, los testimonios recogidos pero no verificados sobre sus estudios primarios en una escuelita de Cúcuta y las peticiones que -ahora desde esta Asamblea Nacional unicameral y opositora- urgen para que Nicolás Maduro al menos muestre su partida de nacimiento o aclare el asunto de su doble nacionalidad, se suman a lo que se viene tejiendo en la opinión pública, entre artículos de prensa, análisis de líderes políticos y lo que simplemente dice la gente en la calle.
Pero parece desproporcionado y casi surrealista que todavía no haya manera de comprobar esto en una nación soberana y legítima, en pleno curso del año 2016. No estamos hablando de una comarca medieval, tampoco de una tribu aborigen ni de una junta de condominio. Se trata de un país entero con más de treinta millones de personas que todavía no están totalmente ¿seguras? del origen de la persona que los gobierna y maneja a su antojo las fuerzas armadas y el erario público, previa autorización de Cuba, claro está. ¿Es posible?
No obstante, existen unas cuantas maneras de poder categorizar el gentilicio a través del discurso. Linguistas, antropólogos, psicólogos y semiólogos pueden brindar luces acerca de ciertas pistas que arroja la composición oratoria de las personas en busca de tradicionalismos verbales, usos coloquiales u otras formas de expresión del habla.
Durante su gestión de gobierno, el presidente Maduro no solo ha acuñado una gran cantidad de barbaridades e imprecisiones de todo tipo- geográficas, históricas, matemáticas, constitucionales, biológicas- en sus recurrentes discursos y cadenas, sino que parece tropezar siempre con la composición del «refranero criollo» que cualquier autóctono recita sin detenerse a pensar ni medio segundo.
Más allá de “la multiplicación de los penes”, “los millones y millonas”, “una oposición de gente racionable…” ó “la aguja en el panal…” el presidente parece dejar ciertas señales – como las migas de Hanzel y Gretel- a lo largo de su accidentado y bochornoso camino por la oratoria pública.
Fue en uno de esos acalorados discursos que el primer mandatario, consumado por la rabia, cargó contra empresarios y dueños de medios de producción llamándoles “pelucones”. No dijo “sifrinos”, ni “escuálidos”, ni “amos del valle” sino “pelucones”, ¿qué es eso? ¿De dónde salió esa expresión? , ¿Cuándo en la vida, desde que estamos en primaria, habíamos escuchado ese extraño adjetivo calificativo? Y lo sigue diciendo. Y pretende que el pueblo lo copie. Pero que va.
Si nos vamos directamente a lo que dice Wikipedía sobre el término encontramos esto:
Pelucón (relativo singular de pelucones, en alusión al anacrónico uso de pelucas por parte de la aristocracia) es una denominación coloquial, habitualmente despectiva, con que se conocía en Chile, durante la primera mitad del siglo XIX, al bando político conservador. Sus rivales liberales, en tanto, eran llamados pipiolos por los pelucones. Aunque no muy bien, este vocablo quiere decir lo mismo en Ecuador, Perú Colombia y Chile.
Pero en Venezuela, ni idea.
Igualmente, no son pocos los estudios de psicología que hablan sobre el comportamiento del cerebro humano cuando estamos molestos. Más allá de la sabiduría popular que nos dice que al estar enojados dejamos de razonar y actuamos más guiados por el «corazón que por la cabeza», recientemente un grupo de científicos de la universidad de Iowa en Estados Unidos, determinó que además de los cambios que ocurren en el organismo – aumento de la frecuencia cardíaca, aumento de la producción de testosterona, subida de la presión arterial – se suceden también curiosos eventos eléctricos en nuestro cerebro. Al desatarse la ira, se activan dos zonas fundamentales de la materia gris: la corteza cingulada anterior y la corteza dorso lateral pre-frontal. La primera se encarga específicamente del control de las emociones y la segunda se encarga de la toma de decisiones racionales, la que impide que nos dejemos llevar por los impulsos.
Y no es por nada, pero si alguna cualidad tenía el fallecido líder de la llamada “revolución bolivariana” era la de coplero y contrapuntista. Conocedor en profundidad de la vorágine coloquial de los llanos venezolanos, refranero y dicharachero como él solo. Es lo único que podemos reconocerle.
Y ojo. Aquí nadie esta insinuando que Nicolás Maduro sea de ningún país en específico pero la verdad es que a estas alturas ya nada parece sorprendernos. Quién sabe. De repente vino de “La Atlántida”.
El que tenga ojos que vea.
Yo soy muy miope.