Justo al lado del local hay un enorme parapeto de tubos metálicos cubiertos por varios metros de cortina plástica, de esos que se ponen delante de los edificios en remodelación. Esto da una sensación de paso obstruido, de zona desierta, de “aquí no debe ser”. Para colmo, la vitrina de la sombrerería ha caído en el área tapada, de manera que no se tiene, siquiera, el aliciente de ver en la exhibición unas copas bien armadas o la invitante tersura del pelo e’guama. Sin embargo, la Sombrerería Tudela está ahí. Y sus puertas, milagrosamente, seguían abiertas. Por lo menos hasta el martes 24 de abril de 2018, cuando una decisión gubernamental la obligó a clausurar. El local fue expropiado por el gobierno municipal de Érika Farías.
En la esquina de San Jacinto a Traposos, N°21, diagonal a la casa natal de Simón Bolívar, se encuentra este establecimiento cuya fundación debe datar del año 1931 o 32. La fecha la deduzco a partir de la narración que, hace unos años, escuchara del empresario Rafael Tudela Reverter, hijo de Rafael Tudela Boronet, quien abrió el negocio exactamente en el mismo lugar que todavía ocupa. Los que convertía a la Sombrerería Tudela en la tienda más antigua de Caracas.
Tudela Boronet era un noble español, nacido en Valencia y de origen vasco, en cuya casa se servía de guante blanco y polainas. Siendo aristócrata se enamoró de quien sería su esposa, una burguesa catalana, hija de un rico industrial, fabricante de papel y de cajas donde venían los perfumes de la casa Myrurgia. Cuando el joven enamorado le anunció a su padre que había decidido casarse con esta muchacha, adinerada pero plebeya, el hombre no puso mayores reparos al enlace pero le participó al muchacho que a partir de ese momento quedaría desheredado, cual era la costumbre de la época. Envalentonado por la pasión, el joven aceptó el desafío y se casó con la heredera, tras la cual cogió un mapa de América Latina, cerró los ojos y apuntó con el dedo el que sería el destino de la familia: Caracas.
Es así como Rafael Tudela Boronet, hidalgo español de familia rentista, como corresponde, y Rosa Reverter, graduada de concertista de piano en el Conservatorio de Barcelona, cruzan el océano y desembarcan en el puerto de La Guaira recién casados. Llegan a tierra venezolana con la imaginación poblada de sus propias sagas de enamorados incomprendidos, y en los bolsillos una pequeña suma que nada más llegar se vio reducida a la mitad por la compra de un perfume con el que se encaprichó la joven señora Tudela.
Además del frasco de perfume y el dinerillo que quedó después de la adquisición, el patrimonio Tudela Reverter se completaba por un par de colchones que fueron entregados como pago por los primeros tres meses de la pensión donde residirían en Caracas. Culminaba el año 30.
El inmigrante se puso a buscar trabajo y consiguió un puesto en la sombrerería de José Aristiguieta, lo que le vino muy bien porque ya tenía alguna experiencia en el negocio de su suegro que, entre diversas actividades, incluía la elaboración artesanal de sombreros. Al poco tiempo hizo ahorros, se independizó y abrió la Sombrerería Tudela. En 1931 nacería Rafael Tudela Reverter. Es probable, pues que más o menos en los mismos meses, el laborioso español viese la llegada de su primogénito y abriera su primer negocio propio.
Era una época en la que todas las clases usaban sombreros de forma que la empresa prosperó hasta el punto de que Tudela Boronet reunió medios para regresar a su patria con su esposa y su primogénito de pocos meses –esta libertad para dejar el puesto de trabajo es el que me lleva a concluir que la Sombrerería Tudela abrió el mismo año 31 o 32, dado que ese viaje a Europa lo hizo con la esposa y el hijo todavía bebé–. En cualquier caso, podemos asegurar que la Sombrerería Tudela ya tiene 80 años.
En 1933 Tudela vende la tienda al barquisimetano Juan Pérez Pérez, fallecido en Caracas hace 25 años. La heredaría su hijo, Guillermo Pérez Herrera, quien trabajó en el departamento de Mercadeo de Empresas Polar hasta que se jubiló; y entonces se puso al frente del negocio. Es un decir, porque la verdad es que el establecimiento no evidencia la presencia de un dueño demasiado diligente o determinado a reinventar la empresa. El propio Guillermo Pérez lo dice: “Me vine para acá para no quedarme sin hacer nada”. “Este negocio tiene los días contados”, concluye.
Con esa convicción, es natural que no se haya hecho inversiones ni introducido nuevas líneas de productos. Eso ha arrojado a la tienda un lento declive, pero al mismo tiempo la había mantenido como una rareza en el centro de Caracas, puesto que se conservaba el mismo mobiliario de la época dorada, cuando la inmensa clientela, que incluía damas y los caballeros más encopetados de la sociedad, las estrellas del escenario teatral y los jefes de Estado, compraba.
La Sombrerería Tudela no era solo una tienda. Tambié, un muy capacitado taller de mantenimiento y reparación de sombreros. El único empleado es Juan Humberto Torres, sexagenario, pastoreño y maestro sombrero. Trabaja allí desde 1961. Muy probablemente, Torres, chusco y zamarro, sea el mayor experto en la materia sombrera del país. Con él recorremos los mostradores de caoba y cristal donde se atesora la escasa existencia –formidable, eso sí– que aún persiste en el inventario.
