Carta a Héctor Abad Faciolince
A propósito de "El olvido que seremos", Carolina Jaimes Branger evoca y reflexiona sobre la figura y las vivencias con su propio padre
A propósito de "El olvido que seremos", Carolina Jaimes Branger evoca y reflexiona sobre la figura y las vivencias con su propio padre
Querido Héctor Abad III,
Mi nombre es Carolina Jaimes Branger, soy venezolana. Nos conocimos en algún momento, hace años, aquí en Caracas.
Anoche, mi pareja y yo vimos “El olvido que seremos” en Netflix. Él no había leído tu novela y quedó conmovido.
Yo he debido escribirte antes, cuando la leí. Siento no haberlo hecho. Pero hoy es una obligación. La película encurrujó mi corazón una vez más y sentí que no era justo el no añadirme a la marejada de personas que te la han alabado, aplaudido y agradecido. No sé si mi experiencia sea algo más personal que la de la mayoría, eso quisiera, y te explico por qué:
Mi papá, Jaime Jaimes Berti, era médico como tu papá. Internista y tropicalista. Estudió en la Javeriana de Bogotá mientras la universidad aquí estuvo cerrada y luego hizo dos postgrados, uno en la universidad de Wisconsin en Madison y el otro en la de Johns Hopkins en Baltimore. Tenía una gran preocupación por la salud pública en Venezuela, aunque nosotros como país petrolero, pudimos hacer mucho más por la gente sin recursos, que lo que hicieron en Colombia durante los mismos años.
Y también como tu papá, mi papá fue un extraordinario ser humano. Al revés que en tu familia, yo era la única mujer entre varones. Y fui la niña de sus ojos. Mi papá me dio todo lo que es la esencia de mi ser hasta hoy en día, “the wind beneath my wings”, como dice la canción. Él me enseñó a ser generosa, solidaria, a no aceptar injusticias y a levantar mi voz cuando las viera, aunque la mía fuera la única que se alzara. Me enseñó, como el tuyo, a pedir disculpas en voz alta, clara e inteligible. A no creerme una persona extraordinaria, pero sí alguien que podía lograr cosas extraordinarias, siempre que me lo propusiera. Él me enseñó a razonar, a argumentar, a discutir. También era -no sé definir si agnóstico o ateo- lo digo porque, aunque no soy creyente, espero poder encontrármelo, no sé cómo, en algún lugar distinto de este mundo, alguna otra vez. Su presencia y su ejemplo me acompañan siempre y me enorgullecen. No hay día en que no lo recuerde y lo extrañe.
Fue mi mayor estímulo cuando empecé a escribir, por allá en 1964, cuando tenía 5 años. También fue mi mayor crítico. “Esto lo puedes escribir mejor”. “Esto lo puedes decir más claro”. “No necesitas tantas palabras para expresar esta idea”. “Ve al grano”.
Como tu papá, apenas llegaba de su consulta o de la Universidad Central de Venezuela, donde dio clases en Medicina y más tarde en Ciencias Políticas -estudió Historia y Filosofía después de que yo había nacido- antes de quitarse la corbata, ponía música clásica a todo volumen. La música era a la vez su pasión y su catarsis. A mis hermanos y a mí nos llevó desde muy pequeñitos a los conciertos y sembró en nosotros ese gusto por lo bueno, lo bello y lo grande.
Aunque mi abuelo fue fundador del partido Copei en el Estado Táchira, no fue hasta sus entrados cuarentas cuando mi papá decidió incursionar en política, apoyando a Renny Ottolina, asesinado como tu papá -todavía no está claro quiénes lo hicieron- porque tanto los de derecha, como los de izquierda y los de centro, tenían razones para hacerlo. Aquello fue debut y despedida… Pero desde su cátedra de Historia de Venezuela, sembró en sus alumnos nociones de republicanismo, democracia y ciudadanía. Nunca se limitó a enseñar solo historia, también su interpretación, juicio, valor y trascendencia.
Mi papá ha sido la persona con quien he tenido las peleas más grandes de mi vida, aún al día de hoy cuando han transcurrido más años de los que yo había vivido cuando él murió. Tal vez peleábamos porque nos parecíamos mucho. Pero eso no disminuyó nuestro amor… todo lo contrario, hoy agradezco que haya sido indoblegable, porque desde mi perspectiva de madre, sé que lo hizo para hacerme una mejor persona.
Mi papá falleció trágicamente cuando yo acababa de cumplir 30 años. No fue asesinado, no. Fue en un accidente de tránsito. Yo no pude venir a su entierro porque tenía a mi hija mayor hospitalizada en Boston. Pero mi mamá y mis hermanos me contaron con infinito orgullo que llegaron a dar el pésame muchísimas personas que ellos no conocían y que él, en algún momento, había ayudado. Todas agradecidas y tristes.
Tampoco llevaba en su bolsillo -que yo sepa- un poema de Borges, aunque lo apasionaba su literatura. Muchas veces comentamos sus obras.
En fin, Héctor, si yo hubiera sido varón y me llamara Jaime, también hubiera sido Jaime Jaimes III, porque mi papá, como el tuyo, también valía por dos. Pero quizás no sucedió, simplemente para que yo no fuera “la insensata que se aferra al mágico sonido de su nombre”.
Me despido agradecida por haberme hecho revivir experiencias muy parecidas a las tuyas. Me despido pensando con esperanza en aquel hombre, que no sabrá qué fui sobre la tierra. Y bajo el indiferente azul del cielo caraqueño, esta meditación es un consuelo.