Economía

Dolarización y trabajo en Venezuela

Hace algunos días leí un artículo del profesor Ricardo Hausmann titulado "El espejismo de la dolarización", escrito a propósito de la propuesta que puso a circular el equipo de trabajo del candidato presidencial Henri Falcón.

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Dólares
Texto: Gustavo Saturno | Foto: pixabay

En su análisis, con la lucidez y pedagogía a la que nos tiene acostumbrado Hausmann, se nos explicaba cómo “la dolarización es una buena solución para problemas que no tenemos, y no resuelve -sino más bien agrava- los que sí tenemos”.
Entre los tantos argumentos presentados por Hausmann, para explicar lo inconveniente que resultaría una eventual dolarización de la economía venezolana, estaba el de las implicaciones que podría tener la medida sobre las relaciones laborales, especialmente, tomando en consideración la volatilidad de nuestra política salarial y, sobre todo, la legislación laboral vigente, promulgada más con fines populistas que con sentido común.
Al llegar a ese punto, fue inevitable que mi subconsciente hiciese un rápido ejercicio de Derecho Comparado, entre las legislaciones laborales de Venezuela y Panamá; siendo este último un país dolarizado desde hace más de 100 años, cuando se firmó el convenio Taft de 1904, casi inmediatamente después de su separación de Colombia.
Porque, ciertamente, Panamá podría ser un ejemplo a seguir en la Venezuela por venir, pues es el país con el crecimiento económico y el ingreso per cápita más alto de América Latina, como lo revela un estudio de la Universidad de Harvard de 2017, donde -por cierto- también tuvo una destacada participación el Ricardo Hausmann. Sin embargo, Panamá tiene, también, reglas y costos laborales muy diferentes a los nuestros, además de una seguridad social sólida y organizada, que dista mucho de la venezolana.
Así, lo primero que me saltó a la mente leyendo a Hausmann, fue el abismo que separa a ambas legislaciones laborales, pues mientras que el Decreto Ley Orgánica del Trabajo, los Trabajadores y las Trabajadoras de Venezuela (DLOTTT), se propone como objetivo “superar las formas de explotación capitalista” a través de un “proceso social de trabajo”, mediante el cual el Estado busca alcanzar sus propios fines (art. 25), el artículo primero del Código de Trabajo de Panamá, ordena al Estado “procurar al capital una compensación equitativa por su inversión”, sin dejar de reconocer y proteger -claro está- los derechos de los trabajadores.
En tal sentido, mientras que una legislación concibe a la empresa privada como enemiga del trabajador, la otra promueve -desde su primer artículo- un sano equilibrio entre el sector privado, el libre mercado, la productividad y los derechos de los trabajadores.
No obstante, la brecha entre ambas legislaciones laborales es aún más grande que una mera diferenciación conceptual o ideológica. La discrepancia es, además, económica, porque si se comparan los costos laborales de ambos países, no me extrañaría que Venezuela terminase duplicando a los del istmo centroamericano.
En efecto y para citar apenas algunos ejemplos, mientras que en Venezuela las prestaciones sociales podrían alcanzar 60 días de salario por año, en Panamá la prima por antigüedad alcanza apenas a 7 días por el mismo período.
De igual modo, mientras que en Panamá se trabajan 48 horas por semana, sin límite de horas extras por año, en Venezuela se trabajan solo 40, con 100 horas extras de límite en el mismo período. Eso supone -sin contar las horas extras- que en Panamá se trabajan 52 días más al año que en Venezuela.
Otro claro ejemplo de la abismal diferencia que existe entre ambos sistemas jurídicos, lo encontramos en el Programa de Alimentación de los Trabajadores, pues mientras en Panamá este beneficio es de aceptación voluntaria entre las partes, en Venezuela es obligatorio para el empleador. También es voluntaria en Panamá la participación de los beneficios o utilidades. No así en Venezuela que constituye una obligación legal.