La sala anterior de la Sombrerería Tudela está ocupada por el departamento de exhibición y ventas, propiamente dicho, mientras la amplia trastienda es sede del taller donde se devuelve el lustre a las prendas largamente trajinadas bajo el sol. Es allí donde se encuentra el molde de plantillas que funciona a gas y que fue fabricado en 1920. Desde luego, no está en uso… ni en muy buen estado que digamos.
Juan Humberto Torres recorre el cristal con su fornido dedo de artesano y va señalando las criaturas que ahí reposan. Empieza por la mercadería cumbre y más costosa: el “Borsalino”, que empezaron a fabricar los hermanos Borsalino, en Alessandria, Italia, en 1857. Se trata de uno de fieltro por antonomasia. Tela muy suave al tacto y emocionante a la vista. Tan exitosa era la marca que por muchos años llegó a mantener ventas de 750.000 piezas anuales, volumen que se incrementó a más de 2 millones en vísperas de la Primera Guerra Mundial, época que constituiría un pico en el comercio. Nunca más estas piezas del vestir volverían a registrar semejante demanda. Terminada la conflagración, el negocio disminuyó en prominencia.
Cuando el consumo se hizo más sofisticado, la producción de sombreros de calidad impuso el empleo del fieltro de pelo de conejo. Por lo general, los Borsalinos son de color gris, negro, marrón, caqui, beige y perla; y tienen una cinta de raso anudada al lado izquierdo –una banda o cinturón que se encuentra entre la corona y el borde y sirve para darle forma–. El interior está forrado de seda. Se le distingue de cualquier otro por su flexibilidad y porque la corona termina en un trazo triangular. Este modelo es el que el cine ha consagrado como marca distintiva de los gangsters de los años 30. Es el que usa el actor norteamericano Harrison Ford en la serie cinematográfica Indiana Jones, dirigida por Steven Spielberg e integrada por Cazadores del Arca Perdida –1981–, Indiana Jones y el Templo de la Perdición –1984–, Indiana Jones y la Última Cruzada –1989– en Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal –2008. En 2003, el famoso arqueólogo fue clasificado como el segundo “Héroe más grande de todos los tiempos” por el American Film Institute, mientras que Entertainment Weekly lo catapultó en su lista de “Los héroes más geniales de la cultura popular”. El modelo de Indiana Jones es, concretamente, un Fedora marrón de copa alta.
En 2006 la fábrica de los hermanos Borsalino fue convertida en museo. Esta iniciativa debería inspirarnos para convertir también la Sombrerería Tudela. Le falta poco, en realidad. Unos buenos escobazos y una iluminación, digamos, seductora. Entre las piezas de mayor atractivo estarían las máquinas del taller, nobles antiguallas llenas de encanto, como la planchadora para alisar sombreros, marca Hoffman, para más señas, hecha en 1918; o las hormas para los niños, hoy escarchadas de telarañas. Pero también destacaría la vitrina exclusiva de Borsalino, una caja rectangular de cristal con bordes de manera fina, en cuyo interior hay exhibiciones móviles con plantillas en forma de herradura forradas con goma de espuma.
Distintos pero no pintosos, están allí: los “Huckel” confeccionados en Checoslovaquia con lana, piel de liebre y con esa sustancia vegetal que llamamos pelo e’guama –la guama es una fruta, no un animal–. “El Paso Fino” o “Montecarlo”, en lana italiana y ensamblados en Colombia, donde la industria continúa a todo vapor. El “Cavalier” de nailon, de inspiración tejana, para caballistas. Y, desde luego, están los “Panama Hats” o, más específicamente, el “Jipijapa”, así como la vedette de este elenco, el “Montecristi”, hecho con una paja que solo crece en Ecuador: la ciudad ecuatoriana de Cuenca es el productor principal de la paja que sirve de insumo, pero Montecristi, del mismo país, produce los sombreros de calidad más refinada.
Pese a su popular nombre, los primeros “Panama Hats” fueron hechos en Ecuador, no en Panamá. Se dice que se les empezó a llamar así porque eran una constante en el paisaje durante la construcción del Canal de Panamá, cuando millares de sombreros fueron importados de Ecuador para el uso de los trabajadores de la obra. Y cuando el presidente norteamericano Theodore Roosevelt visitó el canal en 1934, iba tocado por uno de éstos, lo que aumentó su popularidad.
José Humberto Torres es especialmente aficionado al “Panamá”, considerado el príncipe de las tocas de paja, porque está tejido a mano con delicadeza. Además, es fresco y liviano. Podemos verlo en las fotografías de quien fuera primer ministro del Reino Unido, Winston Churchill, y de los galanes norteamericanos Humphrey Bogart y Frank Sinatra. Torres, que conserva como un objeto prodigioso un “Panamá” adornado con una cinta de raso negro que perteneció a su cliente Rómulo Betancourt, nos conduce a la sala posterior, donde están el taller y el depósito; y aquello es una asombrosa acumulación de ejemplares. Simplemente, incontables. La mayoría, olvidados allí por sus propietarios, después de que los llevaron a arreglar. Son espacios vacíos. Nadie trabaja allí. Los sombreros cabecean de aburrimiento tras el olvido al que fueron arrojados. En los buenos tiempos trabajaban allí 15 operarios y 4 ciclistas que repartían las prendas ya remozadas.
La tibieza de aquellas manos laboriosas ha sido sustituida en la actualidad por el recuerdo de los presidentes Rafael Caldera y Luis Herrera Campins, clientes habituales, lo mismo que unos curas avecindados en la plaza Bolívar, que venían con frecuencia a hacerse de un modelo muy austero de bombín negro de pana.
No dejes de ver el especial multimedia de El Estímulo sobre José Humberto Torres, el último sombrerero de Caracas