Íconos

Joan Rivers, las chicas no lloran

Ella quiso hacer hasta de su muerte una jocunda celebración. Joan Rivers conoció la fama y con sus chistes prosaicos y vulgares iluminó las constelaciones de estrellas de Hollywood. Pero también vivió la pobreza, tristeza y estrechez. Era, acaso sin proponérselo, más humana que diva. Todos temían a su lengua, pero al final todos querían ser quemados por ella

TEXTO: DANIEL LEAL | FOTOGRAFÍA: EFE / INFOGRAFÍA: MERCEDES ROJAS
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Para una generación malnutrida a punta de #selfie, reality shows, pornoloeaks y celebridades de segunda —sí, todo eso es con ustedes, hermanitas Kardashian—, la fama depende de los clics sobre el botón “Me Gusta”. Ser famoso ahora se trata sólo de estar en el lugar correcto, en el momento correcto, fotografiarlo y publicarlo. En estos días ya nadie menciona el talento. Para quienes predican este credo, casi todos ávidos consumidores del Fashion Police, recordarán a Joan Rivers, quien falleció a los 81 años de edad el pasado jueves 4 de septiembre, como la vieja amargada que criticaba vestidos en la alfombra roja. La señora malhumorada y políticamente incorrecta, con tantas cirugías plásticas a cuestas, que podría tener cualquier edad entre 50 y 130 años.

Sin embargo, de la extensa lista de actividades que aparecen en el epitafio de Joan Rivers, “crítico de modas en E! Entertainment Television” es tal vez la de menor importancia. Rivers estuvo en la década de 1960, sobre la cresta de la ola, cuando uno de los más nefastos productos culturales gringos, el stand up comedy, pasó de un tipo parado en un escenario disparando chistes impersonales a su audiencia, a una experiencia más confrontacional e íntima. Y, aprovechando ese momentum de la liberación femenina, ¿por qué tenía que ser un tipo? ¿Por qué no una adorable rubia judía de Brooklyn, de treintipico de años, con un modesto vestidito negro y un collar de perlas burlándose de sí misma y de su situación sentimental? “Cuando tenía 21, mi madre me dijo: ‘Para ti, sólo un doctor’. Cuando tenía 22, dijo: ‘Está bien, un abogado, o un contador’. 24, me dijo ‘Escojamos un dentista’. A los 26 dijo: ‘Cualquier cosa’. Si podía llegar a la puerta, era mío. ‘¡¿Cómo que no te gusta?! ¡Es inteligente! ¡Consiguió el timbre él sólo! ¡¿Qué más quieres?!’”.

De los apestosos y oscuros clubes de comedia del Greenwich Village neoyorquino, Joan saltó al iluminadísimo estudio de Johnny Carson. Finalizada su primera intervención en el súper popular Tonight Show, Carson, aún secándose las lágrimas ocasionadas por sus propias carcajadas, piropeó a Rivers, cámaras aún al aire: “¡Dios! Eres graciosa. Vas a ser una estrella”.

En Joan Rivers: A Piece of Work (2010), el documental dirigido por Ricki Stern y Ann Sundberg sobre la vida de la comediante, ella aparece bromeando sobre su penthouse con vistas al Central Park. Una extravagante pieza decorada al mejor (¿peor?) estilo del ostentoso uptown de Nueva York. “Así es como hubiera vivido María Antonieta si hubiera tenido dinero”. Pero además del soporte ideal para los afilados comentarios típicos de Rivers, la cinta también expone todas sus inseguridades —y éstas no se limitaban a su apariencia física, o a su edad.

Uno de los miedos más obvios de Rivers, expuesto en todo su esplendor en A Piece of Work, era quedarse desempleada. Durante casi 90 minutos la vemos trabajando como una adicta de la tercera edad: una noche practicando su deliciosamente vulgar rutina de stand up en Wisconsin, en medio de la nada, para regresar inmediatamente a Nueva York, chaqueta de lentejuelas y abrigo de piel al hombro. Un día vendiendo su línea de baratijas gold filled en el canal de compras por televisión QVC, y otro grabando el Roast de Comedy Central —ese extraño formato de homenaje con pretensiones humorísticas bastante ofensivas. También un día participando en un rendimiento a George Carlin, y al siguiente devorando furiosamente a toda su competencia en su paso por el reality show Celebrity Apprentice, (des) animado por Donald Trump.

“Cuando rechazo un trabajo me siento culpable. Me siento terrible. No sé de dónde va a venir la siguiente oferta”.

