Crónicas

El retorno: crónica sobre allá y acá

El escritor colombo venezolano Wilfer Pulgarín comparte con los lectores de El Estímulo un capítulo de su próximo libro de crónicas en el que toca temas como la migración, partiendo desde su propia experiencia, tras su regreso a suelo colombiano

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Era la Pequeña Venecia tierra de extranjeros, nuestra familia entre ellos. Pero lo que ocurrió nos obligó a millones a emigrar, incluidos los que ya teníamos una emigración encima y que habíamos extendido hasta allá el par de apellidos con los que cargábamos.

Primero salió mi hermana, y lo hizo con la hija que había traído al mundo en aquella tierra de gracia. Un diciembre, el padre de la niña, un venezolano-argentino expatriado, vino a visitarlas a Medellín. Hubo mucha celebración por el reencuentro con aquel hombre experto en asados. Tan bien la pasó el tipo, que su corazón no resistió y sus cenizas fueron a dar al osario de la iglesia de Villahermosa, donde están las de mi padre y mis bisabuelos.

Un día, sin avisar, mi madre echó llave a su apartamento y a la sastrería que había quedado bajo su régimen a la muerte de mi padre, y abandonó Caracas. Al llegar, encontró una Medellín muy distinta a la que había conocido de joven y donde nos había parido a los cuatro hijos. Con una nostalgia a cuestas que no la desampara, no ha logrado impedir que el doble desarraigo se le meta en el cuerpo y piense que en cualquier momento le ocurrirá algo irremediable. La misa diaria es su refugio.

El último en salir de allá y llegar acá fue mi hermano. Lo hizo solo, porque hacía tiempo su mujer y sus hijos se habían marchado aún más lejos de lo que podía imaginar en su soledad. Ahora hacemos lo posible para que se sienta bien, porque ha llegado diagnosticado con cáncer.

Yo salí en algún momento, con mi esposa y mis hijas. A las tres, que habían nacido allá, les ha costado adaptarse a este país, porque no pueden olvidar la vida y los amigos que han quedado atrás. En mi caso, he recuperado algunos amigos de infancia, pero cuando nos reunimos, no tenemos mucho de qué hablar.

Ha sido un retorno algo triste el de la familia, pero la mayoría piensa que aquí estamos mejor que allá.

Ha sido un retorno algo triste el de la familia, pero la mayoría piensa que aquí estamos mejor que allá.

Ulises

(Acá)

He vuelto; y conmigo, un ejército. No vinimos a invadirte, Nueva Granada. Que los pretendientes de tus Penélopes guarden sus espadas. Estos trajes de mendigos son reales. Ha sido un viaje largo, varios años de lucha y de huida. Somos familias completas, de padres nacidos aquí, con hijos concebidos allá. Ahora nos ven forasteros. Detrás nuestro llega una legión de amigos. Marchamos como pudimos desde Maracaibo, Barquisimeto, Maracay, Valencia y de la infeliz Caracas, que nombraba nuestro mutuo padre, Bolívar. Aquí nos ves, mestizos como casi todos en este valle, pero hablamos con otro acento. Cuando tus hijos, mis hermanos, me oyen hablar no creen que salimos del mismo vientre. Abrázame.

Cuando tus hijos, mis hermanos, me oyen hablar no creen que salimos del mismo vientre

Pan

            Hacer buen pan es lo que saben los que vienen de Allá. Lo aprendieron de los gallegos y llevan esa enseñanza adonde quiera que van. Cuando ocurrió el problema, el primer impacto se sintió en el precio y la escasez del pan. Fue por ese tiempo que hubo una verdadera y gigantesca ola migratoria, entre quienes estaban el señor R. y la señora M., que viven frente a mi edificio, en una pensión. Al lado de esa casa alquilaron un localcito y allí hacen lo que ellos llaman “canillas de pan campesino”, unas baguettes que no son como las que se consumen Allá, pero que me parecen muy buenas. Cuando veo que el señor R. saca la hornada, bajo a comprarle. Yuval Noah Harari ha escrito que el pan es una ficción que transformó la historia de la humanidad; revolucionaria porque no existe en la naturaleza y depende del espíritu cooperativo. Creo que tiene razón el historiador, el señor R. y la señora M. ahora hacen más pan, tienen dos ayudantes y en los pocos años que llevan abiertos han enriquecido la gastronomía de mi casa.

