Sociedad

Mi vida con el CLAP: Cuando la necesidad llama

Comer subsidiado, pero comer. Dar el brazo a torcer, comenzando por el estómago. Darse cuenta de que muchos otros lo viven igual que uno. Clímax comienza una serie dedicada a la cotidianidad impuesta a través de la entrega de comida de los CLAP

ILUSTRACIÓN: DANIEL HERNÁNDEZ
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No soy chavista, pero me llega la bolsa CLAP.

No me acuerdo desde cuándo la recibimos. Mi mamá calcula que desde al año pasado. No tengo ni idea, el tiempo en comunismo pasa muy rápido. Solo sé que al principio en mi casa nos negamos varias veces a anotarnos en la lista de la comuna. Si criticábamos a la gente que recibía comida del Gobierno, uno no podía hacer lo mismo, ¿cierto?

Los vecinos insistían. «Anótense, nunca se sabe», repetían una y otra vez. El mantra hizo efecto. Después de preguntarnos muchos «¿por qué no?», aceptamos. El pez muere por la boca. O algo así dice el dicho.

La logística no era tan “organizada” como ahora. Escribías tu nombre en una hoja en blanco e ibas el día que los vecinos te avisaban, cuando se corría la voz. Si nadie tocaba a tu puerta o no estabas en la casa, ni te enterabas. Los demás, coronaban.

Dicen las malas lenguas que cambiaron a la gente que llevaba eso porque hacían muchos chanchullos. Al parecer anotaban personas que ni vivían en la zona. Qué sorpresa.

Así fue como llegaron representantes del CLAP a hacerse cargo del asunto. Nos censaron. Pidieron nombres y números de cédula. «¿Cuántos son? ¿Trabajan? ¿Alguien recibe la pensión?». Hicieron dos o tres reuniones con todos los del edificio. Fui de mala gana y, considerando la cara de mis vecinos, no estaba sola. Hay una chavista, la señora del piso de arriba. Seguro me escuchó gritar de la emoción cuando Capriles cantó fraude hace años. Si teníamos cara de «escuálidos», nadie dijo nada. Igual tampoco preguntaron.

Mi mamá fue nombrada «cabeza de familia» y a mí me pusieron «por si acaso ella no puede». Esperaba nunca tener que ir a buscar ninguna bolsa, pero lo he hecho casi todas las veces desde entonces.

A nosotros nos llega puntual, una vez al mes. Cuando tarda unos cuantos días, nos extrañamos. La verdad sea dicha. «Eso es porque vives en el oeste», bromean mis amigos. La chavista del grupo y tal.

Antes no le contaba a nadie que recibía la bolsa CLAP. En el trabajo menos que menos, qué pena. Con el tiempo me fui dando cuenta que no era la única. Hablar de la bolsa CLAP es algo normal.

«Hoy llegó», «¿Tienes efectivo? Necesito pagar la bolsa», «No me trajo leche ni azúcar», comentan en la hora del almuerzo. Perdón, comentamos.

La rutina ha cambiado. Hay que estar pendiente del día que llega, tener el efectivo, irla a buscar, llevarla a la casa. Como a una quinceañera.

A veces pienso que caímos en la trampa, que nos acostumbramos a esperar una bolsa de comida. Y mientras más pasa el tiempo, mientras aumentan los precios y crece la crisis, nos hacemos más dependientes. Sin querer queriendo.

¿Soy igual que aquello que critico?  «Ni que fuera regalado, uno paga por eso», dice mi mamá cuando me la quiero dar de moralista durante la cena -aunque paguemos un precio irrisorio. «Igual ellos meten a quien les da la gana». Al menos no engañamos a nadie ni han comprado mi voto, ¿no?

No soy chavista. Jamás lo he sido ni lo seré. Pero cuando el hambre pega, pega fuerte, estés en el lado que estés.

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