Venezuela

En el Camino de Santiago se oyó un “13 millones”

Me causan cierto desasosiego los domingos de grandes acontecimientos nacionales. Suelo refugiarme en los viernes cómplices y los sábados expectantes que les anteceden. Buscando en qué ocupar la mente un día antes del Sí-Sí-Sí, aunque no soy demasiado creyente, me decidí a participar por primera vez este 15 de julio en el Camino de Santiago.

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Fotos: Alexis Correia

Obviamente no es el que conduce a la ciudad gallega de Santiago de Compostela, sino a la edición local que se celebra anualmente desde 2005 en el municipio El Hatillo de la Gran Caracas. La extensión aproximada es de 12 kilómetros y tiene algo de peregrinación católica, de reto fitness y de ruta turística.
Llegas a las 7:00 de una mañana lluviosa a la parroquia La Anunciación del Señor de La Boyera (que este domingo será un punto soberano) y te anotas en una lista donde pones en letra bien grandota y con mucho orgullo que tú vienes del Lejano Oeste y no de La Tahona.
Pagas una colaboración que se puede considerar módica (1.000 bolívares) y te dan una credencial que van a ir sellando en las diferentes paradas del recorrido. No es que te vas a ganar la indulgencia plenaria con eso, obviamente, pero encierra una satisfacción espiritual. Algo así como la consulta popular del 16-J.
Alguien pregunta si la colaboración incluye algún alimento para los peregrinos y la cara que le ponen de respuesta es casi como el título de esta canción:

Asistes a una misa en la que está en el alcalde David Smolansky en primera fila y en la que, por supuesto, la gente clama para que Venezuela se les haga un lugar reconocible. A mí no me gusta pedir cosas tan difíciles. Pido por el país, sí, pero también porque todo me salga bien en una próxima intervención quirúrgica y por que algún día pueda tener de nuevo una alimentación adecuada que me permita practicar deporte.
Para los primerizos, el Camino de Santiago puede resultar un poco decepcionante. Los peregrinos no van todos juntos agarrados de las manos como hermanos mientras cantan clásicos de iglesia de todos los tiempos: “En la arena he dejado mi barca / junto a Ti buscaré otro mar”. Algunos se lo toman con un espíritu demasiado competitivo (me incluyo) y aquello termina pareciéndose al Tour de Francia con un pelotón extremadamente regado.
La ruta sale de La Boyera, pasa por el pueblo viejo de El Hatillo, La Lagunita, la carretera del Seminario y termina frente a la Universidad de Nueva Esparta en Los Naranjos, donde debes tener cuidado para que no te ocurra lo que me pasó a mí: por andar a toda mecha, sobrepasé al equivalente al Safety Car (los muchachos que llevan el estandarte del apóstol Santiago) y terminé en un templo evangélico, en vez de en la parroquia María Madre del Redentor. Me eché el recorrido en aproximadamente tres horas y llegué poco después de las 11:00.
“La idea es que te detengas para rezar en cada parada, no que te pongan el sellito, te tomes la selfie y salgas corriendo para la siguiente”, se quejan los muchachos del estandarte, y no puedo evitar sentir la misma culpabilidad de cuando hice la primera comunión a los 11 años con la sensación de que estaba cometiendo sacrilegio por maldecir de pensamiento.
Para mí el punto culminante del Camino de Santiago no es católico romano, sino ecuménico: por primera vez en mi vida pude entrar a uno de los lugares más impresionantes de Caracas, el templo de madera de la iglesia ortodoxa rumana de La Lagunita.
Es cierto que no hay un verdadero coro de monjes y que lo que suena es un CD de cantos litúrgicos, pero no puedo evitar imaginar que en cualquier momento presenciaré la boda de Winona Ryder y Keanu Reeves en la película Drácula.
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El Monseñor Pungeanu (creo que así se llama) me echa la bendición, me dice que en el templo hay un icono de un santo con mi nombre y me impregna con un pachulí rumano cuyo olor me acompaña hasta el momento en que escribo estas líneas.
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Una vez leí que la religiosidad ortodoxa es tan aplastante que tiende a propiciar pueblos sumisos. Mejor tocamos madera.
“Para mí, yo creo que mañana vamos por los 13 millones”, asegura uno de los peregrinos que tengo cerca. Pasamos por una calle de La Lagunita en la que están actualizados en pintura blanca los 106 muertos por las protestas y, a pesar del respeto, es inevitable pisar algún apellido.
“A mí toda la vida me ha gustado fumar, pero jamás he agarrado un cigarrillo”, le asegura una doña en ropa de ejercicio a su amiga. “Yo no me inyecto nada, pero sólo puedo hablar por mí”, exclama otra un poco más atrás. “Ya saben cuál es la penitencia: mañana todo el mundo Sí, Sí y Sí”, recuerda un laico socarrón en la capilla El Calvario. Los leggins sicodélicos de las cristianas nos turban a unos cuantos pecadores. Como que somos gente de poca fe.
Llego a la meta final, me dan mi Certificado de Peregrinación y me pongo para la foto.
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Hay unos cupcakes (en mi pueblo los llaman ponquecitos) a 2.000 bolívares pero prefiero quedarme con mi hambre. No tengo paciencia para  esperar la misa del mediodía y me voy. De nuevo siento el peso de la culpabilidad judeocristiana, pero recuerdo que Los Naranjos es uno de los sitios que más me gusta de Caracas y que allí hasta tengo enterrado un hámster. Todos tenemos diferentes formas de expresar lo sagrado. En fin, que la voz del pueblo sea la voz de Dios.

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