Virginia vivía en Charallave, ciudad periférica de Caracas, ubicada a un par de horas de la capital.En su casa se resguardaban sus tres hijos menores: Victoria, Johannely y Yilber —quien padece síndrome de down. Compartía el sitio, además, con su primogénita, Kimberly, y sus dos pequeños hijos, su pareja y un primo de éste. Charallave es un sitio exageradamente caluroso. Sin embargo, cuando llega la temporada de lluvia, lo hace con la misma inclemencia. Virginia y su familia lo saben bien. Fue la lluvia la causante de que su casa —un débil rancho- se derrumbara. Nadie la ayudó. ¿Podrían haberlo hecho sus vecinos, que afrontaban las mismas condiciones? No. ¿Podría haberlo hecho el Estado, garante, en teoría, de sus derechos? Sí. Pero tampoco ocurrió. Ese hecho la dejó sin hogar. No poder solucionarlo la convirtió en mendigo.
En el municipio Baruta, estado Miranda, las localidades ubicadas a la ladera sur del río Guaire cuentan con buen estatus. En la cabeza de una madre desesperada era, quizá, la mejor opción para esta situación “momentánea”. Así, la mujer, de alrededor de 40 años, se integró a una comunidad denominada por algunos El Rancho, y por otros Los Niches; bajo el puente de Chuao, frente al lujoso Hotel Eurobilding. La conocí durante una jornada de voluntariado enfocada en la atención a personas en situación de calle. Hablé primero con Kimberly, quien cubría la parte superior de su cuerpo con una blusa vieja, y la inferior con una toalla de baño, que hacía las funciones de falda. No recuerdo si tenía zapatos. Mientras la joven conversaba con el equipo, su madre, sentada a su lado, alimentaba a un niño pequeño de cabello castaño: Yilber. Por él inició nuestra conversación.
“No le gusta que nadie más lo toque. Es que es un niño especial (…) Sí, busqué ayuda, pero nunca me respondieron”. Mientras relata su historia lo amamanta. Con más de dos años, la leche de su madre sigue siendo su principal alimento. Sobre todo después de la tragedia que los dejó en la calle, durante el mes de junio, seis meses antes de este encuentro. No hablamos de su pasado. “Vivir en la calle es muy difícil. En el día, buscamos comida en las panaderías de Las Mercedes”. Se refiere a los desechos de los comercios. “En las tardes, recogemos agua en la estación de servicio, para bañarnos”, explica. “Yo intenté vender chuchería (golosinas) en el metro (subterráneo): pero el niño se me enfermó y el dinero se me fue en medicinas. Ya tiene dos meses sin tomar leche”. Habla con cautela. Su voz es suave, dulce, limpia del vocabulario de la calle.
La oscuridad bajo el puente me obliga a escucharla con mayor detenimiento, pues no la visualizo bien. Recuerdo sus manos y sus delgados dedos. También su cabello rizado, opaco, recogido. Sus prominentes pómulos. Johannely la interrumpe. “Mamá, afuera hay unos policías”, le dice temerosa. Se calma cuando escucha que vienen como resguardo del equipo. La niña tiene sólo 10 años, y los ve como un peligro. Durante la jornada, en cada comunidad a la que entramos, sus integrantes denunciaron la opresión de los cuerpos policiales. Golpes con tubos, decomiso de pertenencias, gritos, maltratos. Johannely tiene razones para estar asustada.
En las piernas de Virginia reposa la cabecita de Victoria, de siete. Disfruta ser arrullada por su madre, aunque sea sobre el frío cemento. Virginia habla, su voz tiembla, pero alcanza a secar sus lágrimas antes que lleguen a sus mejillas. Es el pilar de las niñas y Yilber, y defiende su papel con los dientes. Les enseña el valor de la esperanza, que ella siente profundamente. El tiempo se agota. Su abrazo, aún en recuerdos, eriza la piel. Una crónica, publicada el 30 de diciembre, relata lo vivido bajo ese puente, esa noche. En un escenario ideal, su historia hubiese tomado un rumbo positivo ese día. Pero la realidad fue otra: Virginia, junto a sus niños, sus nietos, su “tribu”, fue desalojada semanas después por cuerpos policiales, según testimonios recabados y expuestos en este trabajo. Su rastro se perdió entre la ropa que les quemaron bajo el puente, entre los restos de basura de la zona. Fue así como esta búsqueda inició; esta vez junto a Andrea, cuya intuición pinta ante sus ojos la imagen de una mujer que no conoce, pero que describe perfectamente. Su visión hablará por ella.
Juntas le seguimos los pasos a Virginia, para contar aquí su historia de atropello a los derechos fundamentales del ser humano. 20 días de búsqueda, 61 kilómetros y 35 horas de caminatas y conversaciones nos llevaron, inevitablemente, a una realidad mayor: todas podríamos ser Virginia. Aurelia podría ser Virginia. Valery podría ser Virginia. Wanda, Nelly y Bárbara podrían serlo. Virginia es el rostro de la decadencia de una población, cada día más desigual y menos feliz. Serán ellas quienes les relaten sus miedos, carencias y motivos. Será a partir de sus voces y testimonios que conocerán su realidad, sus costumbres y anhelos. Ellas reconstruirán, para ustedes, la historia de la mujer que buscamos.
*Todos los nombres fueron cambiados para proteger a los personajes de esta historia.
Agradecimientos:
A Dios por la inspiración. A nuestras familias, por la paciencia y las oraciones.
A La Negra, Wanda, Aurelia, Valery, Nelly y Bárbara, por su confianza y testimonios.
A Yenifer, Yormary, Eugenia, Estefanía y Alma por el amor, las sonrisas y las lecciones de vida.
A Ivo, Francisco y Christian de la ONG Regala una sonrisa por llevarnos a ella la primera vez.
A Ainhoa Salas y Erich Gordón por comprometerse y potenciar este trabajo con sus diseños.
Este trabajo fue desarrollado en el marco del Taller 5 Sentidos, de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano.