Opinión

Trece años sin las Torres Gemelas

Con infortunio se conmemoran, gemido en cuello, trece años del ataque a las Torres Gemelas. El luctuoso hecho, amén de conflagrar la guerra entre Estados Unidos e Irak, es apenas el acápite que marca el antes y después de una larguísima historia de mortandad. El hombre "civilizado", pese al arsenal de nuevas tecnologías, no ha sabido sino empuñar más odio, ponzoña y división. Y las religiones, argumento viejo, se convierten en pretexto para matar

infografía: MERCEDES ROJAS PÁEZ-PUMAR
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Trece años parece mucho tiempo. Pero cuando el llanto, la enfermedad, el fanatismo y la muerte sobrevuelan sobre ellos, el tiempo se acorta. Se hace próximo. Han pasado 13 infames conmemoraciones del atentado a las torres gemelas. El mundo moderno vio en señal abierta cómo dos aviones Boeing 767, los vuelos 11 de American Airlines con 92 pasajeros a bordo y el 175 de United Airlines con 65, embestían y se estrellaban contras las edificaciones norte y sur, respectivamente, del famoso conjunto World Trade Center. Era el primer atentado terrorista que, por malhadadas intenciones políticas y religiosa, conturbaba y atribulaba a la opinión pública. Nueva York se convertía en la estrella de las pantallas — y no se trataba de una película de gran presupuesto de Hollywood, no. Era la planificación y ejecución de hados por parte de grupos yihadistas encabezados por el barbudo de Al-Qaeda: Osama Bin Laden. La ofensiva terrorista concatenaría un rosario de muertes que sumó más de 3000. Las imágenes tan crueles como inverosímiles traslucieron la desesperación de las víctimas. Entre ellas: hombres y mujeres que prefirieron desfenetrarse desde altísimos pisos antes de calcinarse entre las furiosas llamas que alcanzaron hasta los 800 grados centígrados. Un averno prendido que redujo en cenizas y carbón las esperanzas de sobrevivencia.

Osama, lejos de imbuirse en una maquiavélica oscuridad, se encimaba como el malvado de Oriente. El fanatismo por Alá, el rendibú al islam y la lucha contra el emperador de imperios, Estados Unidos, acuciaron a los extremistas para sembrar el terror. Desde entonces la Casa Blanca y los gobiernos aliados, entre ellos el de Reino Unido, llevan, casi en contubernio, la cruzada para detener lo que los yihadistas llaman “la conquista”. La controversial periodista italiana Oriana Fallaci, poco después de la colisión a las towers y al Pentágono, publicó dos libros, —devenidos best-sellers— que generaron un corro que la escarneció hasta de xenófoba. Su obra, La fuerza de la razón y La rabia y el orgullo, da cuenta de su repudio. Verbigracia: “Los musulmanes no pueden entender la democracia (…) se reproducen como ratas». Silencio. Y, aunque, en efecto, sus máximas rezuman aborrecimiento y estrechez intelectual e intolerancia, por decir lo poco, hay algo que no se puede pasar por alto. La alarma que truena “Urbi et orbi” en Occidente. Quienes no comulgan con el Corán, no pueden pretender un diálogo honesto entre rivales. No hay igualdad de condiciones si las movidas bélicas acometen contra inocentes. Si la crueldad se apodera de mentes y dirigentes. Ambas facciones han demostrados ser despiadados e inicuos.

La guerra contra Irák —otros blanden un eufemismo “guerra contra el terrorismo— y las recientes imágenes de los degüellos a los periodistas James Foley y Steven Sotloff por parte del Estado Islámico son prueba flagrante de no conciliación y respeto. Los extremistas islámicos han mostrado tanta brutalidad lo mismo que los mandatos de Obama y en su momento los de Bush. Si algo es muy cierto es que las movilizaciones estadounidenses han desatado más y más odio. La paz no es otra cosa sino una idea inasible y deleznable que no parece hacerse facto. Incorpórea, como el humo que producen bombas y fumarolas. Y mientras tanto: sangre. Sangre que riega, ensucia y mancha credos y dioses.

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