Íconos

Ismael Cala más P... que nunca

Su visita fugaz a Caracas fue acicate para hacer alarde de sus dotes de hablador. Siempre entrevistador nunca entrevistado, cedió su puesto para someterse al bombardeo de preguntas del editor de Clímax. Su nuevo libro,  Un buen hijo de P, promete cuando menos arrancar un asombro. Ya que nunca ha sido hijo de la ironía. Su vida, como el de muchos otros cubanos, es de desarraigo y búsqueda de un sueño, arriba, en la quimera del norte

Fotografía: Anastasia Camargo
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Roto un estado social, se rompen sus leyes, puesto que ellas constituyen el Estado. Expulsados unos gobernantes perniciosos, se destruyen sus modos de gobiernoJosé Martí Nuestra América.

La capa y el escapulario, al son de la brisa de mar, rasgan, tendidos en una cuerda, la incorporeidad del calor del verano. Ismael pega la carrera para alcanzar a su abuela que, frente a la batea, remoja la sotana y demás géneros que endomingarán al cura en la misa dominical. Entre versículos, jaculatorias y salmos discurrió su niñez como monaguillo de su pueblo, El Caney, Cuba. Para la sazón, la fe de un Dios barbudo clavado en la cruz chisporroteaba en su fuero interno y lo empujaba a los seminarios y credos. Sin embargo, otro, también de barba, a quien una violenta revolución, en 1960, elevó a demiurgo y libertador, dios de dioses, dador de fusiles, odio y de una bicoca llamada comunismo, le arrancó la ilusión de los hábitos. Sin tomarlos… los colgó. “Porque en mi país está muy mal visto que los jóvenes vayan a la iglesia”, desliza Ismael Cala, el periodista cuyo programa de entrevistas brilla en las pantallas de CNN como uno de los más sintonizados entre la comunidad hispana de Estados Unidos y Latinoamérica. Jesús flamearía en su pecho, sí, “pero con el marxismo-leninismo y el materialismo histórico como oración”, enumera el dogma que, a punta de balas, cadalso y paredón, propaló Fidel Castro en su isla natal. Hoy, Cala, el mulato de la sonrisa amplia, el que colecciona corbatas como admiraciones, el que seduce a mujeres lo mismo que a hombres, pasa revista de su infancia y, pese a que nunca ofició una liturgia ni campeó homilías, su público lo sigue religiosamente; mientras él, sentado en una silla, frente a las cámaras, urde chácharas y peroratas.

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No le teme al desnudo, no. Gusta del nudismo. Antes de escamotearle a su cuerpo de figurín los casi 90 kilos que llegó a pesar cuando estudiaba comunicación social en Toronto, ya se mostraba chinito. “Lo he hecho un par de veces. Además, ¿por qué me habría de avergonzar si me siento muy orgulloso de esa parte de mi cuerpo?”. Acaso por esa razón, y por el dotado bulto de amaños y estrategias del que jura ser dueño, de lunes a lunes, desnuda, escarba, fisga y expone a quienes protagonizan historias a lo largo y ancho del continente. Sediento de palabras, y palabras vende, visitó, a principios de julio, Venezuela, terruño que abriga gran parte de su fanaticada, para hacer autopsia, con ojos de forense, a la inextricable urdimbre política y social del país.

“En tres días tuvimos una jornada titánica: entrevisté a más de 15 personas de farándula, moda, deportes y política. Aun cuando es muy difícil tratar de hacer periodismo equilibrado, en un país que no desfallece en decir que CNN forma parte de una campaña imperialista para desestabilizar la revolución bolivariana, conseguimos que el ministro de comunicaciones, Ernesto Villegas, concediera un espacio. Logramos, asimismo, grabar un programa acerca de los problemas económicos de 2013: hiperinflación, alto precios, control de cambio y desabastecimiento. Por parte del oficialismo rindió cuenta el presidente de Fedeindustria, Miguel Pérez Abad, y, en representación de la bancada opositora, se enfrentó el diputado Eduardo Gómez Cigala. Dos visiones contrastantes”, sugiere como abrebocas parte de su nueva temporada. La coyuntura criolla, a despecho de que secuestra su atención y lo arregosta, como niño con chupeta, no deja de mirarla con repeluzno. “Quizá porque veo en este espejo lo que pasó en Cuba. Por muchos años borré de mi mente la palabra revolución. Hay muchas cosas buenas que trajo la cubana y las agradezco. Como por ejemplo: el acceso a la educación, salud pública y que me haya obligado a hurgar en un pensamiento crítico y profundo para encontrar mi identidad, sobre todo espiritual”, se despepita en remembranzas.

