Es el actual subdirector de publicaciones de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB). Pero su trayectoria en el mundo de los libros es de vieja data. Durante mucho tiempo se le vio en la librería El Buscón. Y, más recientemente, durante una breve estadía frente a la que fue Alejandría del Paseo Las Mercedes. A otros les dio clases, sea en la Universidad Central de Venezuela (UCV), en la Universidad MonteÁvila o en el diplomado de Icrea. Habrá quien lo recuerde en eventos de la editorial Alfa, donde trabajó un tiempo. O el que ha leído sus libros. Lo cierto es que es difícil que alguien relacionado con la literatura no haya tenido una amable conversación con Ricardo Ramírez Requena, un caraqueño-guayanés-tachirense que reúne lo mejor de esos gentilicios, para hacer del oficio de vivir un juego con reglas claras y el viejo gusto por la palaba empeñada.
Hay quien va por la vida ambicionando quimeras que solo dejarán frustraciones. Ricardo tiene, en cambio, esa sabia virtud llamada sensatez. Su ambición es hacer lo que le gusta y hacerlo lo mejor que puede. En ese sentido, se puede decir que, además de sensato, es un tipo feliz.
Nació en Ciudad Bolívar pero, tanto como hijo de esa tierra, es hijo de la condición itinerante de un hogar con un padre militar. Y es por ello que su hermano mayor nació en Caracas, donde se conocieron sus papás —ella de Ciudad Bolívar, él de San Cristobal— y el menor nació en Cumaná. Como se ve, eso que la gente llama hogar, es en su caso un álbum lleno de estampas de variadas naturalezas y diversas temperaturas.
En ese álbum está, por ejemplo, Pirata, una cruza entre dálmata y alguna raza de gran tamaño, que lo cuidaba cuando era pequeño. Y las tardes comiendo mangos con su hermano mayor. Y un carnaval en un prescolar en Cumaná. Y la playa. Y el Orinoco. Y el caserón de su abuela Olga, en San Cristóbal, con su patio interior y su aire ancestral. Y las Residencias Río Aro, en Ciudad Bolívar, donde conoció la sencilla camaradería entre primos. Y la casa de un tío en Cumaná, donde solían celebrar el fin de año. Y ese otro caribe, distinto al suyo, que significó vivir dos años en Jamaica, donde su padre fue a parar como agregado militar. Y la melancolía —»rara, particular, llevadera”, precisa para fijar su tono— que puede ostentar un niño del trópico. Y la llegada a Caracas, a los ocho años. Y la separación de sus padres, tres años después, resquebrajando esa idílica felicidad que acompañó su infancia.
“Me volví más introspectivo. Y aunque siempre leía, me refugié aún más en los libros. Se trastocó el sentido del orden. Mi mamá sufrió mucho y mi papá se fue a vivir a los Valles del Tuy, trabajando en El Paraíso. Era complicado vernos”, rememora ese momento. Pero la vida es un saco de mandarinas: unas salen dulces, otras no tanto. Y esa situación marcó, con la certeza de un hachazo sobre la leña, la frontera entre dos vidas: la del niño melancólico y feliz que adoraba a su madre e idolatraba a su padre; y la del adolescente que comenzaba a entender que eso de hacerse su lugar en el mundo es una gestión que nadie puede hacer por uno. Y fue así como El Cafetal, donde llegó la familia cuando se instaló en Caracas, se convirtió en su patio, en su colegio, en el escenario de sus alianzas y anhelos, en su parque y su ping pong, sus paralelas y su biblioteca. El lugar desde donde veía al mundo. Tras esa infancia llena de hogares de corta estadía, en ese punto trazó una larga línea que duró hasta sus 34 años, cuando se casó, en 2010, marcando la frontera hacia otro mundo.
A ese nuevo mundo llevaría, como parte del equipaje, toda la experiencia acumulada en el ámbito educativo y laboral. Esa que le permitió hacerse el deseado lugar en la tierra. Del matrimonio pondera que “lo mejor ha sido sentir que todo pasa por dos personas. Ser comunidad. Aprender a reconocer que necesitas del otro. Hacer muchas cosas con ese otro es mejor que hacerlo solo”, agregando, por otra parte, que lo difícil del asunto es encontrar tiempo de soledad. “Que también es necesario”, puntualiza.
Las cosas que se llevó en la maleta
Reconoce sin pudor que hizo un bachillerato desastroso. Antes de esa experiencia quería, como tantos niños, ser médico y hasta veterinario, pero después comenzó a interesarse por las humanidades. Educación o Historia. Su madre insistía en Comunicación Social. Piensa que debió hacerle caso, pero no lo hizo. Optó por una carrera técnica —administración industrial—, imbuido del pragmatismo de una época que asomaba tímidamente la larga sequía, el ocaso de una Venezuela saudita que creyó que la fortuna era un inalterable designio del cielo.
Con ese título bajo el brazo trabajó en diversas empresas, siempre en el área de atención al cliente. Luego, a eso de los 23 años, decidió estudiar Letras. El primer intento fue fallido. Pero insistió. Hizo bien, porque quedó en la Escuela de Letras de la UCV. Pero siente que fue un estudiante común y particular a la vez, ya que trabajó durante toda la carrera, lo que le permitía comprarse libros. Estudió con un enorme fervor, descubriendo un lugar en donde podía estar. “El cine español corría a chorros, la trova cubana todavía significaba algo, Benedetti era muy leído. Fueron años maravillosos”, comenta, agregando que jamás pensó que podía trabajar en el área cultural. No venía de una familia enraizada en ese mundo. Por tanto, aunque era consumidor ferviente de las actividades de la época —Festival Internacional de Teatro, Semana Internacional de la Poesía, Festival de cine español— estaba resignado a que “trabajaría en un área diferente a Letras y leería y escribiría, y ya. Como Wallace Stevens”.