La Tovar

(Allá)

            Las flores amarillas que se desprendían de los araguaneyes formaban espirales a lo largo de la calle, que desembocaba en la Cota Mil. Era nuestra calle. En la planta baja de un edificio nos había alquilado el señor Elías, que a su vez le pagaba al señor Goyman, el dueño de toda la construcción. El solo nombre de Goyman causaba terror. Cuando aparecía por la sastrería se ponía a husmear. Le advertía a mi padre que no podía dar uso de vivienda al local, algo que el viejo ya había hecho y ocultaba detrás de una pared de Drywall. Esa zona trasera era un refugio de indocumentados. Por allí desfilaron colombianos, como mi padre, y también ecuatorianos, peruanos y hasta un paisa que levitaba. Lo que más recuerdo de la sastrería de la Manuel Felipe Tovar, de San Bernardino, en Caracas, fue el día del asalto. Era domingo en la mañana y entraron a robar las remesas que recibía un encomendero para traerlas a Medellín. A todos nos desnudaron y a mi hermano le dieron un cachazo de revólver en la cabeza. No hubo denuncia, porque la mayoría de los que allí habitaba era “indú”, una forma de referirse allá a los indocumentados. Lo que hicimos fue reírnos de lo patéticos que nos veíamos todos empelotados frente a los bandidos.

No hubo denuncia, porque la mayoría de los que allí habitaba era “indú”, una forma de referirse allá a los indocumentados. Lo que hicimos fue reírnos de lo patéticos que nos veíamos todos empelotados frente a los bandidos.

El encomendero

(Allá)

El encomendero se llamaba Memo Areiza y tenía el mejor cuarto de aquella sastrería. Era un hombre bajito, delgado, moreno, de bigote, frente amplia y fumador empedernido. Podría tener unos 50 años en aquellos años. La familia la tenía en Itagüí.

El encomendero y sus encomiendas eran cosas sagradas para los emigrantes colombianos en Venezuela. No había forma más expedita y barata para enviar a Medellín dinero, cartas, ropa y cuantas cosas lindas importadas se conseguían a buen precio en la Pequeña Venecia, la mayoría procedente del puerto libre de Margarita.

El encomendero y sus encomiendas eran cosas sagradas para los emigrantes colombianos en Venezuela.

Memo tenía buenos contactos en la frontera y sabía tratar a los guardias nacionales para que no le esculcaran las maletas donde llevaba de allá para acá chocolates y quesos suizos, almendras italianas, vino español y whisky escocés; y, de acá para allá, frijoles, café o materiales para trabajos artesanales como el de mi padre.

Los domingos la sastrería se convertía en un caos de gente entrando y saliendo, con un desfile de maletas, tulas, cajas y bolsas. Los colombianos emigrantes se esmeraban en enviar bolívares y dólares a sus casas, donde los convertían en muchos pesos. Y cartas, muchas cartas, como esta que guardo con cariño:

La carta

(A manera de epílogo)

“Caridad, tienes que estar muy pilas en Cúcuta porque allá roban mucho. Coges un taxi apenas llegués y decís que te lleve a sellar el pasaporte en San Antonio. No les des más de 150 bolívares al taxista, fíjate bien en los billetes. Separa la plata colombiana de la venezolana para que no se te enrede. La oficina de sellado no trabaja en horario corrido, así que trata de estar a buena hora. Allí tenés que pagar 400 bolívares por las estampillas, en total serán 1.200 bolívares por los tres. Ahí te los mando. Después de sellar vas a buscar un taxi que los lleve hasta San Cristóbal, es un viaje de un poco más de una hora y no te deben cobrar más de cien bolívares. Ojo. Que te deje en el terminal de autobuses. Allí vas a la taquilla de Expreso Los Llanos y compras los tres pasajes para Caracas. Averigua bien si los niños pagan menos. Decís que van tres, pero que van a ocupar dos asientos. No deberías pagar más de 200 bolívares en total. Compra el pasaje para las nueve de la noche. Fijate para que no les toquen los asientos de atrás, los últimos, que les dicen la cocina, calienta muchísimo el culo y no van a poder dormir en el viaje, además que marea. Por cierto, traten de tomar todos una pastilla de Mareol antes de salir. El viaje dura quince horas más o menos, así que breguen a comer donde el autobús pare y no tengas pena de pedir arepas de carne mechada o de queso, que es lo más sano y bueno que venden en el camino. A los guardias que suban al autobús o manden a bajar no les tengas miedo. Ustedes van en regla. Yo te voy a esperar en el terminal de buses de Nuevo Circo, desde las ocho de la mañana del sábado. No te asustes ni te muevas de donde los deje el autobús. Eso sí, tenés que estar mosca con el equipaje, por si yo no he llegado. No te olvides de traerte mis discos de Olimpo Cárdenas y de Julio Jaramillo. Tampoco es que van a empacar toda la casa. Cuida bien a los niños, no les pongas las camisetas del Medellín”.

Por Will Pulgarín

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