También sé que hay alimentos y productos, que dividen al mundo en dos grupos irreconciliables: el de quienes son sus fervorosos partidarios y el de que los odian irreversiblemente. No sé, cosas como el ajo, el pepino. Es verdad que puede uno pasarse del bando negativo al positivo: cuestión de probar, de ser curioso, cualidad que al aspirante a gourmet se le supone.
Resulta que estos días me he topado con un número no desdeñable de personas conocidas que padecen la misma fobia alimentaria: no soportan el yogur. Sé que hay muchas personas, y conozco a unas cuantas, que sienten una aversión insuperable hacia los lácteos: no pueden ni oler un queso, niegan a la mantequilla toda virtud, y tiene muchas, son incapaces de tomar leche, y aducen que el hombre adulto no está preparado para ello. Manías, en suma.
Pero ahora me he encontrado a gente que centra sus odios en el yogur. Un conocido, octogenario, lo justifica en que «cuando tenía seis o siete años» su madre le dio un yogur y la causó infinita repugnancia. Tiempo ha tenido de comprobar si se la sigue causando; pero lo que no ha tenido es el menor interés en deshacerse de ese tabú infantil.
Más grave me pareció la actitud de dos amigas mías, a quienes conozco por su dedicación a la prensa gastronómica (diría mejor culinaria: dan recetas en varios medios y escriben recetarios), que confesaron, una, que no le gusta el yogur y la otra reconoció que no lo ha probado en su vida.
Con esa limitación autoimpuesta, o con cualquiera otra en este terreno, la capacidad de educar en cocina a alguien queda muy disminuida.
El español, en general, ha militado siempre, en lo que a grasas se refiere, en el bando de los partidarios del aceite de oliva. Me parece muy bien.
Lo que, en cambio, me parece muy mal es que ello lleve automáticamente a alinearse con quienes sienten un odio africano por la mantequilla, la manteca de vacas. Estoy dispuesto a admitir que no la usen, pero no a soportar que le nieguen el pan y la sal, justamente con lo bueno que está un trocito de pan con mantequilla y unas arenillas de sal.
Yo, a lo largo de mi vida, conocí el yogur ‘de farmacia’; cuando yo era niño, se elaboraba y vendía en algunas farmacias. La verdad es que me gustó desde el primer momento, pese a su acidez. Tomaba yogur muchas veces en los desayunos de hotel, postres hechos con yogur.
Nunca creí, eso es cierto, en las pretendidas virtudes del yogur como garante de longevidad; más bien pensé que en el Cáucaso no eran frecuentes las partidas de nacimiento y la gente de sesenta años parecía tener ciento diez, aunque la verdad es que no sabía la edad que tenía realmente.
Ahora el yogur, en principio por razones dietéticas, se ha incorporado con fuerza a nuestra cocina. Yo tomo platos en cuya composición entra el yogur o bien porque me gusta o bien, y les aseguro que es lo más normal, porque no se nota.
En el frigorífico de mi casa, la sopa fría que más veces se encuentra es esa mezcla de pepino y yogur que los griegos llaman tsatsiki; ha desplazado a la vichyssoise y casi, casi, al gazpacho.
Me encantan los aliños en los que se usa yogur en vez de grasas, al menos en parte; suaviza no pocas salsas; y encima, me he dado cuenta de que después de una comida especialmente picante, calma todos los ardores. En eso, he de darles la razón a los indios.
Pero, sobre todo, insistiré: no conviertan sus manías infantiles en carencias definitivas. No saben la de cosas que se pueden estar perdiendo.
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