En el baúl de los recuerdos arrumbaría los discursos que regurgitara “El comandante” junto a su impepinable deseo de muñir, con su espada y claustro, la voluntad de todo un pueblo. También embalaría las consignas que coreara en las filas del Partido Comunista: “Pioneros del comunismo”, “Seremos como El Che”. “Es que te enseñan a no rechistar nada. Por mucho tiempo nunca me cuestioné quién fue realmente “El Ché Guevara”; porque di por cierto todo cuanto me decían en la escuela: un héroe”. Sí, y cayó de hinojos por los hombres que zascandilearon las escarpaduras de Sierra Maestra para derrocar al Fulgencio Batista e instaurar un régimen de supuesta equidad.

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El punto de fricción, no obstante, ocurriría poco después de desplomarse la Unión Soviética. Cuba dejaría de orbitar, satélite fue, alrededor del gigante ruso y de chupar, como sanguijuela, su sangre trasmutada en divisas. El hambre, como un enjambre de avispas, zumbaría furiosa en la Gran Antilla y el trabajo y el progreso se amodorrarían por las cantaletas ruñidas, inflamadas de ojeriza, del hombre vestido de siempre verde militar. Se volvería ruina, pobreza y soledad. “Incluso en la universidad, de la noche a la mañana, dejaron de impartir marxismo-leninismo. Tal era la decepción con la URSS. Y me pregunté: ¿por qué ya no lo iba a estudiar? Hice pública mi duda. Y un profesor me llamó a capítulo y me dijo: ‘como líder estudiantil, no deberías hacerte estos cuestionamientos en un momento tan difícil para la patria. Tienes diversionismo (sic) ideológico’”. Despertó de la entelequia que lo había engatusado. “Supe que el comunismo no es sinónimo de igualdad, que en palabras es muy bonito y que solo quienes detentan el poder viven bien, como burgueses. Acá lo saben y los llaman enchufados”, rumia su decepción.

Y levó anclas. A los 28 años abandonó la cuna que lo meció. Se zafó de las ataduras chauvinistas de un proceso, de promesas hoy rotas, que no funcionó y estafó —aunque tenga más de 50 años de mandato. Dejó a su madre, la mujer que más anhela y admira, para cumplir su sueño de conductor, de tener su propio programa de televisión. Escogería, nada más y nada menos, como destino, al enemigo eterno, al que Castro y compinches decretaron guerra a muerte; ese que exalta y encarna el modo de producción que tanto Stalin y Rosa de Luxemburgo imprecaron: el imperio.

“No condeno ningún sistema. Todos tienen dificultades. El socialismo es tan imperfecto como el capitalismo. Sin embargo, el segundo me dio algo que me quitó el primero: la opción de elegir mi destino”, se engalla y remata: “Que yo quiera ser o no miembro de un asociación es la libertad más grande de un ser humano. En Cuba para ser confiable tienes que militar, desde muy temprana edad, en el Partido Comunista. Es cierto que las cosas han cambiado un poco. En el último lustro, ha abierto su economía, pero el sistema ha hecho mucho daño”. Verbigracia: exilio y familias fracturadas desde su cimientes, llantos y luto. “Apoyo gobiernos democráticos que van con planes sociales para las mayorías. La democratización de las riquezas. Y a pesar de que hay miles de pobres en Estados Unidos —los he visto vivir en barracas, hacinados— hay una gran mayoría clase media”.

El coleccionista

“No quiero ser atrapada por un rostro, toda la vida somos atrapados por rostros, caemos en el pozo sin fondo de los rostros”, Yasmina Reza, En el trineo de Shopenhauer.