Para su fortuna, se equivocó.
Aun siendo estudiante logró entrar a trabajar en la Librería del Ateneo de Caracas. Un paraíso para cualquier muchacho sediento de la experiencia cultural. De allí, pasó a librerías de cadenas. Luego vinieron los años de El Buscón, que fue como atravesar un portal místico. “Ahí conocí un oficio, que es diferente a una profesión. Era la gran década del Trasnocho Cultural, llena de eventos, salas llenas, exposiciones, etc. Fueron tiempos de gran formación cultural, en donde aprendí la literatura y la cultura ‘en la calle’. También, descubrí el importante legado editorial venezolano”, recuerda.
En El Buscón hubo un trabajo más atento y profundo que lo conocido en las anteriores librerías en las que trabajó, porque había libros nuevos y usados. Allí aprendió a identificar lo que hay detrás de lo evidente. “Sin eso no hay libro”, puntualiza.
El Buscón, la Escuela de Letras, dar clases en la escuela donde se formó, fueron situaciones fundamentales para que aquel muchacho que no se veía trabajando en el ámbito cultural, encontrara su lugar.
La biblioteca del librero
Recuerda, como primer libro leído, una serie de Historia de Venezuela para niños que compró su madre. Fue un lector de enciclopedias, pero haber leído a Massiani y a García Márquez lo acercaron a la literatura. La biblioteca de su padre le ofreció, por su parte, la lectura de Faulkner y de Graham Greene, así como una antología de Neruda lo acercó a la poesía.
Si le preguntasen, como suelen hacerlo a los libreros, un buen libro para iniciarse en la lectura, no titubearía: “cualquier libro de Robert Louis Stevenson es bueno, en especial La isla del tesoro. También leer la narrativa de Antonia Palacios y de Cortázar”.
Con respecto a los autores que más lo han influido, destacan poetas como Gerbasi, Cadenas, Montejo, Stevens, Auden, Eliot, Larkin y Thomas. Y, de los narradores, considera vital su encuentro, hace unos años, con la obra de Paul Auster. También la obra de ensayistas como George Steiner o Susan Sontag. Y, entre los venezolanos, subraya el trabajo de Victoria de Stefano, Ana Teresa Torres, Miguel Ángel Campos y Miguel Gomes, entre otros, agregando que la literatura venezolana escrita por mujeres debe leerse con más atención.
Habla de los autores locales como el que lo hace de un deportista con potencialidades que no está siendo bien entrenado. Apunta que muchosestán comenzando a ser conocidos afuera. Pero cree que la poesía venezolana es, desde siempre, la que más goza de buena salud. “Los poetas leen la tradición: los narradores parecen no hacerlo y no entiendo por qué. Siento cierta soberbia, cierto apresuramiento”, pontifica. También cree que a la literatura patria le hace falta la conciencia de ser una industria. “Necesita gente que se ocupe de lo que, en principio, el escritor no debería: promoción, difusión, giras, más espacio en los medios… También necesitamos poder viajar más, asistir a ferias, congresos. Pasar temporadas afuera —lo que no significa irse. Y algo fundamental: la existencia de la figura del agente literario”, enumera como si hubiese dicho estas palabras cientos de veces antes.
El camino pespunteado
Aquel niño melancólico, que cambiaba de residencia cada tanto, aprendió a disfrutar la felicidad. Dice que cuando empiezan a valorarte por lo que sabes hacer, te sientes bien. Y se ha sentido valorado. Su ambición literaria ha sido escribir una obra de la que no tendría que avergonzarse, y siente que hasta ahora la ha cumplido. Pero sabe que es una pasión permanente y hay que saber no apresurarse. No en vano ha visto al oficio desde todos los ángulos posibles.
Ramírez Requena ha publicado Maneras de irse (Editorial Ígneo, 2014), poemario que obtuvo mención especial en el Primer Premio de Poesía Eugenio Montejo, y Constancia de la lluvia. Diario 2013-2014 (Cultura Urbana, 2015), libro con el que ganó el XIV Concurso Transgenérico que organiza esa institución. En la actualidad sigue escribiendo nuevas ediciones de ese diario y prepara una plaquette con poemas sobre béisbol —es un apasionado fanático del deporte, valga acotar. “Siento que para otras cosas necesito muchas lecturas, y relecturas, de temas que me interesan más, como la historia del libro y de la cultura”, puntualiza.
De resto, sigue atento a sus propias perplejidades. Aspira dar clases mientras el cuerpo aguante y sueña con su propia librería, atendiendo a una promesa que se hizo de no volver a ellas a menos que sea en condición de socio. Si le tocara hacer un balance de su vida lo sintetizaría señalando que en el camino aprendió a sentir menos miedo. “Me he caído bastantes veces y aún sigo de pie”, comenta con un ligero asentimiento de cabeza, como el que ha explicado un punto de forma fehaciente. Y sabe de qué habla: en un par de ocasiones, por razones de salud, ha estado bastante cerca del final del camino. Por fortuna, ha seguido de largo. Cuando piensa en ello no puede evitar sonreír. Por las razones que sea sigue ahí, en ese lugar que encontró y en el que espera disfrutar un largo trecho.]]>