Crónica

Dormir con el puente en la cabeza

Los caraqueños lo saben, no pueden hacerse la vista gorda. Transitar la ciudad revela realidades que muchos no quieren ver: centenares de familias tienen como abrigo y techo las bases de los puentes. El Guanábano, Fuerzas Armadas, Los Chaguaramos, esta crónica, escrita desde adentro, desde las humildes moradas de quienes persisten a la vida pese al traqueteo, narra la deuda social de un país que se ufana de haber construido un millón de casas con la Gran Misión Vivienda

Texto: Julio Materano | Fotografías: Cristian Hernández
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Caracas encierra enigmas. Está minada de contradicciones. Sus cerros poblados, hacinados, sin espacio para una casa más, son en realidad el misterio urbano más abrumador. Se insinúan desde cualquier espacio, se enciman sin permiso, ponen al descubierto la herida profunda: pobreza. Para incrementar la desolación, hay un drama que no se ve y que acontece bajo los pies de quienes transitan el valle. Decenas de familias, algunas en miseria insospechable, se han instalado bajo puentes para hacer de esos lugares de paso su hogar. Sí, además de formar parte de la red vial, los puentes tienen la particularidad de albergar familias.

A Jhonny Suárez le transitan carros por su techo en la avenida Panteón, a la altura de San Bernardino. A veces escucha choques, otras persecuciones. Casi nunca está despejado y arde al mediodía. La cubierta es la única verdad en ese rancherío con paredes que se alternan entre cartón húmedo, latón desvencijado y hojas de cinc. Él no forma parte de esas estadísticas que el informe de gestión 2015 del Ministerio de Vivienda eleva. No recibió una de las 326.323 unidades habitacionales construidas ese año y que la Gran Misión Vivienda celebra como un triunfo revolucionario por cumplir con la ambiciosa meta de un millón. La suya es una bomba de tiempo. Por encima es una carretera y por debajo es el cauce de la quebrada Anauco, un afluente con una generosa ribera. El río amenaza con desbordarse cada vez que llueve.

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En el interior de Puente Gamboa, la estructura donde vive Jhonny, nunca amanece, siempre es de noche. La luz natural apenas se filtra. Tiene casi 18 años viviendo allí. Comparte refugio con un hermano, una sobrina, los dos de apariencia andrajosa, y algunas visitas ocasionales. El hombre raquítico llegó desde su natal Barlovento dos meses después de que la vaguada de 1999 ocasionara estragos y muerte. Allí el agua subió más de cinco metros, cubrió el puente y arrastró algunos vehículos. Más de 35 familias situadas al borde del cauce fueron afectadas, cuentan lugareños. Y aunque su familia no está inscrita en el Registro Nacional de Viviendas —3.742.226 esperan por soluciones habitacionales—, sueña con una cuadrícula de cemento decente.

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En el interior el olor es nauseabundo, nueve perros y seis gatos jadean su hambre, las aguas servidas de San Bernardino reclaman su espacio allí abajo y socavan el terreno. Huele a letrina, chillan las ratas y abunda la ropa abandonada. Jhonny parece estar dispuesto a tirar lo que no le sirve al río. Abundan los desechos, pero está acostumbrado a la podredumbre. Taciturno afirma: “Ya ni sé a qué huele. Perdí el olfato”.

“Todo es cuestión de costumbre”, agrega y luego vacila sobre su edad: “Nací en el 71, entonces debo tener 45 o 46, algo así”. No está seguro de su edad pero sí del horror de su residencia. Dice que ni por error alguien se atrevería a llegar hasta su casa. Jhonny niega consumir drogas, pero admite comer de la basura.

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En los últimos 10 años, indica la Encuesta sobre Condiciones de Vida Venezuela Encovi 2015, estudio elaborado por la Universidad Central de Venezuela (UCV), Universidad Simón Bolívar (USB) y Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), solo se han construido unas 620.000 viviendas nuevas, entre el sector privado y público. La investigación presentada el primer trimestre de este año advierte que ni el Estado ni los promotores privados están en condiciones de optimizar la capacidad de respuesta. El dato dialoga con el Informe Anual 2015, de Provea. Ese año el sector de la construcción reportó un desempleo de 70% y una paralización de las obras que rondó 80% el primer trimestre, según el capítulo sobre Derecho a la vivienda.