Más de 15 años lleva Ismael en la tierra del Tío Sam. Convive entre centros comerciales, Disney y pectorales bien tallados en las arenas de Key Biscayne. Su casa: la tórrida y lúbrica Miami. La ciudad del sol. La que adoptó a miles de sus compatriotas. La que suena a ese cantadito que evoca la prosa y orgía de Reinaldo Arenas, la que hace quebrar caderas, aunque Cala tenga dos piernas izquierdas: “No bailo nada”. Ni pegado. No por eso olvida sus orígenes, la conga oriental de Camagüey, ni los arreboles que teñían de rosa los atardeceres de La Habana. Se sabe latino y lo preconiza: “porque somos cálidos y fraternos. Es algo que nos hermana y diferencia de otras muchas razas. Somos gente apasionada”, enciende la hoguera, aun cuando no se le conoce su mitad perfecta, esa que aludía Diotima en sus discursos, por la que se empeñan almas y abrasan caricias.

Tampoco suma entre sus guayabos o despechos uno de colegio. “No, no me enamoré ni de una profesora”, proyecta con dejo afectado y vuelve al sentir latino, como para cambiar de tema o velar sus pasiones… ocultas. El pretexto: su corazón tamborilea con fuerza. “Esa fogosidad tan nuestra mucha veces desborda en política, deportes y artes. Tenemos muchas diferencias, pero no son tan grandes como para alejarnos. Nos une un idioma, con algunas excepciones, como Brasil, pero también nos liga una historia común: la del mestizaje. El latino es sincretismo racial y cultural y, por eso, somos únicos”, se ufana de su sangre negra, caribeña. “También nos acerca un sentimiento anti-imperialista. Que a veces celebro y otras no tanto, porque todo debe ser moderado. La búsqueda de identidad propia es saludable, pero cuando ese sentimiento se manipula de manera propagandística, aprovechado por los gobiernos para distraer la atención de problemas domésticos, es un error y un mal”.

Una nueva etapa abre en su carrera: la de escritor. No se conformó con la señal abierta o satelital. Su estampa, entre seria y pizpireta, tentará en las vitrinas de las bibliotecas. Su libro, El poder de escuchar —también consigna de vida. No es una garambaina de mal gusto, asegura, pese a que no teme que lo confundan con el Pablo Cohelo de Cuba. “No, sería un honor. Yo lo leo. A muchos les parece simplista. A mí me resulta profundo. Los libros que más se recuerdan son los simples: El principito, por ejemplo”, se desembaraza de máscaras y le endilga a Saint-Éxupery una etiqueta que no le corresponde. Confundir literatura con autoayuda. Esta última, su fórmula y bálsamo. “Es lo que hago. El poder de escuchar es una suerte de teoría de comunicación para ser mejores escuchas. Tiene de siquiatría y espiritualidad… o sea: que si lo consideran autoayuda no me preocupa. Es cierto que hay muchos farsantes, pero yo soy testimonio vivo de lo mucho que me ayudó el género. Si escoges bien qué leer habrá un provecho. No hay un mal libro. En cualquiera hay alguna idea, por muy pequeña que sea, que puede cambiar tu vida”, ahora habla como un gurú. “No voy con miedo. A mí no me importan las etiquetas. Tenemos una al momento de nacer y otra es la lápida al morir. Y ya con esas me basta”.

Mientras tanto siguen las entrevistas. El showdebe continuar. Cada día una personalidad distinta para investigar o sacar sus trapos al aire, nunca sucios, porque Ismael no se mete en camisa de once varas. Caras nuevas, caras que lo conmueven y caras que repudia, caras que lo entusiasman y admira y caras que desdeña. Claro, unas relampaguean más fuerte que otras en su memoria: “la de mi profesora de radio cuando tenía ocho años, Nilda Helman; la de Nelson Mandela, porque siempre quise conocerlo, y la de mi padre, enfermo de esquizofrenia”. Pero por encima de todas, hay una que, aunque se empecine, no podrá olvidar jamás, la de su verdugo: “Fidel Castro”.

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