Estar empatado conmigo mismo es el único compromiso del que no he podido escaparme en 28 años de existencia, porque me costaría la vida, literalmente. Iván Jesús y yo estamos tan compenetrados que somos uno, como en las comedias románticas de fantasmas, aunque en esta no nos llenemos las manos de arcilla, sino de salsa de ajo cuando nos vamos a comer perros en Chacao.
Hemos compartido la misma sábana y la misma sombra desde que nos conocemos. Yo soy el racional y él el emocional. Él me invita a salir y yo pago, porque soy el titular de la tarjeta y porque se vería raro que yo le explique al mesonero que estoy haciendo una metáfora de la soltería diciendo que estoy empatado conmigo mismo y que mi otro yo le va a dejar la propina.
Mantenemos una relación abierta desde hace bastante tiempo. Nunca habrá celos entre nosotros. Nos atraen las mismas personas, los mismos gestos, las mismas páginas porno. Compartimos el fetiche por los pies, por los chistes fáciles, por el arequipe y por la gente dañada. Por eso hemos durado tanto, tal vez.
Hace 8 años nos dimos un tiempo y empecé a salir con José Antonio, mi primer y único novio (el de verdad), el valiente que logró poner una almohada extra en mi cama. Sobre ese colchón hubo varias primeras veces: descubrí músculos, emociones y verbos que aprendí a conjugar en plural, pero solo durante 10 meses.
Cambiamos la funda. No llegamos al año, que era mi propósito para hacerme lucir menos conflictivo cuando me preguntaran: “¿Y cuánto duraste con tu ex?”. Terminamos por las buenas. Él tenía mucha más experiencia que yo en esto de las relaciones de pareja, y yo no me sentía cómodo con todos los códigos que implicaba tener un copiloto en tu vida. Hasta jugando Play Station me cuesta darle el segundo control a alguien más.
Volví al principio. A estar soltero, o como lo veo ahora, a empatarme conmigo mismo, a refugiarme en la soledad, a no verla como una condena, sino como la manera en la que mejor se conserva mi libertad.
Aunque a veces, en medio de tanto silencio, susurra el pasado, el que estuvo cargado de otros amores: los platónicos, los no correspondidos, los fallidos, los hipotéticos, los que nunca se intentaron. Y me pregunto: “¿Lo voy a volver a intentar?”. Pero todavía tengo la maña de contestar tarde los mensajes, incluso a mí mismo.