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Un barrio negado a morir

Del temido Barrio Los Chaguaramos, en la parroquia San Pedro, hoy solo quedan paredes demolidas, puertas destruidas y rastrojos de concreto por doquier. La imagen es el vestigio de lo que hasta el 7 de septiembre fue un asentamiento improvisado, un barrio que se cobijó, por más de 50 años, debajo del puente que es prolongación de la autopista Valle-Coche, en el Municipio Libertador. Del lugar, indicaron fuentes del cuerpo de bomberos, fueron evacuadas a contrarreloj 22 familias y reubicadas en apartamentos en Ciudad Tiuna y Ciudad Caribia por la crecida del río Valle. Un mes después del desalojo, algunos afectados deambulan. Hasta hace unos días intentaban rescatar los despojos de ese cementerio urbano.

En 1967, año en el que ocurrió el devastador terremoto de Caracas, María, oriunda del estado Falcón, encontró refugio en la incipiente barriada. Llegó cuando tenía 16 años, con ayuda de una antigua vecina. Fue una de las primeras. “Aquí parí y crie a mis 11 hijos, me mataron a dos y construí mi hogar», recuerda una semana después del desalojo. “En Venezuela 64,3% de las casas son autoproducidas”, señala el estudio de la UCV, USB y UCAB. La investigación advierte que 9,7% de la población vive en ranchos. 19,3% reside en una vivienda prestada, invadida o de otras características.

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La raíces de Catuche

Caracas se desborda y parece tener raíces: las casas proliferan bajo tierra. Durante el chavismo la anarquía urbana, que corrompe la ciudad, ha colonizado más espacios insubordinados. “38% de las viviendas tienen techos blandos. 18,6% están sin acueducto y 21% arroja la basura en conteiner, quebradas o la quema. 5,2% tiene piso de tierra. 3,5% está sin cloaca; 1,9 usa letrina”, dice la Encovi 2015.

Es el caso de Puente Guanábano sobre la quebrada Catuche, en la avenida Baralt. Un asentamiento informal que se debate entre las fronteras de las parroquias La Pastora y Altagracia, y que tiene más de 80 años, según sus propios habitantes. El sitio primero estuvo cobijado por un puente de guerra y a partir de los 60 por una estructura de concreto, que en contrapicado luce como una fortaleza con casas menuditas. En el lugar corre la droga con desenfado. Es un secreto en voz alta al que solo se refieren las familias sanas puertas adentro.

—¡Visiiiitaaaaa! ¡Todo bien, pero hay visiiiitaaaaa, mosca!— grita un vagabundo perturbado a un grupo de hombres que despacha droga en la siguiente esquina y que se desvanece de inmediato. El sujeto se desgañita desde una silla destartalada. Lo hace al pie de un camino de tierra que conduce al barrio. Pareciera ser su trabajo: estar atento a quién entra y sale. Su aspecto andrajoso, el palabreo intimidante y el agite violento de las manos le dan cierto aspecto de locura. Solo del lado de Altagracia hay más de 55 familias. “Pero la cuenta se multiplica si se incluye a quienes viven en todo el sector”, indica el tachirense Domingo Mora, quien se instaló hace 30 años en el lugar, donde ahora reside con su mujer y cinco hijos.

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En Catuche un tramo embaulado de la quebrada es la calle. En el lugar reina la quietud. El caserío cobra el aspecto de un pueblo desolado, con habitantes forajidos. Un niño pasea en bicicleta los caminos estrechos y de tierra compacta que reparten las viviendas. Algunos vecinos se asoman discretos por sus ventanas. Saben que tienen visita, pero se niegan a recibir a los reporteros. En Catuche la lluvia no moja las casas, al menos no las construcciones que se refugian bajo en el Puente Guanábano. Le temen a la quebrada que reclama su cauce cada cierto tiempo.