Finalmente, Panamá tiene establecido, como casi todos los países de América Latina, un régimen de estabilidad relativa, mediante el cual la mayoría de los trabajadores podría ser despedido, aún sin que exista causa legal, siempre que se pague una indemnización que -en número de días- resulta menos de la mitad de la establecida en Venezuela, donde además existe -desde el año 2002- una inamovilidad laboral extendida que hace casi imposible un despido.
En ese sentido, en el Costo Laboral Venezuela de 2017, auspiciado por la Embajada del Reino Unido y el Consejo Nacional de Promoción de Inversiones (Conapri), en el que tuve el privilegio de trabajar con prestigiosos profesionales, se demostró como Venezuela es uno de los países con los costos laborales más altos de América Latina.
Quizá ahora no lo parezca, pues la hiperinflación y políticas como la desalarización de las remuneraciones de los trabajadores (vía el bono de alimentación), han pulverizado los costos laborales de este tiempo. Pero en una economía dolarizada esos costos pasarían a ser reales -sino en el corto- en el mediano plazo.
Otro asunto que inquietaba a Hausmann en su artículo, era cómo funcionaría una economía dolarizada en medio de la particular y muy curiosa política salarial que ha seguido Venezuela en los últimos 20 años.
Porque, en efecto, entre junio de 1999 y abril de 2012 (cuando nadie hablaba de hiperinflación en Venezuela), los salarios mínimos se ajustaron 19 veces, sin convocarse -en ninguno de los casos- a la Comisión Tripartita Nacional prevista en la Ley Orgánica del Trabajo, vigente para la época.
En el DLOTTT de 2012, peor aún, se eliminó el procedimiento de revisión tripartita de los salarios mínimos y no se estableció ningún método ni órgano estructurado para el diálogo en ese sentido, dando como resultado 12 ajustes -entre enero de 2016 y marzo de 2018- sin consulta ni diálogo social alguno.
En Panamá, por el contrario, el salario mínimo se revisa cada dos años y se hace atendiendo la recomendación de una Comisión Tripartita de Salario Mínimo, tal y como recomienda hacerlo la Organización Internacional del Trabajo. Porque en una economía dolarizada, obviamente, no se puede estar ajustando el salario todos los días y, menos aún, hacerlo sin escuchar a los involucrados.
Termina Hausmann su artículo advirtiendo a quienes proponen la dolarización, que tienen que decirle al país con detalle, entre otras cosas, “qué reformas a las actuales leyes laborales y de seguridad social van a proponer para hacer que los salarios y pensiones puedan adecuarse en el tiempo a los vaivenes de una economía tan volátil como la nuestra”.
No soy economista, así que no puedo debatir si la dolarización sería buena o mala entre nosotros, pero coincido con Hausmann cuando dice que cualquier plan económico que se proponga hacia el futuro, tendrá que pasar por una reforma a nuestra legislación laboral y políticas salariales.
Sin embargo, desgraciadamente, se oyen pocas voces en ese sentido. El liderazgo político de relevo y buena parte del sindicalismo venezolano, pareciera estar más pendiente de su popularidad que de estos temas. Tampoco hay muchos que quieran decir -como Churchill- que lo que viene es sangre, sudor y lágrimas, aunque esa sea una verdad del tamaño de un templo.
No obstante, la fiesta petrolera se acabó. En algún momento habrá que tomar medidas dolorosas y en muchos casos incomprendidas. Y va a ser difícil hacerlo, sobre todo en un país con tan poca cultura de diálogo social, acostumbrado a vivir de dádivas y con un sinfín de días libres al año.
Pero el tiempo de los populistas que nos decían mentiras para hacernos reír, expiró. Es el tiempo de los estadistas, de los verdaderos empresarios y de un movimiento sindical maduro y responsable, aunque el tiempo histórico les obligue a decirnos la verdad que nos hará llorar.
Gustavo Saturno Troccoli es profesor de Derecho del Trabajo en la Universidad Interamericana de Panamá]]>

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