Venezuela

¡Y que griten esos silencios!

“Ven para que oigas el silencio de una fábrica”, le dijo un amigo industrial a mi hermano Ricardo. Lo lapidario de la sentencia lo estremeció tanto, que llegó a mi casa a contármelo con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas.

Publicidad
FOTOGRAFÍA: ARCHIVO

La fábrica -un ejemplo de trabajo y sacrificio como tantas otras que hoy también guardan silencio- es otra de las víctimas de un régimen que desde que llegó al poder lo único que ha hecho bien es destruir. No puede ser ineficiencia. El chavismo llegó para acabar con el statu quo de los mejores 40 años de la historia de Venezuela, aun con todos los desaciertos que haya podido haber.
Los dueños, ya en sus siete décadas de edad ambos, asisten a diario todavía. Tal vez con la esperanza de que la época dorada volverá. Tal vez para cuidar lo poco que les queda. Tal vez para sentir que aún trabajan, que son útiles, que están vivos. Pero el silencio de su fábrica los mata. De más de doscientos empleados que una vez tuvieron, les quedan tres. Toda una vida de esfuerzo tirada por el albañal de la revolución. Puestos de trabajo perdidos, familias desamparadas, una muestra más de cómo la parte productiva del país está en ruinas.
Una película de Roland Joffé, “Los gritos del silencio”, estremeció al mundo, por lo menos al mundo civilizado. Con detalle describe los horrores que se vivieron en Camboya durante la época del Jemer Rojo o Khmer Rouge. Su protagonista es un médico camboyano, el Dr. Ngor, quien se salvó milagrosamente de los campos de exterminio. Al ser honrado con el Oscar por su actuación, su comentario fue: «una película no basta para describir el sangriento golpe comunista de Camboya. Es real, pero no suficientemente real. Es cruel, pero no suficientemente cruel».
Saloth Sar, alias Pol Pot, fue un resentido social que se inició en el comunismo en Francia, lo consolidó en China al conocer a Mao y su «gran salto adelante» y replicó éste en Camboya con un ejército de guerrillas, los jemeres rojos. En 1975 decretó el «año cero» o Kampuchea “Democrática”, en la que todo el pasado debía ser eliminado para escribir la nueva historia del país.
En 1975 los jemeres rojos tomaron la capital, Phnom Penh y ordenaron desalojarla en cuestión de horas, a pie o en carreta. Miles murieron en el camino. Mientras, los jemeres quemaron las industrias y las fábricas, las escuelas, bibliotecas y laboratorios. Se acabó con todos los medicamentos, pues los nuevos «remedios» serían producto de «la sabiduría popular». Los vehículos fueron también destruidos y se decretó la carreta de bueyes o mulas como el medio de transporte nacional. Los ciudadanos perfectos eran los campesinos, pues «no habían sido contaminados».
La orden de Pol Pot de acabar con «todos los elementos subversivos» se ejecutó con precisión, frialdad y crueldad extrema. Previa tortura, fue asesinada la clase media y culta, todos los profesionales. Llegaron a asesinar hasta a quienes usaban lentes sólo «porque eran signo de intelectualidad».
Se abolió la propiedad privada. El resto de los habitantes fue forzado a trabajar como campesinos. Los niños ideologizados eran obligados a denunciar a sus padres, que resultaban asesinados hasta por tomar un pedazo de pan. Menos de cuatro años duró este infierno, al que la invasión vietnamita puso fin. El saldo de muertos, más de dos millones.
Este es el camino de las revoluciones que consideran que el único, válido y verdadero pensamiento es el suyo. Que la libertad es una entelequia, y que lo que no entra por las buenas, entra por las malas.

En Venezuela vamos por el camino de Camboya. Cada día nos parecemos más. Y esa semejanza la grita el silencio de las escuelas vacías, de las industrias vacías, de las fincas vacías. La grita el silencio de quienes revisan la basura en busca de comida y de quienes, en silencio -porque ya ni fuerzas tienen para maldecir a sus asesinos- mueren de mengua en los hospitales o por falta de medicamentos básicos.
La grita el silencio de tantos medios de comunicación cerrados.
La grita el silencio de tantos jueces, fiscales y defensores ante tantas injusticias.
La grita el silencio de los cementerios que alojan a los cientos de miles asesinados durante los últimos veinte años.
La grita el vacío que han dejado tantos que se han ido.
Sí, el silencio grita y muchas veces grita más que el llanto, que el dolor, que la ira. Pero hay que lograr que ese silencio hable. Y para ello, no podemos permanecer indiferentes. Como dijo Elie Wiesel, Premio Nobel de la Paz en 1986, “debemos tomar partido. La neutralidad ayuda al opresor, nunca a la víctima. El silencio alienta al atormentador, nunca al atormentado”. Pongamos a gritar nuestros silencios, que el mundo entero nos está escuchando…]]>

Publicidad
Publicidad