Allí también tienen marcado el 99, año en el que, según los afectados, el río alcanzó unos seis metros de altura y arrasó con todo. Ese diciembre también, Vargas sucumbía al lodo, a los peñascos y a la devastación. Domingo Mora señala desde su azotea un poste para indicar el nivel de agua que alcanzó Catuche. “La quebrada cubrió el alumbrado”, agrega. Desde entonces las familias, que ahora son más, viven en una eterna alerta.

Cada vez que llueve con fuerza Emma Zárraga abandona su casa y sube a la Av. Baralt para zafarse del agua junto con otros vecinos. Un pasadero destartalado, de madera endeble, conecta su casa y la de otra vecina con la comunidad. Ambas viviendas se ubican en el corazón del barrio, pero la quebrada las serpentea. Emma, como otros habitantes, tiene el cuerpo adolorido por las llagas y heridas de la sarna. La ama de casa frunce el ceño y confirma que es por el agua: la recibe sucia, amarilla y maloliente, todo eso junto.

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En Catuche, señalan los habitantes, coexisten 10 barrios que van desde Puerta Caracas hasta el puente El Cuño, en cuyas bases fueron construidas otras decenas de casas: más de 50, dicen lugareños. “Se trata de una realidad desconocida, desterrada del mapa de la ciudad y que hoy no despierta el menor interés de la alcaldía de Caracas”, lo denuncia Olivia Puente, quien intentó formalizar un consejo comunal, pero se lo negaron por habitar “un lugar inexistente”.

En los 80, un grupo de sacerdotes jesuitas llegó a Catuche, ya entonces convertido en la cloaca de La Pastora, para desarrollar un trabajo de carácter social a través de Fe y Alegría. Un artículo, publicado en 1994 en la Revista SIC del Centro Gumilla y firmado por el S.J. José Virtuso, reseña que en 1993 la alcaldía de Caracas traspasó al Consorcio Catuche, un equipo multidisciplinario, 25 millones de bolívares. De ese monto, 10 millones se destinaron al diagnóstico y elaboración de un anteproyecto en el que participaron expertos de la UCV, USB y UCAB. Y 15 millones se asignaron a las obras. Para entonces, destaca la nota, toda la barriada tenía 7.443 habitantes y 1.715 viviendas, distribuidas en 23,58 hectáreas. En ese entonces se planteó el saneamiento del río. El proyecto avanzó pero quedó en el olvido en el año 2000.

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De puente Sucre a Estados Unidos

Otra que destaca por ser una estructura paraguas es el Puente Sucre de la avenida Fuerzas Armadas. Situado entre San Agustín del Norte y Santa Rosalía arropa alrededor de 30 casas. Allí la comunidad adoptó el nombre del puente y tiene sentido de pertenencia con la estructura que es su techo. El sitio está fuera del alcance del río Guaire. La vivienda donde reside Ismael Reyes, que es la de su abuela, solo está cubierta por láminas de yeso. Están tranquilos porque dicen que ni de broma el agua se filtra.

Ismael resume la llegada de su familia. Cuenta que fue su abuela Matilde Reyes, oriunda de Irapa, estado Sucre, quien llegó al lugar siendo una moza. Hoy Matilde tiene 92 años, una casa con cinco cuartos, hijos y siete nietos. Cada uno de ellos con su propia familia dentro de su casa. En el gobierno de Luis Herrera le ofrecieron apartamento en Menca de Leoni, en Guarenas, pero no quiso, ya tenía su vida resuelta debajo del puente. Ismael, el mayor de los nietos, tiene parkinson y afirma que ha establecido un pacto de no agresión con la enfermedad. “Yo te doy tus remedios y me dejas tranquilo”, bromea.

Felicia Suárez, otra vecina de la zona, de 70 años, llegó siendo menor de edad. Se vino de La Grita, estado Táchira, para trabajar en una casa de familia en Bella Vista y el puente Sucre fue entonces su única opción. Pensó en mudarse pero nunca lo tomó en serio. Allí se casó, tuvo a sus cuatro hijos, les dio educación y enviudó. La mayor es médico forense, egresada de la UCV y hace 15 años cambió su residencia debajo de un puente para mudarse a Estados Unidos, donde tiene una vida exitosa. Al varón lo asesinaron hace cinco años cuando prestaba servicio como taxista, en Catia.

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