Algunos podrían argumentar que el miedo provenía de su juventud. Su padre no trabajaba tanto como su madre hubiera querido —insertar aquí chiste medianamente injurioso sobre estereotipos judíos. Pero, más adelante, Rivers aprendió, a los golpes, que en su profesión un día podías ser relevante y tener trabajo, y al siguiente estar desempleado y ser completamente prescindible.

En la década de 1970, tras varias temporadas de apariciones exitosas en shows nocturnos de la televisión norteamericana, Joan Rivers logró perfeccionar su estilo: ese humor obsceno y ligeramente incómodo; esos chistes gritones, escupidos nerviosamente, siempre inconforme y malhumorada, sobre su cuerpo, o el de los demás, sobre su matrimonio y el sexo —o con más frecuencia, sobre la ausencia de éste. Hasta que, en 1986, la cadena televisiva Fox le ofreció su propio programa. Al enterarse de la noticia que su protegida se convertiría en su competencia, Johnny Carson le retiró la palabra; y NBC, canal que la estrenó delante de las cámaras, la exilió de su pantalla.

Ese extraño experimento de Fox llamado The Late Show Starring Joan Rivers resultó bastante desafortunado. El programa fue cancelado cuando el canal le informó a Rivers que tenía que deshacerse de uno de los productores del show: su esposo Edgar Rosenberg. De no hacerlo, ella tendría que renunciar. Incapaz de cumplir con las exigencias de los ejecutivos de la planta, ambos fueron despedidos. Tres meses después de este incidente, el 15 de mayo de 1987 su esposo y manager de facto se suicidó en una habitación de hotel en Filadelfia.

Viuda, desempleada, sin un centavo en el banco y responsable de Melissa, una hija sin ningún talento visible, Rivers no tuvo otra opción que comenzar de nuevo en los mismos clubes de comedia en Nueva York —que seguían igual de apestosos y oscuros. Su fin: escandalizar a su público, afilando aún más la lengua, convirtiendo cualquier cosa parecida a rabia o amargura en un chiste. Ella nunca se caracterizó por un refinamiento en su sentido del humor. Reforzó su estilo, ejercitando ese ingenio demoníaco, en el que no existían los temas sagrados o tabú, ni siquiera la muerte de los seres queridos.

“Mi esposo quería que lo cremaran. Entonces le dije que esparciríamos sus cenizas en (la tienda) Neiman Marcus, así podría ir a visitarlo todos los días”.

II

En 2012, en la segunda temporada del programa televisivo Louie, la humorista, entre lágrimas bastante creíbles, le confesó al conductor de la comedia de HBO el mejor resumen de su historia: “He estado arriba, he estado abajo, he estado en bancarrota, he estado quebrada. Pero lo haces, y lo haces porque… Porque lo amamos más que a cualquier cosa en el mundo. Por eso lo hacemos. ¿Quieres un trabajo de verdad, querido? Hay un millón de cosas que puedes hacer. Pero lo que hacemos no es un trabajo… suena tan estúpido… lo que hacemos es atender un llamado, querido. Hacemos feliz a la gente, atendemos a un llamado”.

III

En su libro I Hate Everyone… Starting With Me (2012), describió los detalles de su propio funeral. “Cuando muera —sí, Melissa, ese día llegará. Sí, Melissa, todo está a tu nombre—, quiero que mi funeral sea un gran espectáculo con luces, cámaras, acción… ¡Quiero un servicio de catering constante, quiero paparazzi y quiero que los publicistas armen un escándalo!”. Y continuó: “Quiero que sea lo más Hollywood del mundo. No quiero un rabino balbuceando, quiero a Meryl Streep llorando en cinco acentos diferentes. No quiero un panegírico, quiero que Bobby Vinton levante mi cabeza y cante Mr. Lonely”.

“Quiero lucir despampanante, mejor muerta que viva. Quiero que me entierren llevando un vestido de gala de Valentino y quiero que Harry Winston me haga una etiqueta para el pulgar de mi pie. Y quiero una máquina de viento para que, incluso en mi ataúd, mi cabello se mueva como el de Beyoncé”.

Lamentablemente, Meryl Streep no asistió al funeral. Bobby Vinton tampoco. Pero allí estuvieron Whoopi Goldberg, Sarah Jessica Parker, Kathy Griffin, Rosie O’Donnell, Kelly Osbourne, Carolina Herrera, Michael Kors y Dr. Oz. Howard Stern estuvo encargado de leer el panegírico, y Hugh Jackman entonó el clásico del camp Quiet Please, There’s a Lady On Stage. Después de pensarlo bien, Joan, el ventilador no resultó una buena idea: tus cenizas hubieran estado volando por toda la sinagoga. Seguro tú hubieras podido escribir un chiste mejor que ese.

infografía-mercedes-rojs

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